La paz tiene memoria
La paz no llega como el trueno,
se alza en la bruma de las montañas,
como la neblina que cubre las colinas
y enmudece las voces viejas del dolor.
En la luz del ocaso, en la tierra callada,
se tejen susurros de antiguos pasos
que alguna vez cruzaron los caminos
bajo cielos pesados de lluvia.
La paz es una herida que canta,
un río oscuro que fluye lento,
arrastra las hojas secas de la historia,
y en su cauce, la sangre se convierte
en agua clara, en memoria que sueña.
Sus nombres, sembrados en la tierra,
crecen como árboles nuevos
en los rincones donde el viento recuerda
la guerra y el olvido.
Hay en la paz un murmullo profundo,
una voz que viene de las montañas lejanas,
de los bosques donde se encienden los cielos,
de los rostros que miraron el fuego
y la larga sombra del tiempo.
En ese silencio habita la paz,
en el eco de los días enterrados,
donde las estrellas danzan
como recuerdos perdidos.
Es en la memoria donde la paz florece,
como una flor silvestre en el crepúsculo,
en las grietas de las piedras antiguas,
allí donde el futuro se dibuja despacio,
con manos que llevan el peso del ayer.
Cada paso que damos hacia la mañana,
lleva en su canto
el perdón que nace del corazón oscuro,
y el sol que alumbra las cicatrices del alma.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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