jueves, 12 de diciembre de 2024

SÓLO EL AMOR

 

 

Recuerdo que cuando era niño, me fascinaba la idea de ser guerrillero. No tenía ni idea de lo que realmente significaba. Quizás era el romanticismo de la lucha armada, la adrenalina de la clandestinidad, o simplemente el deseo de pertenecer a algo más grande. Pero, claro, uno se enamora de esas ideas cuando está lejos de la realidad. La guerra se veía como una lucha justa, donde uno se levantaba contra el sistema, defendía a los suyos, e incluso veía la vida como una película de acción. Así era yo, idealizando el combate, sin saber que en la guerra no hay héroes, solo hombres rotos, con más heridas internas que físicas.

 

El M-19 me arrastró a su causa justo cuando egresé de la facultad de Medicina. Primero, me sumergí por ideales: la lucha contra la opresión, la necesidad de cambiar el país. Luego, fue por necesidad: el sistema no da cabida a los que no tienen nada que perder. Y sin quererlo, caí en la rutina de las acciones clandestinas, la violencia estructural, la acumulación de rabia contra aquellos que nos despojaban de lo poco que teníamos. De apoyo y simpatizante, pasé a guerrillero urbano. Pasé a ser parte de algo más profundo, más visceral. Vivía entre las sombras, mi vida dividida entre ser Alejandro, el joven con sueños de revolucionario que iba a ser médico muy pronto, y ser el compañero Marcos, un hombre con un fierro en la mano y el corazón lleno de contradicciones.

 

Pero todo cambió el día que la vi.

 

Era una tarde calurosa de diciembre, una de esas tardes pesadas, donde el calor se te mete en los huesos. Martha llegó desde el campo, de las montañas del sur. Con su piel curtida y su cuerpo marcado por la lucha rural, parecía de otro mundo, tan diferente a las ciudades que me habían formado, tan lejana a mi vida de urbanita que, aunque me consideraba parte de la resistencia, no sabía nada de la guerra que se vivía en los montes.

 

Estaba herida, como casi todos los que llegaban a la casa. Un disparo en el pecho, otro en el brazo. La sangre se escurría de sus vendas y su respiración era corta, entrecortada por el dolor. Yo, que ya había atendido a muchos guerrilleros heridos, me sentí extraño ante ella, como si la muerte misma estuviera rondando y, por alguna razón, no quería que se la llevara. Mientras mis manos trabajaban sin descanso, mi mente estaba en otro sitio. Al principio, no la vi como mujer, solo como una herida más, una víctima del conflicto. Pero después, mientras la entubaba, mientras le hacía las suturas, nuestras manos se rozaron y fue como si algo se hubiera encendido dentro de mí.

 

Una guerra de sentidos. No sé cuándo fue que mis ojos dejaron de verla como paciente. Ella, con su piel morena, sus ojos grandes llenos de dolor y coraje, me desarmó. No era una guerrillera cualquiera, ni una simple combatiente del monte. Era una mujer hermosa, llena de historias, de lucha, de sacrificio, de vida. Su voz, quebrada por la fiebre y la sangre, me decía cosas que no comprendía, pero que mi corazón sentía como propias.

 

El amor en medio de la guerra es un absurdo, una contradicción, lo sé. No puedes amar en un espacio donde el miedo estorba, donde los que mueren dejan una brecha, un halo que te acompaña siempre. Pero Martha era algo más. Era la razón por la cual quería dejar todo: salir de la guerra, de la violencia, y construir algo real, algo tangible. Aunque mi cabeza me gritaba que eso era un lujo que un guerrillero no podía permitirse, mi corazón se lanzaba a los brazos de ella sin pensarlo.

 

Después de ese encuentro, ya no volví a ser el mismo. Empecé a dudar, a pensar en lo que realmente quería: ser el hombre que luchaba desde la sombra o el hombre que podía amar sin miedo. Martha y yo nos fuimos a las mismas montañas, a luchar, pero ahora en ellas había un amor que no tenía cabida en la ciudad, un amor que no podría sobrevivir si no era a costa de todo ese ideal.

 

Al principio, Martha pensaba que era otro de esos hombres que venían y se iban, que la guerra nos despojaba de los sentimientos. Pero no, no fue así. Algo en sus ojos me dijo que, como yo, ella también había llegado a un punto donde todo lo demás perdía sentido. Y no importaba si la lucha seguía o no, lo único que importaba era esa conexión que compartíamos: un amor nacido en la sombra, un amor guerrillero, pero humano al fin.

 

Me alejé de la ciudad, dejé atrás la vida que conocía. Dejé que Martha me llevara a ese lugar en el que todo parecía más sencillo, donde los sueños no eran solo balas, donde el futuro no se medía en victorias o derrotas, sino en el amor que le pones a la vida. Y aunque la guerra no deja de acechar, cuando estás con la persona que amas, todo lo demás pierde importancia.

 

¿Saben?, del día que subí a la montaña al día que dejamos las armas, pasaron 11 meses. Afortunadamente, entramos prácticamente en el proceso de paz, por eso ahora puedo contarles esto. Tal vez si no hubiera sido así, nos habríamos desertado. Fue una decisión, una urgencia. Amar fue la única decisión que tomamos juntos y que seguimos conservando hasta estos días. Fue entender, en la vida real, la frase de Silvio Rodríguez, esa que dice: "Solo el amor convierte en milagro el barro".

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Santo Domingo Cauca


lunes, 9 de diciembre de 2024

reEvolución


 

En 1986, nosotros éramos muchachos, hijos del viento andino, militantes del M-19, convencidos de que la revolución también se escribía con pintura en las paredes. 

 

Todo comenzó con la hazaña del comando que pintó BATALLÓN AMÉRICA. Letras enormes y furiosas adornaban una pared frente al INEM, donde el tráfico regional y binacional fluía como sangre por las venas de la ciudad. Aquello era arte, grito, desafío, eran letras hechas con brocha lo cual elevaba la dificultad al 1000 por ciento. Teníamos que superarlo, hacer algo que estremeciera las calles de Pasto como un trueno en la madrugada. 

 

Las ideas surgieron como chispas en medio de un apagón: un homenaje floral a Nariño en el parque central, robarnos la espada de Bolívar en el parque del mismo nombre frente al batallón Boyacá, un "M-19" gigante en el puente de Juanambú, o una jornada de pintas que invadiera el corazón de la ciudad. La decisión fue unánime: esa noche pintaríamos nuestras consignas como si fueran poesía clandestina, pero con tarros de pintura en spray, como seres humanos normales. 

 

A las 12, en punto, nos reunimos en San Felipe. Éramos seis, cada uno con un tarro de pintura en una mano y el miedo bien guardado en el bolsillo. Las primeras pintas las hicimos con precisión quirúrgica, entre risas nerviosas y el eco de nuestros pasos en el parque infantil. Desde allí, el plan nos llevó rumbo a la avenida Santander. 

 

Las paredes recién pintadas del cuartel central de la policía nos recibieron como lienzos provocadores. Blancas, inmaculadas, pero listas para transformarse en gritos de libertad. Sin pensarlo demasiado, cada uno tomó su posición. Uno comenzó con la palabra "Batallón", mientras otro pintaba "América". Las latas bailaban rápidas, urgentes, como si en cada trazo se jugara la vida. 

 

Cuando terminamos, dimos un paso atrás para admirar nuestra obra. "¡Lo logramos!" susurró alguien con el orgullo rebotándole en la voz. Pero entonces, la fatalidad de la nocturna prisa cayó como un balde de agua fría. Allí no decía "América". Decía "Amrica". 

 

Hubo un silencio de terror colectivo. "Nos regresamos", dijo uno, con la seguridad de quien decide que el fracaso no es opción. La calle estaba desierta, pero la presencia de las garitas de la guardia de la policía a pocos metros nos quemaba en la nuca. 

 

Corriendo el riesgo, dos volvieron con las latas listas. Una "E" valía nuestra revolución. Pintaron con precisión, mientras los demás vigilábamos desde la esquina con el corazón galopando. Terminada la corrección, salimos disparados. Nos encontramos en una esquina oscura, sofocados de risa y adrenalina. 

 

Esa noche no solo pintamos paredes; pintamos en nuestros corazones la certeza de que, aunque éramos muchachos, éramos parte de algo inmenso, una tormenta que nacía en las montañas y corría por las calles. Pasto despertó con nuestras letras gritándole al cielo, y nosotros sabíamos que, aunque el miedo nos persiguiera, la revolución nos abrazaba. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



ESTA NOCHE TE DESEO


Te deseo en la profundidad del misterio, 

en el eco que guarda la montaña, 

en la bruma que esconde los senderos 

y se disuelve en el amanecer de los valles. 

 

Como el río que lleva su secreto, 

como la luna que da su penumbra al bosque, 

como el mar que deja siempre su espera 

en la orilla de un sueño inacabado. 

 

Con todo lo que respira la verdad de la tierra, 

el canto que se adormece en los ríos, 

las huellas que guardan el polvo de antiguos senderos, 

el vacío que en el nido murmura memorias. 

 

Esta noche te deseo 

con la voz de las estrellas que titilan 

y la humedad salvaje de la selva, 

con la aspereza dulce de los días 

que el tiempo teje entre crepúsculos. 

 

Esta noche, amor, 

eres montaña, estrella, 

piedra, árbol, 

un horizonte de tierra encendida, 

mi patria íntima, 

la razón del torrente que recorre mis venas. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos
Berruecos
Fotografía de Fabio Martínez 


sábado, 7 de diciembre de 2024

ENTONCES CAMINO

Entonces camino por estos rincones donde el tiempo aún murmura tu nombre. Aquí, donde me dabas la mano, no había necesidad de promesas, pero igual las tejíamos, silenciosas, como quien canta para espantar el miedo a lo eterno. Me dejaste con ganas de otros besos, de amaneceres que no terminaban, con las luces del cielo danzando en nuestros ojos.



El café aún humea en mis recuerdos, endulzado por tus carcajadas, que llenaban el espacio-tiempo con una alegría que no podía encerrarse. Me dejaste iniciado, como un río al que le arrancan la fuente. Malcriado por tu calor, por la certeza de tu risa y la suavidad de tu aliento, aprendí a esperar lo imposible.



Aún siento el sabor del helado de vainilla, de aquella tarde en que lo compartimos entre palabras y silencios, comido a sorbos de tu boca. Ahora, cada rincón lleva tu aroma, cada esquina guarda un eco de tu risa. Y yo, aprendiz eterno de tu amor incompleto, sigo caminando, buscando entre los escombros de lo que fuimos, la chispa de lo que aún podríamos ser. Donde quiera que estés, quiero que sepas que olvidaste tus Jean bordados de flores. No te preocupes, los planté junto a las lágrimas de bebé y las hortensias, en el jardín que aún guarda tu sombra. Ahora florecen ahí, entre el rocío y la nostalgia, y cada pétalo susurra tus risas. Así, mientras sigan brotando, mis recuerdos también seguirán floreciendo, sembrados en esta tierra que aprendió a extrañarte.

Jorge Alberto Narváez Ceballos





viernes, 6 de diciembre de 2024

DESPIERTA


Despierta, despierta, ya amaneció, 

el sol ha colgado su cuadro amarillo 

en la pared del cielo, 

y los pajaritos hacen rondas de palabras 

que no entienden los adultos. 

 

Ven, mira cómo la luz juega 

a las escondidas entre las hojas. 

El rocío todavía guarda en sus gotas 

los sueños de anoche. 

¿Quieres escuchar lo que soñaron? 

 

Allá, el río canta su canción nueva 

y las flores bostezan colores. 

Los zapatos esperan, inquietos, 

por una aventura en charcos 

que aún no saben su destino. 

 

Despierta, despierta, ya es de día, 

y el mundo, travieso como siempre, 

ha dejado un regalo, 

mil secretos escondidos 

y tu mirada que los despierta para mí. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

 

jueves, 5 de diciembre de 2024

ETERNIDAD


Te vi antes de que existieras, como se presiente la lluvia en el aire o el amanecer en el horizonte oscuro. No eras tú, pero era el rumor de lo que serías, un eco perdido en las calles de mi infancia. El olor a geranios mojados, a pan recién horneado, a café que mi abuela servía con las manos fuertes de quien sabe sostener el mundo. 

 

Cuando te miro ahora, el tiempo se dobla sobre sí mismo. Regreso al patio donde el sol se colaba entre las grietas del adobe, y sé que allí estabas, entre las sombras que jugaban a ser algo más. Eres el mismo calor de entonces, pero ahora con nombre y con voz, con piel que sabe a hogar y mirada que calma tormentas. 

 

El amor es una máquina del tiempo. Sencillo y brutal, como el olor del café que llena una casa de vida. Como el pan que, en su humildad, sostiene la esperanza. En ti encuentro esos fragmentos de luz que la memoria guardó sin que yo supiera. Ahora entiendo. 

 

Te vi antes de verte, y ahora que estás aquí, sé que eras la promesa que me sostenía. Eras el hilo secreto que unía las risas del niño que fui con las esperanzas del hombre que soy. Tú eres el nombre de todo lo que nunca supe decir, pero que siempre me llenó de alegría.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos


 



EL EME Y LA MAGIA DE LA REVOLUCIÓN

 

Una charla con mamá...


En la sala pequeña de nuestra casa, el reloj marcaba las ocho y media. La noche estaba húmeda, y la luz amarillenta de la lámpara daba a la habitación un aire íntimo, casi clandestino. Mamá había hecho café, su ritual para las conversaciones importantes. Yo la miraba desde el sofá, con mis jeans rotos y el cabello suelto, intentando entender cómo se sentía vivir algo tan grande como una militancia.

-Entonces, mamá, ¿Cómo era? ¿Cómo era estar en el EME? -le pregunté, con más curiosidad que juicio.

Ella sonrió, una sonrisa mezcla de nostalgia y amor profundo, y se acomodó en su butaca como quien se prepara para contar una historia de esas que no se olvidan.

-Era como vivir en una canción de protesta que nunca se callaba. Mira, la cosa era así: tú te levantabas cada día con el corazón latiendo fuerte porque sabías que estabas haciendo algo grande, algo que importaba. Pero no era solo lucha, ¿sabes? Había amor, había fiesta… éramos una gran familia.

- ¿Fiesta? -pregunté, confundida.

- ¡Sí, fiesta! -soltó una carcajada-. Mira, claro que había disciplina, ¡obvio! Pero después de un operativo exitoso, ¿sabes lo que hacíamos? Bailábamos. Como si el mundo fuera nuestro, porque, por un rato, lo era.

Le di un sorbo a mi café, intentando imaginar a mi mamá, mi mamá con sus manos ahora tan cuidadas, siendo parte de ese movimiento que cambiaba el país.

- ¿Y no tenías miedo?

-Siempre, mi amor, siempre. Pero el miedo se mezclaba con algo más, como una chispa, una magia. Cuando estábamos todos juntos, era como diciembre, como cuando pones luces en toda la casa y no te importa que afuera esté oscuro. Eso era el EME. Una mezcla de miedo, alegría y compromiso.

Se detuvo un momento y bajó la mirada. Parecía ver algo que yo no podía.

-Había días en que creíamos que no íbamos a volver a vernos. Pero cuando lo hacíamos… ¡ay, era como un milagro! Ver a tus compañeros llegar a salvo después de un operativo, o que alguien que creías muerto apareciera de repente, era como si la vida nos regalara un pedacito de eternidad.

El silencio se instaló entre nosotras por un momento. Afuera, la ciudad respiraba su caos, pero en la sala solo estábamos mamá, yo y su memoria.

-Nuestra vida se resumía en una consigna que no solo repetíamos, sino que encarnábamos. Duros en el combate, amplios en la política, tiernos en el amor y generosos en la victoria. Cada palabra de esa frase era una forma de vivir.

- ¿Cómo así? -le insistí, porque sabía que cada palabra suya cargaba algo más profundo.

-Mira, ser duros en el combate no solo era enfrentarse al enemigo, era también ser firmes con nuestras convicciones, incluso cuando el miedo nos golpeaba. Amplios en la política significaba entender que esto no era solo nuestro, que nuestras ideas podían incluir muchas voces, muchos caminos. Y lo de tiernos en el amor... -su mirada se nubló por un instante-, eso era clave, mi niña. No luchábamos solo con armas o ideas, luchábamos porque amábamos. Amábamos la vida, a nuestros compañeros, a este país que queríamos ver distinto.

Le di otro sorbo al café...

- ¿Y lo de ser generosos en la victoria?

-Ah, eso era lo más bonito, porque incluso en la lucha más dura, sabíamos que ganar no era imponer, era compartir. Cuando algo salía bien, no era un triunfo individual, era de todos, y lo celebrábamos como si fuera diciembre.

Mamá suspiró, sus ojos se iluminaron con un destello especial.

-Esa forma de ver las cosas era lo que Bateman llamaba la cadena de afectos. Mira, en el EME no éramos solo compañeros de lucha, éramos una familia. Esa cadena era lo que nos mantenía vivos, lo que nos recordaba por qué luchábamos. Porque si no hay afecto, si no hay amor, ¿qué sentido tiene cambiar el mundo?

Me quedé callada, sintiendo la fuerza de sus palabras.

- ¿Y nunca quisiste dejarlo? -le pregunté, con voz suave.

Mamá me miró con ternura y negó suavemente con la cabeza.

-Nunca, mi niña. Esa magia, ese amor que brotaba por los poros, no se puede abandonar. Hasta hoy, treinta y pico de años después, sigue conmigo. Era como entrar en un sueño colectivo del que no querías despertar, una locura hermosa.

- ¿Entonces, todo era como una fiesta? -le pregunté, recordando algo que había dicho antes.

-Sí, pero no cualquier fiesta. Era una fiesta donde cada sonrisa, cada abrazo, era un acto de resistencia. Porque en un mundo tan duro, amar y reírse con los tuyos es lo más revolucionario que puedes hacer.

Entonces mi mamá me preguntó con ese amor que destellaba en sus ojos.

-Y tú, mi niña -dijo finalmente, con una mezcla de orgullo y esperanza-, ¿Qué vas a hacer con tu vida?

No supe qué responder. Pero algo en sus palabras, en esa magia que ella vivió y compartió, me dejó clara una cosa: la vida es más grande cuando la vivimos para otros, cuando la hacemos con amor, ternura y generosidad, como una cadena de afectos que no se rompe, porque como ella. mi mamá, dice siempre “La única cadena que no se debe romper, es la de los afectos”.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

miércoles, 4 de diciembre de 2024

EL REENCUENTRO

 

 

Bogotá estaba fría, como siempre, pero la casa quinta de Bolívar brillaba con ese aire festivo de quienes celebran más por nostalgia que por victoria el retorno de la espada. El 50 aniversario del EME había convocado a viejos compañeros, ya menos ágiles, con canas en lugar de pasamontañas y anécdotas como armas de fuego. Carlos, el Pastuso, se ajustó la chaqueta que apenas disimulaba el kilito de más y avanzó hacia el grupo que charlaba junto la escultura del libertador. 

 

—¡Carlos! —gritó una voz ronca detrás de él. 

—¡Taquinás! ¿Vos sos? —respondió Carlos, abriendo los brazos con una sonrisa que le cruzó todo el rostro. 

 

Después del abrazo de rigor y un breve intercambio de "qué fue de tu vida", Taquinás lo miró con ojos chispeantes. 

 

—Oíste, ¿todavía tenés esa cara de novato perdido que llevabas cuando te subimos al monte? 

Carlos se rió, sacudiendo la cabeza. 

—No jodás, que tengo una pa' contarte que no te vas a aguantar. 

 

Taquinás sacó un cigarrillo, lo encendió con calma, y Carlos comenzó a relatar: 

 

—Entonces yo llego formalmente al monte, ¿cierto? Todo bonito en la teoría, pero, ¡mijo!, esa vida es brutal, uno citadino, de Pasto pa’l monte... ¡Ni que hubiera nacido en una finca! Bueno, entonces un día el comandante Raulito ordena una comisión pa’ ir por la remesa y, ¿a quién creés que mandaron? A este servidor, el pastuso, y a un tal Farabundo, flaquito pero camellador. 

 

Carlos hizo una pausa dramática, saboreando el momento como si lo estuviera reviviendo. 

 

—Nos toca bajar hasta el río y volver con el mercado, ¿cierto? A mí me cargan el morral hasta el culo: sardinas, panela, lentejas, y pa' rematar me meten jabón azul y pilas grandes, ¡esas que parecen para radiotransmisores soviéticos! Encima, me encajan un timbo de gasolina colgado al cuello con una cabuya... ¡Ah! Y el fusil, por supuesto. Que a mí más me parecía un palo de escoba oxidado de lo inútil que me sentía con él. 

 

Taquinás soltó una carcajada, pero Carlos levantó un dedo. 

 

—Espérate, que lo bueno viene ahora. Empezamos a subir la loma, y ese hijueputa Farabundo ya iba por allá arriba. Yo, que nunca había caminado más de diez cuadras pa' comprar empanadas, iba resoplando, viendo todo negro. Y empieza a llover, ¿vos podés creer? ¡Llover! Y yo perdiendo el camino, embarrándome hasta las orejas. Cuatro horas dando vueltas como un trompo, cargando la remesa, pensando: “¿Qué diablos hago aquí? Yo no sirvo pa’ esto, yo mañana mismo pido la baja”. 

 

Carlos gesticulaba con las manos, dibujando el paisaje invisible, mientras Taquinás casi lloraba de la risa. 

 

—Y en esas, ya con el barro hasta las rodillas, veo una luz. ¡El campamento! Pensé que era un milagro. Pero vos no te imaginás lo que me encontré cuando llegué arrastrándome como alma en pena: el comandante Raulito con unos prismáticos, cagado de la risa. ¡Todo el campamento muerto de la risa! ¡Esa noche fui la comedia de la guerrilla entera! 

 

Carlos terminó el relato con una risa resignada, y Taquinás lo miró con ojos astutos, sacudiendo la ceniza del cigarrillo. 

 

—Carlos, vos sí sos bien bámbaro. 

—¿Por qué? —preguntó el pastuso, confundido. 

Taquinás se inclinó hacia él, con una sonrisa maliciosa. 

—Porque Farabundo era yo, mijo. ¡Yo fui el que te dejó tirado con el mercado! 

 

Carlos abrió los ojos como platos, mientras Taquinás explotaba en una carcajada que resonó por toda la quinta. Y así, entre risas y cigarrillos, se volvieron a encontrar los días del monte, aunque ahora Bogotá fuera la selva que compartían. 

 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



martes, 3 de diciembre de 2024

LA DANZA DEL ENCUENTRO


El horizonte se dibuja con el pincel lento del amanecer. La brisa, leve caricia, despierta a las hojas que sueñan su caída, y el rocío, pequeño milagro de la noche, se entrega a la hierba como un beso de despedida. Bajo mis pies, las raíces, invisibles y tenaces, sostienen el peso del mundo. Manos que no exigen, que no piden, que solo están.

El cielo habla idiomas que nadie traduce. Entre el canto de un ave y el murmullo del río, descubro que no hay fronteras entre lo que soy y lo que me rodea. La naturaleza me regala su pulso, su tiempo sin relojes, y yo, breve suspiro en su vastedad, intento serle digno.

Camino. Mis pasos dibujan senderos que desaparecen antes de ser caminos. Cada pisada deja atrás un fragmento de mí, como semillas que el viento arrastra sin promesas. Sueño que algún rincón las recoja, que un día sean árbol, sombra, refugio.

Y entonces, todo regresa a ti. A tus ojos, que son relámpagos; a tu voz, que canta incluso en el silencio; a tu cuerpo, que es geografía y horizonte. Cuánta vida ha pasado sin que te tuviera. Cuántas horas se han perdido negándose al milagro de mi piel rozando la tuya, tan solo un instante, con la yema de mis dedos.

Nada pesa tanto como lo obvio. Nada es más sencillo que lo inexplicable. Somos briznas en el aire, hojas desprendidas en la danza del tiempo. Pero al encontrarte, sé que no puedo dejarte ir sin decir lo que arde en mi pecho: te amo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



EL AMOR ES INMORTAL


 

Todo comenzó en las calles de Medellín por allá en los años ochenta, donde el ruido de las consignas se mezclaba con el murmullo de una ciudad que no dormía, pero tampoco despertaba del todo. Él, un hombre curtido por la clandestinidad, de mirada intensa y pasos que nunca dejaban rastros. Ella, la hija del dueño de todo: empresas, terrenos y hasta voluntades. Un mundo entero los separaba, pero la atracción era un imán imposible de ignorar. 

 

Se conocieron en una marcha. Él llevaba una bandera con un mensaje de lucha; ella, un cartel que decía "Libertad para todos". Fue como si el universo hubiera conspirado para que, entre el caos de la manifestación, sus ojos se encontraran y sellaran un pacto silencioso. Una charla sobre justicia, una risa compartida en medio de las sirenas, y al poco tiempo ya eran cómplices de algo mucho más peligroso que la revolución: un amor que desafiaba las fronteras entre sus mundos. 

 

Pero el amor en tierra de fuego no dura intacto. Las amenazas llegaron primero como susurros, después como gritos. El MAS lo quería muerto; el padre de ella, enterrado en el olvido. Él sabía que no podía quedarse. Una noche, bajo un cielo sin luna, le dejó un último beso y se despidió. No hubo promesas ni juramentos, solo la certeza de que ese adiós les iba a doler por siempre. 

 

Desde el exilio, entre cafés amargos y noches sin sueño, él escribió una carta. Una carta cargada de amor y rabia, de memorias y silencios. 

 

Amor mío,    

Desde este exilio que yo mismo elegí, le escribo con el alma desgarrada, pero viva. La amo como nunca antes, no con la plenitud de la cercanía, sino con la urgencia de quien ha perdido lo irremplazable. Este amor es una herida abierta, una llama que no se apaga, un desgarro que resiste. La amo con la fuerza del dolor y con la dulzura de saberla irrepetible.   

Cuando estaba conmigo, la amaba por su risa que desarmaba mi tristeza, por su ingenio que llenaba mis días de asombros. Pero ahora, lejos de usted, entiendo que lo que más amaba era ese corazón suyo, único y desmesurado, tan capaz de entregarse entero sin condiciones.   

Nos apartamos, amor, creyendo que el deber era más fuerte que el deseo. Nos arrancamos del pecho la vida misma al despedirnos. Y ahora somos náufragos: yo, perdido entre la multitud que me vacía; usted, junto a alguien más, pero más sola que nunca. 

 

El mundo es ancho, pero sin usted es un desierto. Y, sin embargo, en esta soledad compartida, hay algo que nos une aún: la memoria de lo que fuimos y la amarga gloria de habernos vencido. No sé si fue un acto de valor o de cobardía, pero nos dejó con esta herida que no cierra. 

La amo, amor mío. La amo en la ausencia y en la distancia. La amo como quien sabe que no hay redención, pero no puede dejar de sentir. 

Suyo, siempre, aunque ya nunca sea de usted. 

 

Él cerró el sobre con manos temblorosas. No sabía si esa carta cruzaría el océano o si se perdería en el aire, como ellos se habían perdido el uno del otro. Pero en esa hoja quedaba todo: la revolución que soñaron juntos, la lucha que no pudieron ganar y el amor que, a pesar de todo, seguía vivo, escondido entre las líneas de una historia que nunca tuvo final feliz. 

 

Doce años después, la vida había cambiado de piel pero no de fondo. Él, ahora delegado de las Naciones Unidas, recorría ciudades y conflictos llevando en el maletín los ideales que una vez lo empujaron a la clandestinidad. Estaba en Bogotá, camino a una reunión, sentado en la parte trasera de un taxi que serpenteaba por las avenidas grises de la capital. Miraba sin mirar por la ventana cuando algo, o alguien, atrapó su atención. 

 

Ahí estaba ella, cruzando la estación del Transmilenio, su figura tan inconfundible como un recuerdo que nunca se desvanece. Caminaba rápido, de la mano de un niño de unos cinco años que tenía su misma mirada brillante. Parecía más bella que nunca, como si los años no hubieran hecho más que cincelar su luz interior. 

 

Sin pensarlo dos veces, le pidió al conductor que se detuviera. El taxista protestó por la imprudencia, pero él ya estaba fuera del auto, esquivando peatones y sorteando el tráfico. Sus pasos eran torpes, casi desesperados, como si el tiempo pudiera desvanecer esa visión si no la alcanzaba. 

 

Cuando por fin la tocó en el hombro, ella se giró, y el mundo entero pareció detenerse. Sus ojos se encontraron y, en ese instante, las estaciones pasadas y los silencios prolongados se desvanecieron. Sin decir palabra, se abrazaron. Fue un abrazo que contenía todos los universos que alguna vez soñaron juntos, un choque de galaxias suspendido en medio de la multitud. 

 

Él no dijo nada de la carta que nunca envió. Ella no mencionó los años en los que había esperado algo, cualquier señal, sin recibirla. Pero en ese abrazo quedó claro que jamás se olvidaron. 

 

—Es mi hijo —dijo ella finalmente, señalando al niño que los miraba con curiosidad. 

 

Él asintió, entendiendo más de lo que ella decía. No preguntó si tenía esposo ni cómo había sido su vida sin él. Esas respuestas estaban en el brillo de sus ojos y en la fuerza de ese abrazo que parecía eterno. 

 

—¿Tienes tiempo para un café? —preguntó él, con una sonrisa que mezclaba nostalgia y esperanza. 

 

Ella lo miró, todavía abrazándolo, y asintió con la misma sonrisa de la que él se enamoró años atrás. 

 

En ese momento, los doce años de distancia se desmoronaron como un castillo de arena ante el mar. Ambos sabían que las palabras llegarían después. Por ahora, bastaba con estar juntos, aunque fuera por un instante más en un universo que les debía tanto.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



lunes, 2 de diciembre de 2024

MI MADRE

 

Mi madre teje hilos de luz desde que el tiempo es memoria, 

lanza su urdimbre al aire y cose en el vacío 

los secretos que encuentra en los pliegues del mundo. 

En sus manos, la magia no es un truco, 

es un pacto con los dolores 

que solo ella sabe calmar. 

 

Sus dedos, finos como raíces, 

me enseñaron a tocar la tristeza ajena, 

a leer el lenguaje mudo de las heridas. 

Por eso camino entre sombras con los ojos abiertos, 

con un fuego que no se apaga,  

con el amor al prójimo que ella sembró 

como si fuera el único fruto que valía la pena cultivar. 

 

Mi madre no habla de revolución, 

pero sus manos la inventaron: 

en cada puntada, una esperanza; 

en cada nudo, una solución. 

Ella urdió mi destino 

con el hilo invisible de la compasión, 

y así, sin palabras, 

me dejó un don que pesa como el mundo, 

pero brilla como su luz. 

 

Hoy, al caminar mis caminos de lucha, 

la siento detrás, tejiendo aún, 

uniendo los pedazos que se rompen, 

sosteniendo con su amor 

los andamios de mi fe. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



domingo, 1 de diciembre de 2024

COLORADO ARRIBA, COLORADO ABAJO

 

Colorado arriba, 

una mano menuda pinta el mundo con tiza, 

colorea sueños en las grietas del asfalto. 

La risa vuela como cometa suelta 

y los trazos, efímeros, 

son el alfabeto secreto de un corazón pequeño. 

 

Colorado abajo, 

me detengo a mirar la danza del suelo. 

Hay flores que nunca morirán, 

una estrella tímida en una esquina, 

y un sol que se estira con brazos de niño. 

Entre la gente dibujante, 

te busco, 

te busco como quien persigue una nube 

que se deshace pero promete regresar. 

 

De repente, 

colorado arriba y abajo se encuentran. 

Tu risa explota como un relámpago 

y te zampo una mucha, 

tan grande, 

que el cielo se vuelve naranja, 

el asfalto canta, 

y mis días, 

como tus tizas, 

se llenan de colores que no se borran. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



POR TI, MI VIDA


 

Puedo rendirme a tus pies, 

como el río que se inclina ante el bosque, 

como el viento que acaricia la montaña. 

Pero jamás dejar de luchar, 

porque en su nombre crecen las raíces 

y florecen las semillas de la vida. 

 

Puedo renunciar a la vida, 

si fuera necesario disolverme en el misterio, 

si el tiempo me llamara al abismo. 

Pero nunca olvidaré tu voz, 

tu nombre, 

ni la brisa que me enseña a persistir 

en el canto infinito de los días. 

 

Puedo pensar en el tiempo, 

en sus pasos lentos sobre la hierba, 

en su danza silenciosa entre los trigales. 

Pero nunca dejar de vivir, 

vivir por ti, 

por mi causa y por mi gente, 

como el sol que alumbra sin descanso, 

como la tierra que calla, 

pero nunca cede. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



TATIANA


 

Tatiana tenía catorce años cuando la tragedia entró en su vida con el eco de tres disparos. Su hermano había salido a repartir periódicos, esos que traían palabras incómodas para algunos y esperanzas nuevas para otros. Lo vio caer en la esquina, donde la sangre se fundió con el polvo de la calle. “Un subversivo menos”, dijeron los hombres uniformados mientras regresaban a su patrulla. Esa escena se clavó en su memoria como una herida que nunca dejaría de sangrar. 

 

La casa se llenó de sombras tras su partida. La madre rezaba con lágrimas que no cesaban, el padre se hundía en un silencio que parecía eterno, y Tatiana, con el alma llena de preguntas y los puños apretados por la rabia, tomó una decisión que cambiaría su vida. Esa misma noche salió rumbo al monte. No llevaba más que su dolor y un propósito: vengar a su hermano. 

 

En el campamento del M-19 la recibieron con la dureza de quien sabe que el odio es un arma más peligrosa que cualquier fusil. “¿Por qué estás aquí?”, le preguntaron. “Quiero vengarme”, respondió con una voz quebrada, sintiendo el ardor del resentimiento en cada palabra. Pero un comandante, un hombre que parecía haber visto todas las caras del sufrimiento, le respondió con calma: “Aquí no venimos a vengarnos. Venimos a construir un mundo donde no haya nada que vengar”. 

 

Esas palabras la desconcertaron. Tatiana descubrió que la rabia que la había empujado hasta allí era insuficiente para sostener su causa. Poco a poco, en las noches interminables bajo el cielo abierto, mientras el fuego chisporroteaba entre las sombras, comenzó a leer. Los libros que le daban eran viejos, con las hojas marcadas por otras manos, pero cada página la alejaba un poco más de la venganza y la acercaba al entendimiento. Aprendió historia, política, economía, y sobre todo, a cuestionarse. 

 

El monte no fue solo su escuela, sino su refugio. Allí entendió lo que significaba ser mujer en una revolución: luchar no solo contra un sistema, sino contra una estructura que también la subestimaba a ella por su género. Recordaba las palabras de su hermano: “La mujer, por ser doblemente explotada, debe ser doblemente revolucionaria”. Con esa convicción, peleó cada batalla, no solo las de armas, sino las internas, las que forjan la verdadera dignidad. 

 

Cuando bajó del monte dos años después, no lo hizo con la mirada de una combatiente, sino con la certeza de que la verdadera revolución estaba en el poder de las ideas. Se inscribió en la universidad, estudió derecho, y se especializó en penal y constitucional. Cada libro que compraba, cada examen que aprobaba, era una forma de honrar a su hermano y a todo lo que él representaba. 

 

Décadas más tarde, Tatiana no solo era una abogada reconocida, sino también una maestra que compartía sus aprendizajes con estudiantes que, como ella, habían conocido el rostro del odio. Les hablaba de su vida en el monte, de las noches de estudio bajo las estrellas, y de la injusticia que marcó su camino. “La justicia no es una bala ni un eslogan. Es una semilla que hay que sembrar todos los días”, les decía. 

 

Hace unos meses dejó todo: su consultorio jurídico, sus clases en la universidad, y se metió de lleno en una campaña presidencial que sentía como el paso inevitable de su lucha. “Esta era la meta de nosotros en las armas: ganar el poder. Y aunque la Presidencia no es el poder, es el camino para alcanzarlo”, repetía. 

 

Hoy, 7 de agosto, en la Plaza de Bolívar, donde la multitud llora de alegría, Tatiana me abraza con una mezcla de risa y lágrimas. “Lo hicimos, compa. Lo hicimos”, dice, y en su voz hay un temblor que viene del pasado. Mira al cielo y añade: “Cómo me hubiera gustado que mi hermano estuviera aquí para celebrar esto con nosotros”. 

 

Y por un momento, en medio de la multitud y del triunfo, Tatiana parece hablarle al viento, a la memoria de su hermano, mientras la historia del país da un paso más en el camino que ella, con sus libros, su rabia transformada y su corazón incansable, ayudó a construir. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos