El último día del Negro Castillo
Desde la ventana del cuartucho
alquilado, Adolfo el “Negro Castillo”, observaba la plaza vacía como un cazador
que aguarda al animal invisible en la espesura. El calor sofocante de la tarde
se mezclaba con la incertidumbre que desde su llegada a la ciudad no lo había
abandonado. Eran ya más de cinco horas desde que había llegado en un autobús
polvoriento, llevando apenas una pequeña mochila con lo justo para sobrevivir
el día. Su misión era clara, pero los detalles eran ambiguos como una
conversación a media voz.
El reloj de la iglesia daba las
cinco cuando recordó las palabras del hombre que lo reclutó. "Cuando el
sol empiece a caer, alguien vendrá por ti. No preguntes, no dudes, sólo
sigue." La espera se había vuelto interminable, y cada ruido de las calles
hacía que el corazón del Negro diera un brinco. El pueblo, en su aparente
letargo, era un hervidero de silencios cómplices, y él, apenas un suspiro en
medio de una tormenta que aún no se desataba.
Adolfo pasó la mano por la barba
rala que había empezado a crecerle en las semanas de entrenamiento. Era la
primera vez que estaba tan cerca del frente de batalla, de esa acción de la que
tanto le habían hablado en las montañas. La idea de entrar a la ciudad lo había
hecho sentir libre, parte de algo grande, pero ahora que estaba en el corazón
mismo de la bestia, el miedo empezaba a arañarle los huesos.
Un golpe suave en la puerta lo sacó de su trance. Dejó la
botella de agua en la mesa y abrió. Era un muchacho joven, casi un niño, que lo
miraba con ojos de perro callejero. "¿Adolfo?" preguntó, casi en un
susurro. Adolfo asintió, y el muchacho hizo un gesto con la cabeza, invitándolo
a seguirlo.
Caminando por las calles
estrechas, apenas intercambiaron palabras. El sol se iba apagando detrás de los
cerros, y la ciudad adquiría una calma extraña, como si estuviera reteniendo el
aliento antes de un gran estallido. Adolfo sentía que cada paso lo acercaba a
un destino irrevocable. Sus pensamientos volaban entre recuerdos de su infancia
y la imagen nebulosa de la acción que esa noche debía cumplir. Se había
entrenado para esto, lo sabía, pero nunca había imaginado que la espera lo
consumiría tanto.
Llegaron a una casa humilde,
alejada del bullicio, donde un grupo de hombres lo esperaba. Todos lo miraron
sin hablar, como si su llegada fuera algo previsto desde hace mucho, un paso
más en la larga danza de los conspiradores. Uno de ellos, el más viejo, le
tendió una pistola envuelta en un trapo. "Es hora", dijo simplemente,
sin ceremonias, y la palabra resonó en la mente del Negro Castillo como un eco
infinito.
Mientras las sombras cubrían la
ciudad, supo que había cruzado el umbral. Ahora era uno de ellos, uno más en
esa ciudad dormida que pronto despertaría al sonido de disparos y gritos. No
había vuelta atrás. Y mientras ajustaba el arma en la cintura, comprendió que
la espera había terminado, pero que, en el fondo, no estaba seguro si estaba
preparado para lo que vendría después.
Adolfo Castillo avanzaba con el
grupo, los pasos de sus compañeros eran rápidos y certeros. La adrenalina comenzaba
a latir en sus sienes, esperando el eco de los disparos que pronto romperían el
silencio de la noche. Sabía que estaban a escasos minutos del punto de ataque:
un convoy militar que, según la información, debía pasar por la calle central
justo a medianoche. Las órdenes eran claras: desamar, sabotear y desaparecer.
La respiración se le aceleraba
mientras cruzaban un callejón angosto, ya podía escuchar el ronquido de los
motores acercándose. Todo estaba dispuesto. Él se escondió tras un muro de
adobe, sosteniendo la pistola con ambas manos. De repente, una figura menuda
apareció a la mitad de la calle, justo en la línea de fuego. Un niño, descalzo,
con una pelota desgastada en las manos, corría despreocupado hacia el convoy
sin notar el peligro inminente. El grito de un hombre retumbó en sus oídos:
"¡Detengan el operativo, hay un niño!"
Todo ocurrió en una fracción de
segundo. Adolfo, con el corazón martillándole el pecho, soltó el arma y corrió
sin pensar, sin dudar. Las miradas de sus compañeros lo siguieron,
estupefactos, mientras se lanzaba hacia el niño. Las balas empezaron a silbar a
su alrededor. Al llegar al pequeño, lo alzó en brazos y lo empujó hacia una
esquina segura, cubriéndolo con su cuerpo mientras el convoy se detenía, los
soldados bajaban con armas listas, y el caos estalló.
Sintió el primer impacto en el
hombro como un golpe sordo, el segundo en el abdomen lo hizo tambalear. Cayó de
rodillas, pero presionó al niño contra sí para protegerlo. Todo a su alrededor
se desmoronaba en un torbellino de disparos y gritos. Adolfo respiraba con
dificultad, cada bocanada de aire le costaba más, pero en medio de la
confusión, pudo ver al niño escapar, sano y salvo, perdido entre las gentes que
alcanzaron a amontonarse en los alrededores.
Una paz extraña lo invadió
mientras sentía su cuerpo ceder. El calor de la sangre se extendía por su
camisa, y el frío lo envolvía como una manta. Escuchaba los ecos de los pasos
de sus compañeros alejándose, el rugido de los motores del convoy que se
retiraba, y en sus últimos momentos, no pensó en la revolución, ni en la misión
fallida, ni siquiera en sus propios sueños. Pensó en el niño, en sus ojos
grandes y aterrados, y en cómo había reaccionado ante el infortunio.
Se recostó en la calle, mirando
el cielo despejado de la ciudad, y en su mente apareció el rostro de su madre,
sus manos cariñosas lavándole las heridas de la infancia, las mismas manos que
ahora lo recibirían en otro lugar. El aliento último del Negro Castillo se
escapó silencioso, en paz, como si todo lo que había hecho en su vida hubiera
sido para salvar ese niño en ese preciso momento.
El niño que había salvado, sin
saberlo, se convertiría en un símbolo, una chispa de esperanza en una ciudad
rota por la guerra. Pero Adolfo Castillo no viviría para verlo. Su último acto,
el de salvar una vida, quedaría grabado en la memoria de quienes lo conocieron
como el hombre que, en el último momento, eligió la vida sobre la muerte.
Jorge Alberto Narváez Ceballos