Un día cualquiera, no recuerdo bien si era
miércoles o jueves, tocaron la puerta de mi casa. Era una de esas tardes frías
de Pasto, con el café enfriándose en la mesa y las campanas de la iglesia de
San Felipe dando las tres de la tarde con un retraso de 12 minutos, como
siempre.
La Martica, esa mujer que había sido la sombra
de mi infancia y ahora era la sombra de mi adultez, fue quien abrió.
—Joven Andrés, hay un señor que pregunta por
usted. Dice que es urgente.
—Dígale que no estoy.
—Ya le dije, pero dice que lo vio entrar el
carro al garaje, y pues me dio vergüenza, pero si quiere le digo que no lo
puede atender.
Suspiré. Me puse los zapatos de mala gana y
bajé las gradas. Desde el descanso de la escalera lo vi: un hombre pequeño, con
cara de espanto, una cachucha de esas que regalan las ferreterías, y en sus
manos una caja de cartón a medio envolver, con papel de regalo pegado de manera
torpe solo en la parte de arriba. Todo en él gritaba problemas.
—Buenos días, doctor —me dijo, levantándose del
sillón como si mi sola presencia le devolviera algo de dignidad.
—Buenos días —respondí, tratando de sonar
sereno—. ¿En qué puedo ayudarlo?
No respondió de inmediato. Colocó la caja sobre
la mesa de centro y se quitó la cachucha, revelando un cabello pegajoso por el
sudor.
—Doctor, me envía Alfredo, nuestro amigo en
común. El me dio una lista de tres personas encabezada por usted. Necesito que
me ayude con esto.
Señaló la caja. Yo no dije nada, esperando que
el silencio le arrancara una explicación. Pero él seguía inmóvil, como si las
palabras se le hubieran atorado en la garganta.
—Abra la caja —le dije.
—No, doctor, mejor ábrala usted.
Martica, que había estado espiando desde la
cocina, entró con una bandeja y dos tintos. El hombre tomó el suyo y lo bebió
de un trago, como si fuera un aguardiente en plena Plaza en carnaval. Yo me
acerqué a la caja, dudando por un instante, y después la abrí.
Dentro, envueltos en una tela vieja, estaban
los restos de un cráneo humano. En un costado, casi como una firma, había un
orificio limpio, un balazo. Retrocedí instintivamente.
—¿Qué es esto? —pregunté.
El hombre se frotó las manos, nervioso, y
volvió a ponerse la cachucha.
—Son los restos de Agustín Agualongo, doctor. Somos
el comando del M-19 que sustrajo los restos para reivindicar la figura
histórica del héroe pastuso.
Lo miré sin entender, o más bien sin querer
entender. La iglesia de San Juan Bautista había guardado esos restos durante un
buen tiempo, casi dos siglos después de su regreso a Pasto, traídas del exilio
casi perpetuo en Popayán donde fue fusilado. Eran un héroe local, incomprendido
para unos un traidor para otros, pero totalmente un recuerdo de los días en que
Pasto era el centro de una resistencia desesperada contra el avance de Bolívar.
—¿Y qué se supone que haga yo con esto?
—Alfredo me dijo que usted sabría qué hacer.
Que era el único abogado en la ciudad que podría darle justicia al general.
Me dejó la caja y se fue sin más explicaciones.
Martica y yo nos quedamos en silencio, mirando los restos del hombre que había
sido un símbolo de resistencia y que ahora yacía en mi sala, dentro de una caja
de cartón.
Esa noche, con un whisky en la mano y las luces
de la ciudad parpadeando a lo lejos, pensé en lo que significaba justicia para
alguien como Agualongo. El M-19 me había escogido no porque fuera un hombre de
leyes, sino porque yo era el único abogado conservador con la suficiente moral y
el conocimiento histórico para recibir algo así sin llamar a la policía.
No podía devolver los restos a la iglesia; eso
sería traicionar el propósito del comando. Tampoco podía quedármelos. Así que,
al día siguiente, cuando nadie me vio, llevé la caja a la finca de la familia y
la enterré en una tumba sin nombre, junto a la gruta de la virgen que el mayordomo
había construido hace un par de años. No era justicia, pero era algo.
Una tarde parecida a la del día en que me los entregaron,
llegó otro personaje con una nota de Antonio Navarro, amigo mío de la
Universidad, donde me pedían que devolvería el encargo, yo accedí de inmediato,
no sin antes contarles que desde el día en que recibí al general, las cosas en
la finca habían florecido como si una mano divina las hubiera guiado. Para mí
fue una triste despedida en una urna más adecuada de la que lo recibí y con una
misa de agradecimiento antes de su partida.
El 9 de marzo de 1990, Antonio Navarro junto a
sus lugartenientes locales, devolvió los restos del insigne pastuso a la
iglesia de San Juan Bautista, y entonces me contó que en los días que
estuvieron en Santo Domingo Cauca, los restos de Agualongo asustaron a sus anfitriones
hasta el último minuto.
Jorge Alberto Narváez Ceballos