domingo, 6 de abril de 2025

EL CUARTO CONTIGO


Aquella noche, en la ciudad de los manglares quietos y los relojes descompuestos, habíamos terminado la jornada con más cansancio que gloria. Una convención de ideas insomnes y papeles inútiles. Volví al hotel con la fatiga adherida al cuerpo como una segunda piel. La llave de la habitación tenía el número 217, pero el conserje- un tipo escurridizo que parecía salido de una novela de piratas- me advirtió con un gesto torcido que habían unido habitaciones por error. No protesté. Estaba demasiado rendido para la burocracia.

 

Empujé la puerta con el codo, cargado de informes y bostezos. Adentro, la luz era tenue, casi eucarística. Entonces la vi.

 

Dormía en la cama de al lado como una criatura del bosque, rendida al hechizo de las sábanas blancas. El cabello revuelto sobre la almohada, los pies desnudos asomando apenas, como si huyeran de un sueño. Al cerrar los ojos percibí el olor del viento, mezclado con el perfume de su piel, que flotaba tibio, dulce, inevitable.

 

Ahí estaba la piel.

 

La pulpa, blanda, dulce y jugosa, como fruta recién caída del árbol del Edén. Después del primer beso- sí, el que aún no había dado pero ya sentía en los labios- una dulce sensación cruzó por mi garganta. Me senté al filo de mi cama, sin saber si era fiebre o locura. Ella se movió, apenas, murmuró algo. ¿Qué hora es?, preguntó con un hilo de voz, como quien aún sueña.

 

- Son las cuatro de la mañana - le dije, sin pensarlo dos veces.

 

Y entonces lo supe. Había cruzado una frontera invisible. Ella, con el rostro alzado hacia mí, me miró con ojos de selva húmeda. Me observaba con una expresión de ternura y descaro, como un par de luceros en una noche sin luna.

 

Sobre sus rodillas, sus dedos eran finos y suaves. Rozaron mi muñeca con una familiaridad de otras vidas. Agarrado a la correa de mi conciencia, descubrí que la línea entre el deseo y la nostalgia era más delgada que una hebra de su cabello.

 

Justo al empezar, como el flujo y el reflujo de la marea, el deseo se hizo más profundo y acabó sofocando la razón. Su boca subió, mis manos bajaron, la geografía de su cuerpo se desplegó como un mapa que ya había recorrido en sueños.

 

- Vamos bien - susurró.

 

Como el rumor de la lluvia oído largo tiempo atrás, una y otra vez, y otra vez más, y otra… su cuerpo y el mío se fundieron en un ritmo antiguo, como de tambor en víspera de tormenta. Tuve la sensación de haber visto aquella escena en el pasado, en algún otro lugar. Un déjà vu carnal, un eco de otra existencia.

 

- Repite - le dije mirándola a la cara.

 

Ella sacudió la cabeza, entre risas y jadeos.

 

Y yo supe, en ese instante robado al tiempo, que nada de aquello volvería a repetirse.

 

Porque algunos encuentros no son destino, sino travesuras de la memoria. Y hay noches que se escriben solas, con la tinta invisible del deseo y el pulso tembloroso de lo prohibido.


Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

 

viernes, 4 de abril de 2025

MIS LETRAS


Mis letras son tuyas, 

como la lluvia que desciende sin pedir permiso, 

que toca la tierra con la inocencia del deseo, 

y se hunde honda, 

hasta despertar la semilla. 

 

Son tuyas, 

porque vinieron de un lugar sin nombre, 

del barro antiguo de mis días, 

del silencio que deja la marea 

cuando se retira, 

y todo lo que queda es sed. 

 

Vinieron por las grietas de mi piel, 

por los sueños que se abren 

como flores en el insomnio. 

Las palabras no son mías, 

solo soy una boca por donde pasan, 

una vela temblando en tu soplo. 

 

Tuyas las que saben a río, 

a musgo fresco, 

a sendero que nunca pregunta a dónde va. 

Yo no escribo, amor, 

escucho. 

Recojo lo que el viento me deja 

cuando pasa rozando tu nombre. 

 

Mis letras son tuyas, 

como es tuyo este silencio 

que se posa sobre mí al caer la tarde, 

y me muerde los labios 

cuando intento decirte 

y solo contesta el eco. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos 



jueves, 3 de abril de 2025

AMADA


Desde el día en que nació este amor, con la luna revuelta en los ojos y el corazón cosido con hilo de imposibles, supe que era un asunto de arenas movedizas. Te prendiste en mi alma oliendo a viento salado y a café recién colado, pero sin que nadie pudiera tocarte más allá de la piel, como si la ternura fuera una quimera que solo se le ocurría a mi corazón enajenado. 

 

Este amor nació en mi alma llena de aguaceros y en mis manos sucias de mundo, con la urgencia del que ha amado demasiado y ya no sabe vivir sin dejarse la vida en el intento.

 

Te busqué en las esquinas de la madrugada, en el eco de los boleros tristes, en las brisas que arrastraban tu olor a tamarindo y mandarina dulce. Y tú, intacta. Inmune al deseo, con esa frialdad de las estatuas que nadie adora, con la soberbia de las diosas que no han probado el abismo. 

 

Te nombré en cada gemido de la tierra mojada, en el temblor de las noches donde el insomnio es un amante cruel. Pero tú seguías ahí, dura como la piedra, intacta como un juramento sin sangre. 

 

Me fui mil veces y mil veces volví, porque el amor es testarudo y se aferra hasta a los clavos oxidados. Pero en algún punto de la historia, supe que hay batallas que no se ganan ni con pólvora ni con promesas. 

 

Así que me fui. Me fui con la verraquera del que sabe perder, con la desfachatez de quien ha dejado el corazón tirado en la puerta de otro y se marcha silbando una canción. 

 

Y mientras me alejaba, una certeza me golpeó la espalda como una pedrada: algún día, sin aviso ni remedio, el amor te va a tocar la puerta. Y cuando eso pase, vas a saber lo que es estar del otro lado de la historia. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos 


Fotografía Darwin Córdoba

miércoles, 2 de abril de 2025

YARUMALES


Después del bombardeo 

resurgió nuestra risa, 

como río que no acepta fronteras, 

como boca que besa a pesar del miedo. 

 

Desde la trinchera 

nos crecieron alas, 

hambrientas, firmes, 

dibujando futuro en la piel herida. 

 

Y salimos, 

con ceniza en los labios, 

con el cuerpo ardiendo de ganas, 

a pintar otra vida 

sobre las ruinas del olvido.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos


Carlos Pizarro Leongómez y Gustavo Petro Urrego

martes, 1 de abril de 2025

PORQUE SIEMPRE HABRÁ UN ABRIL


Te abrazo con furia, 

con urgencia, 

con el cuerpo que se niega

a ser trinchera vacía. 

 

Uno, dos, tres… 

diecinueve veces tu piel es mi frontera, 

mi barricada en llamas, 

mi himno escrito en sudor sobre tu espalda. 

 

Siempre habrá un abril 

para volver a incendiar la historia, 

para arrancarnos la piel con las manos, 

para desatar la guerra en la cama 

y rendirnos solo cuando el mundo se derrumbe. 

 

Que tiemblen los muros, 

que se abran los labios como estallidos, 

porque este amor no se esconde, 

no pide tregua, 

no se calla. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Óleo de Tarmeño Fernandez Villalba

lunes, 31 de marzo de 2025

AMOR DE LOCOS


Esto no es amor. O tal vez sí, pero no como lo cuentan. No es de los que se escriben con letra cursiva en los almanaques ni de los que caben en tarjetas de colores. Este amor se esconde en la piel, en la respiración que cambia de ritmo sin que uno lo note. Se trepa en los pulmones y estalla en la sangre, como un incendio que no avisa. Algo que se escapa de los dedos y te llena de mariposas o de hormigas o de rayos que te atraviesan.

 

Sus dedos rozan mi piel y el mundo, obediente, se calla. No hay ciudades, no hay semáforos, no hay relojes. Solo su respiración que me llega en ráfagas y me hace cerrar los ojos, el eco de su aliento resbalando en mi cuello, como un verso que se dice en otro idioma, en uno que solo entienden las pieles que se buscan. Entonces el amor es eso, un eco caliente en el cuello, un verso que no necesita palabras.

 

Nos reiremos de esto algún día, si es que algún día dejamos de arder. Porque este amor no sabe quedarse quieto. Se escapa por los poros, se confunde con la hierba, se alimenta de pretextos absurdos para seguir creciendo. Es un amor que no pide permiso, que se suelta de las manos y se convierte en lluvia, en viento, en carcajada suelta en medio de un aguacero. 

 

Y cuando me besa, el mundo olvida su nombre. Y cuando la acaricio, la tierra cambia de eje. Y cuando nos miramos, ya no hay dos, hay un vértigo, hay un abismo. Es cosa de locos. Da miedo, sí. Pero qué importa el miedo cuando vivir sin esto sería como morirse en cámara lenta.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos


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domingo, 30 de marzo de 2025

LLUVIA DE ABRIL

 

La ventana está abierta, pero el viento no entra. Se queda ahí, espiando desde el umbral, es apenas una caricia en la piel. Afuera, el aguacero aún no nace, pero ya lo presiente la tierra, que se arquea y respira hondo. En el aire flota el olor de la lluvia antes de la lluvia, la promesa húmeda que enreda los sentidos.  

 

Estoy aquí, mirando sin mirar, atrapado en la espera de un cielo que se quiebra, de una tormenta que todavía no sabe si caer o quedarse suspendida. Como aquel instante, como tu boca entreabierta antes de la risa, como tus ojos encendidos en la penumbra del cuarto desordenado.  

 

Y ahí estás otra vez: tus manos sobre mi pecho, la sábana aferrándose a tu espalda, la piel tibia, tranquila, dueña del tiempo. Te busco en ese instante detenido, en la risa que se enciende y se apaga, en la forma en que nuestras caras se encontraban en la almohada, donde el silencio era un idioma y el descanso una celebración.  

 

Te pasaba la mano por la cara y sonreías sin abrir los ojos. Éramos felices y no lo sabíamos. 

 

El aire pesa, el aguacero todavía duda. Suspira el cielo, como yo. Afuera, las nubes oscurecen el mundo, pero las gotas siguen aferradas a su vértigo, todavía negándose a la caída.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



martes, 25 de marzo de 2025

EL TIEMPO DEL DESEO


Nadie en la oficina podía decir con certeza cuándo había comenzado, pero lo cierto es que el deseo entre ellos flotaba entre los escritorios como un perfume secreto, adherido a los informes, a las tazas de café compartidas, a los roces invisibles que se perdían entre el murmullo de las teclas. Él, con el divorcio aún fresco en la piel, con las noches demasiado frías en una cama demasiado grande. Ella, casada, sí, pero con un matrimonio que se había convertido en un calendario de obligaciones, en un intercambio de horarios y silencios. 

 

Y en medio de todo, ellos dos. 

 

Aquel día, la reunión transcurría con la misma monotonía de siempre. Se hablaba de presupuestos, de fechas, de estrategias. Pero entre ellos, entre sus miradas furtivas y los silencios que llenaban los espacios, se hablaba de otra cosa. 

 

Él la miraba como un hambriento frente a un festín prohibido. Su boca, su cuello, la línea suave de su clavícula bajo la blusa. Ella sabía que él la miraba, y se dejó mirar. Deslizó la pierna con descuido, rozando la suya. Fue un roce breve, imperceptible para los demás, pero lo sintieron como un relámpago recorriéndoles el cuerpo. 

 

Se habían desnudado tantas veces en la imaginación, que el aire mismo parecía contener la vibración de un conjuro a punto de cumplirse. 

 

Él imaginó su mano deslizándose bajo la mesa, subiendo lenta, descubriendo secretos que solo el tiempo y la espera habían hecho más intensos. Ella siguió asintiendo a las palabras del jefe, como si entendiera, como si su cuerpo no se estuviera derritiendo ahí mismo. 

 

Cuando terminó la reunión, todos se levantaron sin sospechar la tormenta que se avecinaba. Se quedaron de últimos, como quien finge olvidar un documento, como quien espera un descuido del destino. 

 

—No te vayas todavía —susurró él, y la frase fue un ruego que cerró todas las puertas del mundo. 

 

En menos de un minuto, la tenía contra la pared del pasillo, con el deseo acumulado en los huesos, con las manos trazando caminos largamente postergados. El aire era espeso, la oficina se volvía un bosque encantado donde nadie más existía, donde solo quedaban dos cuerpos que al fin se encontraban después de años de espera. 

 

Las luces fluorescentes titilaban sobre ellos, y en la vibración de la bombilla, en el murmullo lejano de las teclas aún activas, en el roce de su aliento contra su piel, todo el universo pareció detenerse. 

 

Cuando finalmente se separaron, ella alisó su falda con dedos temblorosos, él sonrió con la certeza de un marinero que al fin toca tierra firme. 

 

—Nos vemos en la próxima reunión —susurró ella, y el hechizo quedó suspendido en el aire, flotando entre los escritorios, esperando volver a cumplirse. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



LA ÚLTIMA HORMIGA

Era como la última hormiga de la hilera. Caminaba al ritmo lento de la jornada, pero jamás se quejaba. Tarareaba, casi en silencio, una canción de Víctor Jara. Todos la veían, porque su cara de niña era imposible de pasar por alto. 

 

La escuadra avanzaba en línea. El sol apenas empezaba a cubrir el filo de la montaña, aún libre, aún intacto. 

 

Ella pensaba en lo hermoso de ese amanecer. En su casa, en el aroma del café que su madre preparaba antes del alba, en la risa de sus hermanos. Pensaba que, a pesar de la guerra, aún quedaban amaneceres que no podían ensuciarse con la muerte. En el transcurrir de sus pensamientos avanzó con rapidez y de pronto se vio al principio de la columna.

 

Entonces, alguien gritó: 

 

—¡Campo minado! 

 

Se quedó inmóvil durante unos segundos. 

 

Retrocedió, luego se detuvo. 

 

Después de una momentánea determinación, dio un paso más. 

 

El movimiento fue demasiado rápido. Bajo sus botas, el suelo respondió con un chasquido seco. 

 

El comandante lo entendió en el acto. No pensó, corrió hacia ella con la certeza inútil de salvarla. 

 

Hubo una leve corriente de aire, como si alguien hubiera soplado. 

 

Ella cayó de espaldas. Pero no lo miró. 

 

Respiró profundamente. 

 

Recordó cuando era niña, cuando una hormiga daba vueltas en la mesa de la cocina y ella la observaba, esperando paciente a que llegara al filo. Entonces la sopló con fuerza. 

 

Así mismo sintió que la soplaron. 

 

Y todo se apagó de repente. 

 

En la montaña solo quedó el eco de la explosión, y el amanecer se manchó de pólvora. 

 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos




lunes, 24 de marzo de 2025

LA MADERA Y EL VIENTO

 



Se reconocieron desde lejos.



Él lijaba un pedazo de cedro, enseñándole a un niño cómo seguir la veta sin desgarrar la madera. Ella cruzaba la calle, su silueta recortada contra el sol que moría en los tejados. Guardaban silencio, a la manera de quienes han compartido secretos en la selva, de quienes han confiado la vida al otro en las noches sin luna.



La última vez que se vieron, llevaban los fusiles cruzados en la espalda y el miedo oculto en las mochilas, ambos escuchaban con atención a Pizarro, el comandante “Carro loco”. Ahora, ella vestía de negro elegante, el maletín de abogada colgando como un estandarte de nuevas batallas. Él tenía las manos callosas, el delantal manchado de aserrín y la mirada serena de quien ha aprendido a domar el tiempo.



En el cielo asomaba la chacana, la cruz inca, guiñando desde la altura como un recordatorio. En la montaña, hace tanto, ella le decía que las estrellas eran mapas, y él le creía, porque en esos días solo había dos certezas: la lucha y el amor.



Se acercaron sin prisa. No había reclamos ni preguntas, solo la alegría que saltaba en el corazón, la certeza de que, pese a todo, la vida los traía de vuelta.



—Aquí estamos, juntos como antes —dijo él, con una sonrisa tímida.



Ella extendió la mano y recorrió con la yema de los dedos la cicatriz en su frente, la misma que tocaba en las noches de vigilia, cuando la guerra era el único futuro imaginable.



—Ahora sé que en verdad nunca nos fuimos del todo —susurró ella.



Se sentaron bajo la sombra de un nogal, mirando a los niños que tallaban figuras de madera. Él tomó un trozo y comenzó a darle forma con la navaja.



—¿Qué haces? —preguntó ella.



—Un colibrí. Dicen que es el espíritu de los que nunca se van.



Ella lo miró largo rato y sonrió. En su bufete de derechos humanos, en los pasillos de los tribunales, en las plazas donde gritaba por justicia, siempre había sentido que algo la sostenía, algo leve pero inquebrantable, como el aleteo de un colibrí.



Mientras dura el recuerdo, dura la esperanza y con la esperanza el amor.



Jorge Alberto Narváez Ceballos



domingo, 23 de marzo de 2025

EXCEPCIONAL


A sus sesenta y dos años, ya no creía en el amor. No porque nunca lo hubiera encontrado, sino porque lo había encontrado demasiadas veces. Lo tuvo en los brazos de una mujer de labios marchitos en una plaza de Cartagena, en los ojos verdes de una viuda que le enseñó a leer poesía bajo un árbol de guayacán en Medellín, en el aliento dulce de una joven que le susurró promesas en francés mientras el tren partía. Lo tuvo tantas veces que un día despertó convencido de que el amor verdadero no existía, que no era más que un espejismo del deseo o una enfermedad pasajera de la sangre.

 

"Aunque a veces me pierdo en las palabras, aunque sé que no hablo tan bien como pienso, algo en mí entiende que no hay fórmula mágica, ni trucos secretos, ni atajos escondidos para encontrar el amor", se decía cada noche, mientras la soledad le acomodaba la almohada. 

 

Vivía en una casa con olor a naftalina, rodeado de relojes que nunca coincidían en la hora exacta. Sus recuerdos eran su única compañía. Las cartas de viejos amores, amarillentas y deshechas por el tiempo, dormían en un baúl junto a pañuelos perfumados y fotografías de mujeres que hacía décadas habían dejado de pronunciar su nombre. 

 

Pero entonces llegó ella. 

 

Ya no era joven, pero seguía siendo hermosa, tal vez más hermosa que cuando le tomaron la fotografía de su cedula, que él miró por casualidad la tarde en que le pidió el favor de sacarle una copia al documento. No tenía el porte de una musa de leyenda, pero le sonrió, y eso fue suficiente. Era una mujer con el cabello enredado por el viento y una voz quebrada por las despedidas. Se cruzaron en la panadería, en un mercado de domingo, y él, que siempre había sido maestro en el arte de las conquistas fugaces, no supo qué decir. No era un amor de urgencia ni una pasión devoradora. Era una presencia serena, como un barco que llega al puerto después de muchas tormentas. 

 

Una tarde, mientras la observaba elegir naranjas en la plaza, entendió lo que nunca antes había comprendido: el amor no era un rompecabezas perfecto, donde las piezas encajan sin esfuerzo. Era más bien un caos hermoso, un mapa trazado con líneas torcidas, con rutas que se cruzan por azar o por destino. 

 

No bastaba con ser parecidos en la forma de pensar. No bastaba con compartir gustos, ni libros, ni canciones. No bastaba con decir "somos compatibles" y quedarse quieto. 

 

El amor era otra cosa. 

 

Era mirarse al filo de la luna y saber que el tiempo ya no pesa. Era perfume, palabras que marcan, roces que se quedan en las manos como cicatrices suaves. Era el sacrilegio de olvidar el miedo y saltar sin red.  El cuento, para hacerlo más corto, era descubrir un ser excepcional. Porque el amor verdadero no se deja atrapar en una receta. Se trata, precisamente, de eso: de excepciones. 

 

No, el amor verdadero era algo más sublime. Era brillante y espléndida locura. Y, sencillamente, ella era excepcional, esa era la única verdad. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Fotografía de Fabio Martínez https://www.facebook.com/photo/?fbid=779576763565015&set=a.453636804827571

miércoles, 19 de marzo de 2025

ADOPCIÓN


Desde que naciste, te prohibieron los pelos de gato y de perro, los ácaros, el polvo, el polen, los abrazos demasiado apretados y los helados en invierno. Tu madre decía que tu asma era caprichosa y que bastaba una brisa sucia para que tu pecho se cerrara como un puño. Así que creciste sin animales, mirando desde lejos, con una mezcla de deseo y resignación. 

 

Pero aquel día, cuando salías del colegio, lo viste. Lo atribuiste a una casualidad, porque así son los gatos: aparecen cuando quieren. Lo miraste despacio, con esa fascinación tibia de quien no puede tener lo que quiere. Te acercaste con indiferencia, sin decirle nada, porque sabías que los gatos no toleran las prisas ni las súplicas. 

 

Simplemente te divertía verlo, con su pelaje enmarañado, sus ojos de oro viejo y su andar de emperador destronado. Te recordó a un príncipe que había perdido su corona, pero no su dignidad. Él también te miró, primero con desconfianza, después con algo parecido al reconocimiento. Y de cuando en cuando, cuando pensabas que ya te había olvidado, volvía a aparecer en tu camino. 

 

Al principio, fue un juego. Un día él te seguía, al otro tú lo buscabas. A veces lo encontrabas dormitando en un muro, otras veces acechando un pájaro que nunca cazaba. Cada tanto elegía el lugar y te esperaba, como si estuviera midiendo tu lealtad. 

 

Así, poco a poco, se instalaron el uno en la rutina del otro. Y aunque tu madre insistía en que un gato o un perro eran imposibles en tu casa, él no le preguntó su opinión. Llegó una tarde, caminó con la seguridad de quien ha tomado una decisión y se sentó en la puerta de tu casa, mirándote. 

 

Ese día entendiste que no eras tú quien lo había elegido. Él, con su paciencia de siglos, había esperado el tiempo suficiente, y entonces más sigiloso, más bello, así como cuando el principito domesticaba al zorro, decidió que era hora de adoptar su primera humana. 

 

Desde entonces, todos asumimos que era parte de la familia. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos 


viernes, 14 de marzo de 2025

EL ÚLTIMO ERROR DE CAMILO

 

Unos minutos antes, entre la multitud que hacía fila en el banco, Camilo había repasado cada detalle del plan. Sus compañeros estaban en sus posiciones. No había margen de error. La disciplina del M-19 lo había preparado para esto, y sin embargo, sintió algo extraño en el aire, un presagio en la piel. 

 

Contuvo un instante la respiración. 

 

Aterrado, sintió que la confusión empezaba a horadar su temple cuando, entre los clientes, la vio. 

 

La divisaba al pie de una columna y, abriéndose paso con los codos, trató de convencerse de que era una alucinación. Pero no. Era Lucía. Su Lucía. La de los paseos en bicicleta, la de las cartas escondidas entre los libros de derecho, la que lo esperaba sin saber que él había dejado de ser un estudiante común para convertirse en un combatiente de la causa. 

 

¿Cómo iba a saber que ella iba a venir al mismo banco? 

 

Miró de soslayo alrededor. Sus compañeros, enmascarados, ya tenían controlada la sala. Un grito de mando lo devolvió a la realidad. 

 

- ¡Todos al suelo! 

 

Ella lo descubrió de inmediato, por sus zapatos cafés y esa mancha de pintura blanca en el jean, casi imperceptible, pero no para ella. 

 

Él sintió un nudo en la garganta. No hay más remedio. Tengo que hacerlo. 

 

Lentamente fue estirando su mano izquierda hasta tocarla, con la intención de empujarla hacia un lado, protegerla, decirle algo. Pero Lucía, sin entender aún lo que pasaba, se le quedó mirando con los ojos desorbitados, como si el amor y el espanto fueran la misma cosa. 

 

Hace un rato, al llegar a la avenida, sintió el bullicio de la gente que seguía en el parque, ajena al drama. 

 

Y antes todavía, en la iglesia, cuando ella le preguntaba si estaba en algo raro, él lo había negado con una sonrisa. "Nada, solo ando ocupado". 

 

Pero ahora lo entendía: era imposible esconder una vida doble sin que la realidad se encargara de revelarla. 

 

Un disparo rompió el silencio. Luego otro. Y otro. 

 

Sin embargo, siguió hablando, dificultosamente, con grandes intervalos, mientras caía de rodillas. 

 

Una correntada cálida, violenta, lo invadió y se sintió herido, atontado. 

 

Lo último que vio en su carrera por una vida más justa fue el rostro de Lucía, con la boca entreabierta y las lágrimas resbalando sin sonido, mientras el tiempo se le escapaba entre los dedos como arena. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

 


jueves, 13 de marzo de 2025

ENCUENTRO



Habían pasado veintidós años, siete meses y tres días desde la última vez que se vieron. El tiempo los había esculpido con la paciencia de la lluvia sobre la piedra, pero ni los surcos en la piel ni las canas en las sienes habían mermado el incendio de la espera. Se habían amado en la distancia, en cartas sin respuesta, en silencios de medianoche, en el aroma de la tierra mojada, de los caminos que les traía recuerdos de un deseo aplazado, pero nunca muerto.



La encontró en la puerta de la vieja casona de San Pedro, con el mismo desparpajo de risas que él amo la última vez que la tuvo en sus brazos. No dijeron palabra. No era necesario. Se miraron como quien encuentra una carta olvidada en un cajón, con la certeza de que todo había estado allí, esperando.



Adentro, bajo su sombra tibia, él se hizo delta, se hizo corriente. La miró desnudarse sin apuros, como quien pela un mango maduro, dejando que la piel se desprenda sola. Su boca se hundió en su geografía, donde la lengua es río y la sed insaciable. Ella se abrió como un fruto generoso, dejando escapar un gemido que olía a café y tamarindo.



En su pulpa húmeda, el aliento de él se hizo plegaria, un murmullo de agua buscando cauce en el abismo. No había prisa, no había miedo. Solo el roce lento, la caricia que es también promesa. Él se aferró a la madurez del fuego lento, de la brasa que arde sin hacer ruido, y la bebió con el ansia de quien regresa de una larga travesía por el desierto.



Y cuando el relámpago atravesó su vientre, cuando la tierra se quebró en sus labios, él se aferró a la marea de su cuerpo y se dejó arrastrar. Quedando sumergido. Devorado. Suyo.



Después, el silencio. No el del vacío, sino el de la plenitud. Afuera, las matas de café seguían su danza de viento y música. Adentro, entre sábanas que aún conservaban la memoria del sudor y el deseo, se miraron sin palabras. En la fugacidad del encuentro, se volvieron eternos.



Jorge Alberto Narváez Ceballos
https://www.facebook.com/fabiomartinezfotografo


 

martes, 11 de marzo de 2025

HABLANDO DE CARLOS



El viejo militante del M-19 encendió un cigarrillo con la parsimonia de quien ha aprendido a medir el tiempo. Miró al muchacho con una mezcla de ternura y desengaño. No se parecían en nada. El joven vestía una chaqueta con la hoz y el martillo bordados con orgullo, hablaba de revolución con las manos impacientes y la voz sin fisuras. El otro, más cerca de los setenta que de los sesenta, tenía los ojos de quien ha visto demasiado y un mapa de cicatrices en las manos.



—Lo mataron a los treinta y ocho —dijo sin necesidad de mencionar un nombre.



El joven asintió. Lo había leído, lo había visto en fotos, lo había discutido en asambleas, pero nunca lo escuchó hablar ni lo vio sonreír.



—Nosotros lo conocimos, lo oímos, algunos hasta lo abrazamos —continuó el excombatiente, exhalando el humo con algo que podía ser tristeza o resignación—. Ustedes perdieron más; al menos nosotros lo tuvimos un rato.



El joven apartó la mirada, incómodo. La historia siempre era la misma: la de los derrotados recordando sus días de furia como si hubieran sido victorias. Pero él no estaba allí para discutir el pasado, sino el futuro.



—La democracia plena que ustedes defendieron se vendió demasiado rápido —dijo, cruzando los brazos—. Nosotros todavía creemos en la revolución.



El viejo sonrió con desgano y sacudió la cabeza.



—Hicimos lo que pudimos, ¿o no? Sabíamos que estos eran desenlaces posibles. Algunos murieron, otros firmaron la paz, algunos están en el Congreso y otros, como yo, seguimos aquí, entre la lucha y el agobio.



El joven no contestó de inmediato. Esperaba argumentos, citas de Marx o de Lenin, pero no esa confesión despojada de épica. El silencio pesó entre los dos, como un tiempo suspendido en la brisa de la tarde.



—No soporto ni el dolor ni la alegría planificados, obligatorios por decreto, con fecha fija —continuó el exguerrillero—. Ni siquiera hemos aprendido a dejar de sentir melancolía. Ni rabia. Pero el recuerdo de Carlos nos hace sentir solidarios, nos convierte en una comunidad de afectos.



El joven apretó los dientes. No quería admitir que el otro tenía razón, no del todo. No quería pensar que todo se resumía en una nostalgia compartida. Así que se aferró a lo que creía.



—La próxima revolución tendrá lugar, lo sabemos. El pueblo lo sabe. Pero en los jóvenes hay una gran frustración con el actual gobierno de Petro, que, en últimas, es el gobierno que planteaba el M-19.



El viejo lo observó con detenimiento, como si buscara en su rostro los ecos de un pasado que se negaba a morir.



—Quizá los jóvenes buscan otro estilo de vida. No creas que la desesperanza es un lema o un emblema de las juventudes. Basta ver cómo cambió el país tras las movilizaciones que iniciaron con el movimiento estudiantil en la década del 2010 y terminaron con el estallido social en 2021, eso no es desesperanza, es furia y la furia es otra cara de la esperanza. Y aunque nosotros también tuvimos sueños, mira que algunos se volvieron realidad.



Hizo una pausa.



—También nos inunda la desesperanza, pero no por el gobierno de Petro, sino por la reacción que debemos impulsar en el pueblo. Más de treinta años de fascismo y exterminio hacen mella. No tenemos el engranaje para responder a la extrema derecha como quisiéramos, pero hay que hacerlo. Hay que recuperar el compromiso de mi generación y el estallido de la tuya. Es cuestión de vida o muerte.



El joven quiso replicar, pero algo en esa última frase se le quedó atascado en la garganta. Su generación: la más preparada de la historia, la más leída, la que más acceso tiene a la información. Pero les falta algo. Quizás, se dijo, era lo que había en los ojos del hombre que tenía enfrente: la certeza de haberlo dado todo, aunque el mundo no se hubiera inclinado a su favor.



El viejo apagó el cigarrillo contra la suela del zapato y miró al joven como si lo viera por primera vez.



—El enemigo es otro. El fascismo sigue allí, acechando. Y nosotros seguimos aquí, dándonos garrote entre luchadores sociales. Con diferencias, sí, pero con la misma causa.



El joven parpadeó. No lo había visto así. Lo miró con otros ojos, como si en esas arrugas y cicatrices estuviera escrita una verdad que había ignorado.



—Al final de la jornada, si no nos unimos, estamos jodidos todos. La tarea de Carlos, igual que la de Bateman y otros cientos de compañeros y compañeras que no llegaron a ser conocidos como ellos, era encontrar el camino para juntarnos en una sola causa, en una sola lucha contra el mismo enemigo. Recuperar el último mandato del EME en armas: “Vida a la Nación, paz a las fuerzas armadas y guerra a la oligarquía”. Las peleas entre nosotros solo benefician a la extrema derecha.



El joven sintió un escalofrío. No era una frase de manual, no era un discurso vacío. Era una verdad como un puño cerrado.



Jorge Alberto Narváez Ceballos


 

lunes, 10 de marzo de 2025

LA RETAGUARDIA


En un bar de la Avenida Jiménez, donde la música de Richie Ray y Bobby Cruz se mezclaba con el murmullo de conversaciones clandestinas, un hombre estaba bebiendo ron bajo la luz temblorosa de una lámpara amarilla. A su lado, sentadas, había dos mujeres jóvenes. Una de ellas era claramente una estudiante universitaria; la otra, morena y con el monte pegado a la piel, tenía una mirada curtida por la intemperie. No parecía distinto de los demás, salvo por la forma en que sus ojos atravesaban el humo del cigarro y se posaban en la puerta, como si esperara una señal que solo él comprendería. 

 

El hombre esperado entró y se presentó con un apretón de manos firme, pero su nombre se perdió en el ruido del piano y los timbales. Lo conoció selva adentro, entre el frío de la madrugada y el olor a pólvora, cuando todavía no sabían si los perseguía el ejército o su propio destino. Ahora lo tenía enfrente, con una sonrisa apenas dibujada y una orden que sabía a compromiso y esperanza. 

 

—Compartiendo el peligro, el hambre y el miedo —dijo el recién llegado, sirviéndoles otro trago—, uno termina entendiendo que luchar es más que eso. 

 

Respondía así a la pregunta que una de ellas hizo para romper el hielo. 

 

En la mesa, entre los vasos de ron y las cenizas acumuladas, estaba el croquis de la retaguardia en Nariño. Líneas azules señalaban rutas de escape; puntos rojos, los escondites; y una estrella negra marcaba el lugar donde todo debía empezar con una caleta. Afuera llovía con desgano, como si la ciudad también conspirara en su favor. 

 

—Viene un cargamento de fierros desde el sur —dijo el veterano, señalando la estrella con la yema del dedo—. Era eso lo que yo quería decirte. 

 

Bailaron un par de canciones para no llamar la atención. Los cuerpos se mecían en la pista con la despreocupación de quien no sabe si verá el amanecer. Vivir gozando con alegría y pasión, como si la guerra y la vida fueran dos caras de la misma moneda lanzada al aire. 

 

Cuando el reloj marcó la hora acordada, se marcharon en silencio. Afuera, el viento arrastraba el eco de la música, y la ciudad, indiferente a sus conspiraciones, seguía bailando. 

 

A las dos de la mañana, él ya estaba montado en un bus rumbo a Cali. Desde allí partiría a Ipiales a montar el operativo para respaldar al Batallón América. 


Jorge Alberto Narváez Ceballos