lunes, 30 de septiembre de 2024

MI AMOR

 Mi amor

 

Mi amor es puro, como el hielo que se forma en las esquinas olvidadas del invierno. En su transparencia se esconde la fuerza, la dureza que solo el tiempo entiende, porque lo que parece frágil esconde siglos de resistencia.

 

Mi amor, fuerte y firme como el acero, pero no el acero de las armas, sino el de los puentes que cruzan abismos, el de las herramientas que forjan el pan. Brilla como el cristal que guarda las historias de quienes amaron antes de mí, porque en su reflejo veo todos los amores que han sido y que serán.

 

Mi amor es arcoíris después de la tormenta, una promesa en el cielo, breve pero infinita. Y si la corriente lo arrastra, no se rompe, solo se transforma, como la roca en el río, moldeada pero intacta, con raíces que se hunden profundo en la tierra, donde el caos del mundo no puede alcanzarlo.

 

Mi amor no pide permiso, simplemente es. Por eso te amo, con la pureza del hielo, la transparencia del cristal, la fuerza del acero y la alegría del arcoíris bajo el cielo azul, reflejado en el brillo de tus ojos.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



domingo, 29 de septiembre de 2024

EN SOLEDAD

En la soledad

 

Las lágrimas caen, rodando como pequeños ríos que dibujan su cauce en la piel. No avisan, no piden permiso. Emergen desde el lugar más oscuro, ese rincón oculto donde los recuerdos se amontonan como viejos papeles arrugados, y se deslizan, una a una, arrastrando el silencio. Rodando por la cara, no son solo agua y sal, son fragmentos de las historias que fuimos, de los abrazos que no volvieron, de los nombres que se apagaron.

 

El recuerdo, incansable, golpea con fuerza. Insiste en regresar, una y otra vez, como las olas que se niegan a abandonar la orilla. Busca entre las sombras a las personas que conocí, a esos rostros que el tiempo ha desdibujado pero que el alma aún guarda con cariño. En este mundo de dolor, donde las cicatrices no siempre se ven, las lágrimas hablan por nosotros. Hablan de lo perdido, de lo que nunca fue, y de lo que, quizás, algún día, volveremos a encontrar.

 

Te busco…

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



SOMBRAS Y CONTRALUZ

Sombras y contraluz

 

Bajo la luna llena, 

las calles murmuran viejas canciones, 

el viento, siempre juguetón, 

corre descalzo, riendo, 

persiguiendo sombras largas 

que bailan en el pavimento. 

 

Las estrellas, tímidas, 

se esconden un poco más lejos 

cuando la noche se envuelve

en su manto de neblina. 

 

Y yo, 

con el corazón en las manos, 

me quedo en silencio, 

esperando que los ecos de otros tiempos, 

de aquellos días que ya no están, 

vuelvan a susurrarme al oído.

 

Te extraño…

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

sábado, 28 de septiembre de 2024

¿CÓMO NO TE VOY A AMAR?

¿Cómo no te voy a amar?

 

Si al caminar descalza sobre la tierra, en cada paso, escuchas el murmullo del viento y te detienes en el umbral del silencio, donde el tiempo se pausa, y te conectas al latido de un mundo que respira a tu alrededor. Si entiendes que en el rincón más olvidado del alma hay un lugar donde la vida se pliega y despliega, como un origami de esperanzas, donde cada doblez es un canto de amor que florece en mil colores.

 

Si eres la mujer que recoge los fragmentos de lo cotidiano, los transforma en poesía, en risas que brotan como flores silvestres en la grieta de una calle cualquiera. Si tu voz es un canto que resuena en el universo, una melodía que puede desafiar la inercia del tiempo, y en tu risa, hay una chispa de revolución, un eco de los sueños que no se marchitan, que crecen en la sombra del olvido, esperando el momento de brillar.

 

Y así, con la sabiduría de quien ha escuchado las historias del viento, te conviertes en la guardiana de mi verdad, en la narradora de un mundo donde cada día es un lienzo en blanco, donde el amor se dibuja y la vida se escribe con cada latido.

 

Mujer sabes a savia, hueles a viento, suenas a canto primigenio, eres el pulso de mi existencia, una luz que jamás se apaga, porque en tus ojos plácidos después de amar, reside la eternidad.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Al fondo el Volcán nevado del Cumbal
Fotografía de Omar Moreno Jaramillo


viernes, 27 de septiembre de 2024

TANGO

Tango

 

A mi abuelo le gustaba el tango. Sus manos, gastadas por los años, por la vida que le arrancó trozos de piel y de alma, se quedaban suspendidas en el aire cada vez que el bandoneón lloraba. Como si, en ese instante, intentara atrapar el tiempo, ese tiempo que siempre se le escurría entre las notas. Me heredó su amor por el tango, pero más que la música, me dejó esa forma suya de escucharla: con los ojos cerrados, la cabeza inclinada hacia un pasado que yo nunca viví, pero que sentía en cada acorde, como si esos recuerdos fueran también míos.

 

El tango no solo canta, arropa. Te envuelve en historias de ausencias, de amores rotos y promesas olvidadas. Amores que nunca fueron míos, pero que, al oírlos, dolían como si los hubiera perdido yo. Mi abuelo me enseñó a saborear el sonido, a dejar que el tango me calara hasta los huesos, despacio, hondo, como su voz rasposa que me llegaba desde algún rincón del alma. Esa voz que parecía un abrazo, el último abrazo de alguien que siempre estaba por despedirse, pero nunca se iba del todo.

 

Para mí, el tango nunca fue una reliquia, no. Era un pasillo secreto hacia mi infancia, un eco del techo de la casa cuando llovía y las gotas marcaban el compás del dos por cuatro. Cerraba los ojos, y el mundo se detenía. Y allí, en ese silencio habitado por la melodía, aparecía él, mi abuelo, tarareando "Cuartito Azul" o "Malena", como si el pasado se negara a desvanecerse. Pero el tiempo, como las notas del bandoneón, siempre termina escapando. Y ahora, cuando suenan esas viejas canciones, me doy cuenta de que no era el tango lo que me abrazaba. Era él, siempre fue él, y su abrazo, como el tango, se desvanece antes de que pueda retenerlo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



EL TRAPICHE

El trapiche

 

El trapiche respira con el ritmo de la caña que, en manos callosas, se convierte en dulce. El vapor sube al cielo y parece que las nubes fueran sólo el aliento de la montaña. Entre todo ese bullicio, en medio de la molienda interminable, está Él, un niño de pies descalzos y ojos grandes, que apenas alcanzan a ver por encima de la olla de miel burbujeante.

 

"¿Qué se necesita para hacer la paz?", le pregunta al abuelo, ese hombre de manos duras y alma tranquila, que alguna vez soñó con la libertad pero que ahora sólo sueña con lluvia en tiempos de sequía.

 

"Para hacer la paz, hijo", responde el viejo, "se necesita más que miel. Se necesita cortar el miedo como se corta la caña. Pero aquí, en esta tierra nuestra, el miedo está sembrado desde antes de que tú nacieras."

 

El niño sigue su labor, empujando la caña, girando las ruedas del trapiche como si con cada vuelta pudiese exprimirle un poco de paz al mundo. Sueña con que un día no se escuchen más balas, ni gritos en la noche, ni el crujido seco de una puerta siendo derribada. Sueña con que su madre no tenga que esconderse cada vez que alguien extraño llega a la vereda. Sueña, sobre todo, con que la panela que fabrican con sudor, endulce más que el café de la media mañana. Que endulce las almas de los que han olvidado que la vida es más que guerra.

 

"El día en que la paz llegue, abuelo, ¿cómo sabremos que es real?", pregunta con la inocencia que sólo un niño puede tener.

 

El abuelo sonríe, pero sus ojos no brillan. "La paz es como la panela, mijo. Dura de hacer, fácil de romper. Pero si un día llega, la reconocerás. No por los fusiles que callen, sino por el susurro de las hojas al viento, por el canto de los pájaros volviendo a su nido, por la risa de los niños que juegan sin miedo. La paz real será cuando puedas ir a estudiar y regresar de nuevo cantando por el camino como lo hacía yo cuando era niño"

 

Y el niño sigue trabajando, soñando con ese día, mientras el trapiche gira, una y otra vez, en las montañas de Nariño.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba


jueves, 26 de septiembre de 2024

EL ECO DEL VIENTO

El eco del viento

 

El viento sopla con la misma furia con que el tiempo nos arrebata de los brazos de la inocencia. Lo veo correr entre los árboles, lo siento en el rostro, como si sus manos invisibles quisieran borrar las huellas que dejamos en la hierba, como si quisiera llevarme hacia el olvido. Pero resisto, aunque el cuerpo se quiebre, aunque la tierra y las hojas secas levanten un polvo que cubra mi mirada. En cada brizna suspendida, en cada soplo que cruza mi pecho, resuena una canción; fragmentos dispersos de un sueño tejido por el silencio, que en esta altura no se desvanece, torbellino disperso que me obliga a cerrar los ojos y aguantar la respiración.

 

La vida es como una ventana abierta al paisaje lejano, que no podemos cerrar, aunque el viento frío nos susurre historias antiguas que nunca se han ido. Y seguimos caminando, siempre, bajo el cielo gris, con la certeza de que algo persiste, incluso en las profundidades más oscuras de nuestro ser. Vivir es como andar a tientas entre los ecos de una tormenta, una mano alzada en la vastedad, esperando que el viento traiga de vuelta un susurro, un destello. Algo que justifique el latido de cada silencio, las cicatrices que el tiempo dejó impresas en nuestra piel. Algo que justifique cada respiro, cada herida que no logramos olvidar.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba


CARTAS DE AMOR 40

CARTAS DE AMOR 40


Señora hermosa,

 

Pienso en usted como se piensa al borde del abismo: un vértigo al que me entrego sin remedio. Mi deseo es este grito sordo que se enrosca en mi carne, que me desgarra por dentro. Es el hambre que nunca se sacia, un fuego que devora y al mismo tiempo alimenta. La busco, ansío tenerla, la imagino en cada sombra, en cada susurro de la noche.

 

Mi amor es esa locura silenciosa que me habita, que me roba las palabras y las devuelve en forma de suspiros y delirios. La amo en lo inalcanzable, en lo irreal. Es la piel que nunca toco pero que siento mía. Es esa fiebre que me consume, que me arrastra al borde del precipicio, y aun así, salto. Porque en mi amor, en mi deseo, la locura no es una condena, sino la única libertad que me queda. Ser suyo en este caos, en esta obsesión, es lo único que sé.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos


Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba

miércoles, 25 de septiembre de 2024

EL ÚLTIMO DÍA DEL NEGRO CASTILLO

El último día del Negro Castillo

 

Desde la ventana del cuartucho alquilado, Adolfo el “Negro Castillo”, observaba la plaza vacía como un cazador que aguarda al animal invisible en la espesura. El calor sofocante de la tarde se mezclaba con la incertidumbre que desde su llegada a la ciudad no lo había abandonado. Eran ya más de cinco horas desde que había llegado en un autobús polvoriento, llevando apenas una pequeña mochila con lo justo para sobrevivir el día. Su misión era clara, pero los detalles eran ambiguos como una conversación a media voz.

 

El reloj de la iglesia daba las cinco cuando recordó las palabras del hombre que lo reclutó. "Cuando el sol empiece a caer, alguien vendrá por ti. No preguntes, no dudes, sólo sigue." La espera se había vuelto interminable, y cada ruido de las calles hacía que el corazón del Negro diera un brinco. El pueblo, en su aparente letargo, era un hervidero de silencios cómplices, y él, apenas un suspiro en medio de una tormenta que aún no se desataba.

 

Adolfo pasó la mano por la barba rala que había empezado a crecerle en las semanas de entrenamiento. Era la primera vez que estaba tan cerca del frente de batalla, de esa acción de la que tanto le habían hablado en las montañas. La idea de entrar a la ciudad lo había hecho sentir libre, parte de algo grande, pero ahora que estaba en el corazón mismo de la bestia, el miedo empezaba a arañarle los huesos.

 

Un golpe suave en la puerta lo sacó de su trance. Dejó la botella de agua en la mesa y abrió. Era un muchacho joven, casi un niño, que lo miraba con ojos de perro callejero. "¿Adolfo?" preguntó, casi en un susurro. Adolfo asintió, y el muchacho hizo un gesto con la cabeza, invitándolo a seguirlo.

 

Caminando por las calles estrechas, apenas intercambiaron palabras. El sol se iba apagando detrás de los cerros, y la ciudad adquiría una calma extraña, como si estuviera reteniendo el aliento antes de un gran estallido. Adolfo sentía que cada paso lo acercaba a un destino irrevocable. Sus pensamientos volaban entre recuerdos de su infancia y la imagen nebulosa de la acción que esa noche debía cumplir. Se había entrenado para esto, lo sabía, pero nunca había imaginado que la espera lo consumiría tanto.

 

Llegaron a una casa humilde, alejada del bullicio, donde un grupo de hombres lo esperaba. Todos lo miraron sin hablar, como si su llegada fuera algo previsto desde hace mucho, un paso más en la larga danza de los conspiradores. Uno de ellos, el más viejo, le tendió una pistola envuelta en un trapo. "Es hora", dijo simplemente, sin ceremonias, y la palabra resonó en la mente del Negro Castillo como un eco infinito.

 

Mientras las sombras cubrían la ciudad, supo que había cruzado el umbral. Ahora era uno de ellos, uno más en esa ciudad dormida que pronto despertaría al sonido de disparos y gritos. No había vuelta atrás. Y mientras ajustaba el arma en la cintura, comprendió que la espera había terminado, pero que, en el fondo, no estaba seguro si estaba preparado para lo que vendría después.

 

Adolfo Castillo avanzaba con el grupo, los pasos de sus compañeros eran rápidos y certeros. La adrenalina comenzaba a latir en sus sienes, esperando el eco de los disparos que pronto romperían el silencio de la noche. Sabía que estaban a escasos minutos del punto de ataque: un convoy militar que, según la información, debía pasar por la calle central justo a medianoche. Las órdenes eran claras: desamar, sabotear y desaparecer.

 

La respiración se le aceleraba mientras cruzaban un callejón angosto, ya podía escuchar el ronquido de los motores acercándose. Todo estaba dispuesto. Él se escondió tras un muro de adobe, sosteniendo la pistola con ambas manos. De repente, una figura menuda apareció a la mitad de la calle, justo en la línea de fuego. Un niño, descalzo, con una pelota desgastada en las manos, corría despreocupado hacia el convoy sin notar el peligro inminente. El grito de un hombre retumbó en sus oídos: "¡Detengan el operativo, hay un niño!"

 

Todo ocurrió en una fracción de segundo. Adolfo, con el corazón martillándole el pecho, soltó el arma y corrió sin pensar, sin dudar. Las miradas de sus compañeros lo siguieron, estupefactos, mientras se lanzaba hacia el niño. Las balas empezaron a silbar a su alrededor. Al llegar al pequeño, lo alzó en brazos y lo empujó hacia una esquina segura, cubriéndolo con su cuerpo mientras el convoy se detenía, los soldados bajaban con armas listas, y el caos estalló.

 

Sintió el primer impacto en el hombro como un golpe sordo, el segundo en el abdomen lo hizo tambalear. Cayó de rodillas, pero presionó al niño contra sí para protegerlo. Todo a su alrededor se desmoronaba en un torbellino de disparos y gritos. Adolfo respiraba con dificultad, cada bocanada de aire le costaba más, pero en medio de la confusión, pudo ver al niño escapar, sano y salvo, perdido entre las gentes que alcanzaron a amontonarse en los alrededores.

 

Una paz extraña lo invadió mientras sentía su cuerpo ceder. El calor de la sangre se extendía por su camisa, y el frío lo envolvía como una manta. Escuchaba los ecos de los pasos de sus compañeros alejándose, el rugido de los motores del convoy que se retiraba, y en sus últimos momentos, no pensó en la revolución, ni en la misión fallida, ni siquiera en sus propios sueños. Pensó en el niño, en sus ojos grandes y aterrados, y en cómo había reaccionado ante el infortunio.

 

Se recostó en la calle, mirando el cielo despejado de la ciudad, y en su mente apareció el rostro de su madre, sus manos cariñosas lavándole las heridas de la infancia, las mismas manos que ahora lo recibirían en otro lugar. El aliento último del Negro Castillo se escapó silencioso, en paz, como si todo lo que había hecho en su vida hubiera sido para salvar ese niño en ese preciso momento.

 

El niño que había salvado, sin saberlo, se convertiría en un símbolo, una chispa de esperanza en una ciudad rota por la guerra. Pero Adolfo Castillo no viviría para verlo. Su último acto, el de salvar una vida, quedaría grabado en la memoria de quienes lo conocieron como el hombre que, en el último momento, eligió la vida sobre la muerte.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos





EN LA ESPESURA DE LA MONTAÑA

En la Espesura de la Montaña

 

Eres el viento que se pierde

en el verde profundo de la montaña,

yo soy el eco de las hojas que caen,

la sombra que se extiende en la tierra húmeda.

 

Eres la espesura donde el tiempo se acurruca,

las raíces que susurran leyendas

de lluvias que se apagan y de silencios eternos.

Yo soy el sol que asoma apenas,

huésped tímido entre los troncos,

rozando la piel de los árboles,

mientras la niebla, con su manto secreto,

abraza los senderos en su lento paso.

 

Eres el laberinto de los troncos viejos,

donde las ramas entrelazadas

guardan la melodía de lo olvidado,

y cada palabra que nos decimos

es como el canto lejano de los pájaros.

 

En la hondura de la montaña,

los ríos llevan historias

que solo el alma sabe escuchar.

Aquí, en este rincón de brumas,

el agua que cae sin descanso

habla de nosotros, de lo que fuimos,

y cada piedra, testigo eterno,

guarda la desnudez intacta de nuestras almas.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

 

ECOS EN EL AGUA

Ecos en el agua

 

El río murmura 

secretos olvidados 

entre las piedras 

y el cauce invisible 

de nuestra historia. 

 

¿Quién recuerda 

el primer paso del hombre 

cuando las estrellas callaban 

y solo el viento hablaba 

de futuros inciertos? 

 

Los árboles, 

ancianos que guardan silencios, 

miran hacia adentro, 

donde las raíces se enredan 

en sueños no contados. 

 

La ciudad 

grita su propio eco 

contra el cielo, 

y el humo 

borra las preguntas 

que el tiempo no quiere contestar. 

 

Pero en la lluvia, 

en la fina línea 

que une cielo y tierra, 

vuelven las respuestas 

en un lenguaje antiguo, 

perdido 

entre nuestros pasos apresurados. 

 

Y nosotros, 

¿cuánta agua necesitamos 

para lavar la huella del olvido 

que sigue marcando 

el borde de nuestras sombras?

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos  

ÓLEO SOBRE LIENZO
Darwin Córdoba


 

 

RAÍCES

Raíces

 

Soy la rama que se extiende 

hacia el cielo del sur, 

la semilla que duerme 

en el corazón de la tierra. 

Mis manos, fértiles como el campo, 

acarician el viento, 

y mis pies saben de caminos 

que el tiempo aún no ha desnudado.

 

En cada amanecer 

me enraízo en el perfume 

de las hojas nuevas, 

y mis sueños, verdes de esperanza, 

se despliegan como alas  

de un pájaro olvidado.

 

La montaña me llama, 

susurrando mi nombre 

en el idioma del agua, 

y yo, hoja entre las hojas, 

me dejo llevar 

por el río de lo eterno.

 

En el eco de la tarde 

se confunden las sombras y los cantos, 

y el sol que cae lento 

me cubre el rostro 

con su luz ancestral, 

como si en mí quisiera vivir 

un último instante.

 

Soy tierra, 

soy cielo, 

soy todo lo que calla 

en el abrazo profundo 

del viento. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

FOGÓN ANCESTRAL
Darwin Córdoba


martes, 24 de septiembre de 2024

RESPUESTAS

Respuestas

 

Mi cielo de niño era un tapiz infinito, surcado por nubes que dibujaban formas imposibles, castillos, animales de viento que se disolvían antes de que pudiera tocarlos. Ese cielo lo guardo dentro, a veces lo busco en las noches de insomnio, en las tardes en camino solo, pero ya no es el mismo. Las estrellas, que antes me guiaban, ahora son solo puntos fríos, lejanos. ¿En qué momento el cielo se apagó? ¿O fue mi mirada la que dejó de soñarlo?

 

Mi suerte en la vida es un susurro que cambia de dirección, como el viento que jugueteaba en los árboles de mi infancia. A veces siento que la suerte me sonríe, como una moneda lanzada al aire, brillando por un segundo en su danza incierta. Otras veces se escapa entre los dedos, como arena que no puedo retener, y entonces me pregunto si la suerte es algo que realmente existe, o si somos nosotros los que le inventamos un nombre para sentirnos menos solos.

 

Mi juego preferido, el escondite. Correr y esconderme entre los rincones del mundo, sintiendo que el corazón latía más rápido que mis pasos, como si la vida fuera una persecución eterna donde el secreto es nunca dejarse encontrar, luego me volví guerrillero, después me seguí escondiendo, hasta que me encontraste. Y ahora, que ya no corro, siento que sigo escondido, no de los otros, sino de mí mismo, perdido en los laberintos de los días que se repiten. ¿Y si nunca dejo de jugar? ¿Y si este es el verdadero juego, el que no tiene final?

 

Mi risa era una tormenta desatada en mi pecho, estallando con la fuerza de los ríos en invierno. Era la música que llenaba los vacíos, el puente que cruzaba todas las penas. Pero ahora, la risa se ha vuelto una sombra de lo que fue, una suave brisa que apenas despeina las hojas. Me río, sí, pero es una risa que sabe de ausencias, de lo que fuimos y ya no somos. Y aun así, en esa risa rota, encuentro algo de esperanza, sobre todo cuando reímos juntos, cuando nos burlamos de todo, como si cada carcajada fuera una promesa de que la vida sigue, aunque el cielo cambie, aunque el juego termine, aunque la suerte sea un espejismo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

LOS TAITAS GUARDIANES

Los Taitas Guardianes

 

Ante mí, 

El Chiles y El Cumbal se alzan, 

sombras de piedra, dormidas en lo hondo del cielo, 

sus respiraciones largas 

se funden con los vientos que aún cantan de antaño. 

En su quietud vibra el eco 

de secretos bien guardados, 

un murmullo que solo el corazón de los montes comprende.

 

Detrás, 

el Azufral, en su vigilia silenciosa, 

guardia de nieblas y sombras, 

hila su historia 

en las piedras ardientes, 

en la tierra que no olvida 

el paso de los tiempos, 

en su entraña verde, profunda.

 

Sigo mi senda, 

y bajo mis pies 

el Galeras, susurra. 

Un volcán eterno 

que acoge las cenizas del tiempo, 

quieto, vigilante, 

pero en su interior, la vida bulle 

como un corazón que late en el pecho de la tierra.

 

En esta danza muda 

de colosos antiguos, 

me descubro, 

una partícula de polvo de estrellas flotando, 

una voz que resuena entre montañas, 

que busca su ruta 

entre el origen y la llama, 

entre el olvido y lo eterno.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

 


AMANECER EN TU PIEL

Amanecer en tu piel

 

Amanece y te contemplo, 

mi mirada te envuelve 

antes que la luz del día 

toque tu piel. 

 

Le gano al rayo del sol 

en tus mejillas, 

y en ese instante, 

el mundo se vuelve suave, 

tu respiración tranquila 

marca el ritmo 

de una paz que me sostiene. 

 

Tus labios carnosos 

desayunan de mis besos, 

y en la quietud 

de la mañana, 

todo parece detenerse, 

como si el universo 

fuera un susurro 

entre nosotros, 

un secreto compartido 

entre el alba y el amor.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

EL SILENCIO DE LOS DESAPARECIDOS

El Silencio de los Desaparecidos: Una Crónica de las Ausencias en Colombia

 

Desde el primer rugido de los cañones, desde el primer grito ahogado en la selva, las montañas de Colombia han sido testigos de una guerra interminable, un conflicto que ha desterrado el sol del día a día y ha sembrado sombras en cada rincón de su tierra. En el corazón de este laberinto de violencia, se esconde un dolor indescriptible, un eco incesante que resuena con la ausencia de más de 111.640 personas reportadas como desaparecidas, solo en una de las varias guerras que nuestro país ha librado desde que fue proclamada “independiente”, esta cifra solo comprende le periodo entre 1970 y 2016.

 

Cada nombre desaparecido es una historia que se desvanece, un sueño roto, un amor que quedó en pausa. La guerra, con su manto de muerte y desesperanza, ha arrastrado a estos seres humanos hacia el abismo del olvido. Su ausencia no es simplemente un vacío en la estadística; es una herida abierta en el alma del país, una cicatriz que no deja de sangrar.

 

En las entrañas de Colombia, la desaparición se ha convertido en un método brutal de control y terror. Los hombres y mujeres que un día estaban llenos de vida, con sueños y esperanzas, fueron arrastrados a la oscuridad por las fuerzas del conflicto. Sus familias, en su búsqueda desesperada, han convertido cada rincón del país en un campo de batalla emocional, donde la incertidumbre y la tristeza son los únicos enemigos a enfrentar.

 

El país se ha transformado en un escenario de desolación, un teatro en el que la ausencia de los desaparecidos es el papel principal. En cada rincón, desde los campos de caña de azúcar hasta los barrios más humildes de las ciudades, los nombres de los ausentes se repiten como un mantra doloroso. Las madres lloran sin consuelo, los padres buscan respuestas en la tierra quemada, y los hijos crecen con la sombra de la ausencia como compañía constante.

 

Pero la historia de los desaparecidos no es solo una historia de pérdida; es también una historia de resistencia. En la penumbra del olvido, los familiares y amigos han levantado voces que desafían el silencio impuesto por los armados de cualquier bando. En medio del caos y desafiando el miedo, han surgido movimientos valientes que buscan justicia, que exigen respuestas, que insisten en que las voces de los desaparecidos no sean silenciadas por la guerra.

 

Las organizaciones de derechos humanos, los grupos de apoyo y las asociaciones de familiares de desaparecidos han hecho de su misión una cruzada por la verdad y la justicia. Ellos son los guardianes de la memoria, los que sostienen la llama de la esperanza en la noche más oscura. En cada marcha, en cada protesta, en cada demanda, se encuentra una resistencia a la deshumanización impuesta por el conflicto.

 

Colombia debe enfrentar su dolor con valentía y con una renovada promesa de justicia. Los desaparecidos merecen una memoria que dignifique su existencia, una justicia que honre su sufrimiento. Solo entonces, cuando las respuestas sean encontradas y la verdad sea develada, podrá el país comenzar a sanar.

 

En este doloroso capítulo de la historia, el verdadero desafío no es solo encontrar a los desaparecidos, sino también reconstruir una Nación rota por la guerra. Es un llamado a la humanidad, a la reconciliación y a la paz. Mientras las sombras del conflicto sigan acechando, el deber de cada colombiano es recordar, resistir y nunca olvidar. En la memoria de los desaparecidos, en la lucha por la justicia y en el grito de aquellos que exigen respuestas, reside la esperanza de un mañana donde el silencio de las ausencias se convierta en un canto de libertad y justicia.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



LA LLANADA

La Llanada

 

El viento no apura su paso. Se desliza como un susurro paciente, acariciando las ramas que lo esperan desde siempre. No corre, no escapa, camina despacio, como quien lleva en sus bolsillos historias que no tiene prisa por contar. Es el viento viejo, el que ha escuchado los secretos del amanecer, esos que nacen antes de que la primera luz rompa la oscuridad.

 

El sol, que aún no se atreve a alzar su voz, estira sus brazos tímidos sobre la montaña. Se cuela entre los árboles, dibujando en la piel de la tierra sombras que nunca son las mismas, como si quisiera reinventar el mundo cada mañana. Todo lo que toca se despierta lentamente, el murmullo de la vida apenas empieza, y las flores, ebrias de rocío, levantan sus cabezas para beber la luz naciente.

 

Las montañas, como gigantes centinelas, no dicen nada. Desde su altura, observan, guardianas silenciosas de los pasos del tiempo. Ellas lo han visto todo: el dolor y la fiesta, las lágrimas y las carcajadas de la vida. Y en su silencio se esconde un eco antiguo, un latido que pertenece al viento, un canto que nadie más escucha, pero que todos sienten en lo más hondo del alma.

 

Y cuando todo parece haber renacido, hasta lo que nunca se ha perdido, llega la tarde, con su promesa de calma. Las aves se apagan en el horizonte, el viento se recuesta en el regazo de las montañas, y el día se disuelve lentamente en el abrazo de la noche. Todo, en La Llanada, respira la necesidad de paz, de un mundo que ha aprendido a renacer, sin prisa, una y otra vez, sin perderé la esperanza.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



lunes, 23 de septiembre de 2024

EL PATIO DEL LICEO

El Patio del Liceo

Para Elkin René en donde esté, en nuestros recuerdos, en la memoria viva…

 

En la quietud del patio del Liceo, las horas transitan bajo los pasos de los estudiantes, en su sonido de madera vieja y baldosa curtidas por el tiempo. El sol, tímido aún, se filtra entre las vidrieras de la marquesina. Cada mañana, el viento parece susurrar viejas historias a las paredes gastadas, testigos de tantas generaciones que han pasado por sus corredores.

 

Un zumbido de risas y murmullos se eleva, como si el tiempo en este lugar se resistiera a cambiar. Las mochilas caen pesadas al suelo y los cuadernos abren sus alas de papel, ansiosos por volar entre palabras que pronto se escribirán. El profesor, con su andar pausado, cruza el umbral de las aulas, donde la luz del día es tenue, casi soñolienta, y los pupitres arrastran ecos de días que ya no están.

 

En el centro del patio, una vieja estatua se mantiene en pie, la campana ya no suena con los años, pero sigue cantando su monótono arrullo. Los estudiantes pasan junto a ella sin detenerse, pero ella, incansable, sigue su murmullo eterno, como si entendiera que el tiempo, aquí, solo pasa cuando lo olvidamos.

 

El viento acaricia los rostros, despeina cabellos y juega con las sombras que se extienden largas sobre las baldosas desgastadas. Hay algo en este rincón que recuerda a la infancia: la certeza de que todo es posible y que la vida, apenas asoma por entre los cerrojos del porvenir.

 

Y al final del día, cuando los últimos ecos se apagan, el patio queda en silencio. Los postes de madera vigilan una vez más, firmes en su lugar, como guardianes de un secreto que solo revelan a quienes saben escuchar. Aquí, entre el ruido de las clases, el aire cargado de promesas, y las horas que se diluyen como un suspiro, se encuentra el recuerdo de algo eterno, escondido en la piel de este antiguo Liceo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



LENGUAJES

Lenguajes

 

Tus ojos me hablan de lo que callas,  

de los secretos que yacen 

como la bruma sobre la montaña, 

como quien cuida la llama temblorosa 

en la hondura de la tormenta.

 

Lo que me dicen tus ojos 

es una verdad de campo y de niebla, 

una desnudez que fluye en el viento, 

se oculta entre las hojas, 

y solo al caer la noche 

deja su rastro en la luz perdida.

 

Lo que me cuentan tus manos 

es un lenguaje de raíces antiguas, 

hecho de tactos que rozan la tierra, 

de promesas susurradas al viento, 

de abrazos que hunden su sombra 

en el canto de los ríos profundos.

 

Lo que me cuentan tus manos 

no son palabras, 

sino el eco de un bosque lejano, 

ese que se desliza entre tus dedos 

como el agua clara, 

como un río que en su silencio 

nunca deja de fluir.

Amo tus ojos, no más que tus manos, 

porque son el preludio divino de tus besos, 

la razón de ser de este trasegar 

detrás de tus caricias; 

son los que marcan el camino 

de una noche serena, 

noche hermosa de piel y desvelos.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos