lunes, 4 de agosto de 2025

FIEBRE


 No te alejes, amor,

que el tiempo es una fiera que no avisa.

Tu piel, ahora,

arde como una promesa a punto de romperse,

y mis manos - temblorosas -

te buscan como el agua al fuego.

 

Vendrá la tierra a morder mis ojos,

vendrán los días sin tu voz.

Déjame tomarte ahora.

Con la boca,

con el alma,

con la fiebre.

 

No es pecado amarte

si es lo único eterno que tengo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Óleo sobre lienzo
Mujer con sombrero


 

domingo, 3 de agosto de 2025

EL DÍA EN QUE MARCOS CHALITAS MATÓ A “LA CONSEJERA” EN SANTO DOMINGO


Aquel fue un día tan claro que hasta los gallinazos se sentaron a mirar el cielo. Santo Domingo, un caserío entre los pliegues más verdes del Cauca, amaneció con olor a café recalentado, a tierra mojada y a esperanza recién colada. Era 1989 y el país, todavía incrédulo, masticaba la tregua como quien prueba un bocado de algo demasiado bueno para ser cierto.

 

A media mañana, llegaron los visitantes: líderes comunitarios, sindicalistas, un obispo que olía a incienso y tabaco, periodistas que preguntaban más de la cuenta y hasta un hombre que juraba ser el nieto bastardo de Gaitán. Venían a ver con sus propios ojos si la paz del M-19 era una farsa o un milagro. En el campamento, los rebeldes se miraban entre sí con la inquietud de quien tiene invitados importantes y no ha puesto la olla.

 

Fue entonces cuando Marcos Chalitas, comandante con sombrero suaceño y alma de trapichero, se levantó de su taburete, escupió hacia el costado donde no había nadie y dijo con voz que parecía salida del mismo monte:

- ¡Hay que matar esa vaca!

 

La vaca, una res flaca y resignada que respondía al nombre de La Consejera, llevaba años sobreviviendo en la región hasta que la decisión del Comité Logístico de la guerrilla mando en busca de comida para los invitados. Nosotros estábamos haciendo la ronda de la Patrulla Militar, un grupo que se organizó para mantener la seguridad y el orden interno del campamento, y de repente el capitán nos pasó el lazo de la cual venia atada La Consejera.

 

Chalitas, que había aprendido a despellejar bestias antes de aprender a leer, y reconoció de inmediato que nosotros no teníamos ni idea de cómo preparar una res. Nos miró sonriendo y se quitó la camisa, se colgó la peinilla como en sus años de niño caqueteño y la miró a los ojos con una compasión que sólo los hombres que han visto morir a un compañero en combate pueden entender.

-Perdónanos, Consejera -murmuró-, pero hoy te necesitamos más muerta que viva.

 

La matanza fue un ritual campesino, limpio y ceremonial. Mientras uno sostenía las patas, otro decía un padrenuestro y Chalitas hundía el cuchillo con la destreza de quien siembra maíz. Luego vinieron los cortes, el reparto, el fogón que parecía un pequeño infierno y las manos tiznadas de todos: guerrilleros, amas de casa, periodistas, curas.

 

Cuando el guiso estuvo listo, Santo Domingo se convirtió en un país aparte: un país sin guerra. Se comió con las manos, con la boca abierta, con ganas de olvidar. Hubo música, guarapo de caña y carcajadas tan largas que los soldados en los cerros pensaron que la radio se había vuelto loca.

 

Chalitas, sudoroso y sonriente, servía platos como quien reparte consignas.

-La paz también se hace con carne, carajo -decía-, y con arroz que no alcanza, pero lo hacemos alcanzar.

 

Esa noche, en la hamaca de nailon que usaba para dormir bajo el cielo, Chalitas volvió a ser el niño del Caquetá que cazaba con escopeta recortada y aprendía a sembrar donde nadie sembraba nada. Su sombrero suaceño, hecho por las manos de mujeres que aún creen en las palabras, descansaba a su lado como si también estuviera agotado de tanta esperanza.

 

Los visitantes se fueron al amanecer. Algunos convencidos, otros confundidos. Pero todos llevaban el sabor de esa vaca, la historia de ese día, y el rostro de un comandante que sabía más de comunidad que de teoría revolucionaria.

Pero lo más importante es que el Comanche se había guardado para el desayuno la mejor de las presas: La cola para hacerse un caldo levanta muertos.

 

Años después, en un día de esos que me gusta cocinar para la familia, le conté a mi hijo, mientras le servía sancocho:

-Este caldo me lo enseñó a hacer Chalitas, el día en que mató una vaca para alimentar la paz.

 

Y mi hijo aún niño, sin saber bien qué quería decir eso, comería en silencio. Porque hay cosas, como la dignidad o la ternura, que se entienden mejor con el estómago lleno.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos


Marco Antonio Chalitas "El constituyente Campesino"

MIRAR EL SOL


Ven.

No tardes.

 

Mi cuerpo te anhela

como se desea el fuego

en una tarde lluviosa y fría:

sin teoría,

con urgencia.

 

Mis manos te extrañan al despertar,

como si tus dedos fueran

el primer aliento de vida.

 

Tu olor  - sí, tu olor -

me invade el pensamiento.

Baja,

me sacude,

me anima

a seguir viviendo.

 

Ven a mi cuarto.

No hables.

Solo golpea.

Solo aparece,

como llega la noche buena.

 

Que mis labios y tu piel

se reconozcan sin explicación.

Que el deseo nos lleve

sin culpa,

sin nombre,

sin final.

 

Tómame

como quieras,

como siempre,

como nunca.

 

Esta vez

no habrá límites,

solo las ganas

de levantarnos a mirar el sol.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

 

Mi tierra la del Galeras

viernes, 25 de julio de 2025

CARTAS DE AMOR 46

Señora Bonita,

 

No se lo diga a nadie, pero cuando usted no está, pienso con tanta claridad que hasta me da miedo. Y, sin embargo, apenas me mira, me quiebro.

Hay algo en su boca que no es solo boca: es un abismo dulce, y yo - lo confieso - quisiera caer ahí como quien se entrega al milagro.

No sé si esto que siento es amor, fiebre o delirio, pero cada vez que la imagino, algo dentro de mí arde y se rompe al mismo tiempo.

La deseo, sí. Pero no como se desea algo bonito. La deseo como se desea el agua cuando se ha caminado por el desierto.

Quisiera tenerla aquí, pegada a mí, respirándome en el cuello, diciéndome con el cuerpo todo eso que las palabras no saben decir.

 

Pero también me asusta. Porque usted me importa. Y cuando algo me importa, tiemblo.

Tengo miedo de que esto que arde se vuelva ceniza sin siquiera haber tocado su piel; miedo de que la vida, en su torpeza, nos desvíe antes de cruzarnos de verdad.

Y aun así, le escribo.

Porque usted me hace querer apostar.

Porque su risa suena exactamente como la felicidad que siempre imaginé.

 

No le pido nada.

Ni promesas ni certezas.

Solo que, si un día usted también tiembla por mí, no calle.

 

Yo estaré aquí, con las manos abiertas y la boca - mi única bandera - lista para rendirse en su abismo dulce.

 

Siempre suyo,

en pensamiento, deseo

y temblor.


Jorge Alberto Narváez Ceballos  



miércoles, 23 de julio de 2025

LA MAÑANA SIGUIENTE


 

Nadie supo que ellos se habían amado desde siempre, tampoco supieron que se habían amado por fin. Lo supieron los geranios que esa noche no durmieron, lo supieron los gallos que cantaron antes del alba como si algo sagrado hubiese ocurrido, lo supo el sol, que empujó la brisa con más furia para abrir las cortinas del cuarto, y lo supo la cama vieja de hierro forjado, que crujió como una embarcación que por fin llegaba al puerto después de años errando por mares sin nombre.

 

Habían tardado una vida en llegar allí. Una vida con hijos y domingos, con amores esquivos y olvidos enredados en el tiempo, con esperas interrumpidas, de llamadas mudas, de cartas nunca enviadas, de reencuentros en esquinas donde los labios no se rozaban, pero las miradas se hundían, como cuchillos en la memoria. Se vieron muchas veces, sí, pero como se ve el relámpago antes del trueno: sabiendo que algo iba a suceder, tarde o temprano, aunque no se supiera cuándo ni dónde.

 

Esa noche sucedió. Sin aviso, sin ceremonia, sin otro dios que no fuera el cuerpo pidiendo ser cuerpo. No hablaron. No lo necesitaron. Se desnudaron como quien vuelve al origen, al idioma anterior a la gramática, al tiempo anterior al tiempo.

 

Él la miró sin palabras, con la vehemencia callada del hombre que ha esperado demasiado, y ella lo miró como quien ya sabía todo lo que iba a pasar y aun así no se defendía. Cuando sus cuerpos se encontraron, lo hicieron como se encuentran las cosas que ya se conocen: con la ternura salvaje del destino que por fin cumple su promesa.

 

La habitación, alquilada por una noche, se volvió mundo. En el espejo del baño, el vapor de sus cuerpos dibujó una niebla espesa donde solo cabían sus sombras. Ella se arqueó, y él supo que había cruzado todos los desiertos solo para llegar a esa espalda. El olor a ella - sal, yerba, sombra - lo envolvió como una certeza que no había querido pronunciar, pero que siempre lo sostuvo durante todos esos años de ausencia.

 

El amor ocurrió así, sin gramática, sin nombres, sin altar. Con el alfabeto de la piel, con el verbo entre los dedos, con el adentro palpitando contra el adentro. Como si el tiempo no existiera, o como si todos los relojes del universo se hubieran detenido para permitirles esa eternidad embriagadora.

 

No se lo dijeron. Ninguno. Ni un “te amo” ni un “por fin”. Solo se escucharon los cuerpos y el crujir de la cama, el jadeo contenido, la respiración salvaje que solo se tiene una vez en la vida. La verdad estaba allí, pegada a los muslos, resbalando por la boca, ardiendo bajo la lengua.

 

Amanecieron sin saber si era lunes o sábado, si estaban en la ciudad o en la memoria. Ella se levantó primero, con la desnudez intacta como una bandera recién izada. Fue hasta la cocina. El café burbujeó como una risa vieja, y él la observó desde la cama con la devoción con que se mira el sol después de una larga noche de naufragio.

 

La luz entró como una bendición tibia, y por un segundo, él creyó que se trataba de un milagro. Pero no: solo era el amor, ese amor salvaje que habían esperado, perdido y reencontrado tantas veces, y que al fin, sin palabras ni ceremonia, había decidido quedarse. Y quedarse para siempre.

 

Desde entonces, nadie supo por qué él dejó de escribir poemas tristes, ni por qué ella ya no lloraba en las despedidas. Nadie entendió por qué el volcán amanecía más calmo, ni por qué el gallo del vecino cantaba más temprano. Solo ellos sabían que al fin había sucedido. Y que la eternidad, cuando por fin se posa en la carne, no necesita ser anunciada.

 

Solo ser vivida.

Sin dios.

Sin gramática.

Solo con el verbo ardiendo bajo la lengua. Un verbo sin conjugación, pero que se dice, se hace, se encarna, cada mañana siguiente.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

martes, 22 de julio de 2025

RESISTENCIA


Hay nombres

que no aparecen en los libros,

pero llevan inscripciones más profundas

que cualquier mármol antiguo.

 

Piel

que resistió el hambre,

el deseo prohibido,

el exilio de una patria

que jamás permitió el regreso.

 

Corazones

que no pidieron gloria,

sólo un rincón donde amar

sin esconder la voz

ni el temblor.

 

Tú también los viste

en una plaza al atardecer,

entre ruinas,

en un beso que nadie se atrevió a nombrar.

 

No todos vencieron.

Muchos fueron vencidos.

Pero aún así:

sus raíces siguen vivas en la piel,

y sus ramas

silenciosas

florecen en los que no se rinden.

 

Resistencia,

no como furia,

sino como ternura que no retrocede.

Como un "te amo"

dicho en voz baja

cuando todo

lo prohibía.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

viernes, 18 de julio de 2025

¿QUÉ DIRÍA ZEPELLIN?


 

Me dijiste

que te gustaba el rock.

Que hacías el amor

como si oyeras a Plant en voz baja

susurrándote al oído.

 

No respondí.

Te besé el hombro.

Eso bastó.

Para esa noche.

 

Después,

en la cocina,

el agua hervía

como si supiera algo.

 

Yo pensaba en tus muslos.

En la forma

en que los abriste

no para mí,

sino para la historia.

 

Led Zeppelin sonaba lejos,

en otro cuarto

o en la memoria de otro cuerpo.

 

No hay distorsión más precisa

que tu espalda arqueada.

Ni batería más terca

que el pulso que me dejaste

en el centro de la lengua.

 

¿Qué diría Robert

de todo esto?

 

Tal vez nada.

 

Tal vez solo subiría el volumen

hasta que tus gemidos

fueran parte de la canción.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

martes, 15 de julio de 2025

Y ENTONCES SONÓ PINK FLOYD


 

Estábamos hablando

de algo que ya no importa.

 

El clima,

la muerte de alguien que no conocíamos,

una película demasiado larga.

 

Y entonces sonó Pink Floyd.

No recuerdo la canción.

Solo el modo en que bajaste la mirada

como si alguien te tocara desde adentro.

 

Te fuiste a servir café.

Vi la curva exacta de tu espalda

al inclinarte.

El borde de la camiseta

se separó del pantalón.

Tu piel, tu sonrisa,

una frase de Gilmour.

 

La canción seguía.

Tus pasos volvían.

La taza en tu mano.

Tus dedos tan cerca

de los míos,

que respiré por reflejo.

 

Y entonces te toqué.

 

Todo eso sucedió en tres minutos.

Como un solo de guitarra

que nadie aplaude

porque todavía vibra en el aire.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos


 

EL ÚLTIMO BESO

 

No sabíamos que era el último

pero el cuerpo ya lo intuía.

Tus labios tardaron más.

No por amor,

sino por el vértigo.

 

Tu boca tenía algo de viento.

Algo de flauta rota.

Algo que quería quedarse

y a la vez irse

como la voz de Ian Anderson

atravesando la tarde.

 

La habitación estaba en silencio

pero en el fondo,

muy al fondo,

sonaba Locomotive Breath

y tú apretabas mis dedos

como si pudieras aferrarte al presente

con solo ese gesto.

 

Yo pensé en decirte algo.

No lo hice.

Nunca lo hago.

 

Preferí tu clavícula,

la línea exacta donde termina el cuello

y empieza la tristeza.

 

El beso duró

lo que dura el primer acorde del solo,

cuando la canción todavía promete.

 

Después saliste.

Ni un portazo.

Solo aire.

 

Y en el fondo

seguía Jethro Tull,

como si la música supiera

que alguien

acaba de irse

sin dejar de quedarse.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



lunes, 14 de julio de 2025

CUANDO EL VOLCÁN QUISO ASUSTARNOS

 

Esa noche

el volcán gritó tan fuerte

que hasta las estrellas

cerraron los ojos.

 

Yo salí corriendo descalzo,

con el corazón en los talones

y mi niño dormido

en los brazos que tiemblan,

pero no sueltan.

 

¡Corra compadre!

¡Que la tierra se puso brava!

Decía mi vecino con su voz de trueno,

mientras las casas lloraban

y el suelo se sacudía

como cuando los niños

patalean por un susto.

 

Mi niño…

ay, mi niño no lloraba.

Me miraba quietico,

con esos ojos redondos

como lunas chiquitas

que lo saben todo,

pero se quedan calladas.

 

Le canté bajito,

como me cantaban a mí

cuando la tierra temblaba

debajo de mis pies:

 

Duérmete negrito,

que papá te abraza,

aunque tiemble el cielo,

no se cae la casa.

 

Y mientras el volcán seguía haciendo pucheros

y la gente corría con el alma en las manos,

yo entendí,

así, sin palabras,

que el amor

puede volverse escudo,

puede volverse estrella,

puede volverse todo,

cuando lleva a su hijo

pegadito al pecho.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos


Volcán Galeras

 

martes, 8 de julio de 2025

ALZADO EN ALMAS


 

Y yo -

militante de la caricia,

insurrecto del deseo que no se rinde-

me quedo.

 

No huyo,

no pacto,

no claudico.

 

Me quedo

como se queda la raíz

cuando pasa la tormenta,

como se queda el pan

esperando el hambre justa.

 

Aquí,

donde la guerra pretende llamarse orden,

donde el mercado suplanta la ternura,

y el reloj estrangula el ritmo del alma,

yo abro una trinchera.

 

No de piedra,

sino de tacto.

No de muros,

sino de brazos abiertos.

 

Un refugio para los cuerpos sin patria,

para los sueños perseguidos,

para los besos exiliados

por decretos sin alma.

 

Aquí no entra la guerra,

porque hay silencio sagrado.

No entra el mercado,

porque no hay precio para el amor.

No entra el reloj,

porque la eternidad comienza

en cada gesto que no espera.

 

Y yo -

insurrecto del abrazo,

profeta de la ternura-

me quedo,

sembrando calor en medio del miedo,

haciendo del deseo una casa

y del cuerpo

una tierra prometida.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



lunes, 7 de julio de 2025

LA DIFERENCIA


No quise guardarte.

Ni encerrarte en mis gestos.

Ni hacer de ti

una pertenencia

que se empolva en la costumbre.

 

Te amé como se ama la lluvia:

dejando que toque,

que moje,

que pase.

 

Hubo noches

en las que fuiste todo:

mi boca llena,

mi espalda tibia,

mi centro encendido.

Y aun así,

no te pedí que te quedaras

para siempre.

 

Esa es la diferencia.

Amar no es coleccionar caricias.

Ni contar los besos

como si fueran trofeos.

Es saber

cuándo abrir los brazos

y cuándo abrir la puerta.

 

Te tuve

como se tiene el fuego:

cerca,

con cuidado,

sabiendo que no es suyo

quien lo retiene,

sino quien lo entiende.

 

Y sí,

a veces duele el espacio

que dejaste en mi cama.

Pero no cambiaría tu paso

por tu encierro.

Ni tu libertad

por mi egoísmo.

 

Porque amar - de verdad -

es eso:

tocarte sin marcarte,

quedarse sin atarte,

arder sin poseer.

 

Amar es elegir

no acumularte.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

LA VIOLENCIA

 

En las colinas azules de San Jacinto, donde el viento olía a café y leña encendida, vivía don Isidro Montoya, el último liberal de sombrero blanco en un pueblo que había sido tragado por el azul oscuro de los conservadores. Su casa, una finca de tejas rotas y gallinas libres, quedaba al borde del camino que conducía al olvido.

 

Dicen que fue en la Semana Santa de 1948 cuando el cielo se rajó como un costal viejo, y por esas grietas entró el fuego. Jorge Eliécer Gaitán, el que muchos llamaban "el Caudillo de los pobres", cayó a la una y cinco de la tarde frente al edificio Agustín Nieto en pleno centro de Bogotá, y con él se desangró la esperanza. En San Jacinto no hubo misa, ni procesión. En vez del Viacrucis, corrió la noticia como un gallinazo: “¡Mataron a Gaitán!”

 

A los tres días llegaron los “Pájaros”, hombres de camisa azul y machete en la cintura, traídos por el alcalde conservador, quien hablaba con la voz de Dios y firmaba los decretos con sangre seca. Entraban a las casas preguntando por las biblias liberales, que nadie sabía si existían, y cuando no las encontraban, se llevaban al padre, al hijo y al perro, por si acaso eran subversivos.

 

Don Isidro tenía un gallo llamado Gaitán. Un animal altivo, que cantaba con rabia al amanecer. Cuando los “Pájaros” lo oyeron, dijeron que eso era incitación al desorden y lo degollaron sobre la pila del lavadero.

 

Desde entonces, don Isidro no volvió a dormir. Al tercer día, bajó de la montaña su sobrino Rafael, con la cara tiznada de humo y un revólver herencia de su padre, muerto en una emboscada de los “Chulavitas”. Rafael venía de las guerrillas liberales del Tolima, donde los hombres escribían sus ideas en la corteza de los árboles y enterraban a sus muertos sin nombre.

 

- Tío, dijo, ya no hay Dios que nos salve. Aquí solo queda monte o tumba.

 

En los años siguientes, la tierra parió sangre. Las mujeres enterraban a sus hijos sin lágrimas, los curas repartían hostias con la mano temblorosa y las estaciones del tren cargaban más cadáveres que café. Los soldados de la policía política, vestidos de ley, pero armados de odio, llegaban con listas. Si el apellido terminaba en "ez", había sospecha. Si tenía acento en la voz o ideas en la cabeza, ya era suficiente para colgarlo de un árbol.

 

A veces el cielo se ponía tan rojo que los niños pensaban que era la segunda venida del demonio. Otros juraban ver a Gaitán caminando entre los sembrados, recogiendo las almas de los campesinos con su sombrero alado.

 

En 1953 llegó el general Rojas Pinilla como una tromba de uniforme bien planchado. Trajo promesas de paz y radios de pilas que repetían que la guerra había terminado. Pero en San Jacinto, la guerra dormía como un tigre. Rafael bajó al pueblo con una bandera blanca y lo devolvieron en pedazos.

 

En 1958, cuando se creó el Frente Nacional, los periódicos celebraron el fin del mundo. Los jefes conservadores y los jefes liberales se repartieron el país como quien reparte un animal muerto. Pero nadie le explicó a las viudas ni a los huérfanos qué hacer con los cuchillos heredados, ni a los perros con el olor de la pólvora impregnado en el hocico.

 

Don Isidro murió en 1962, en su hamaca, con el rostro vuelto al patio donde antes cantaba el gallo Gaitán. Dicen que se fue en paz, aunque en su mano tenía un recorte viejo con la foto del líder caído y en la otra, una bala marcada con una cruz envuelta en papel periódico.

 

San Jacinto sobrevivió, pero quedó hueco. La plaza mayor se llenó de estatuas sin nombre, las campanas de la iglesia repicaban con miedo y los árboles crecieron torcidos, como si quisieran evitar ver el suelo donde se derramó tanta sangre.

 

Hoy, los nietos de Rafael escriben canciones tristes y los nietos de los Pájaros venden abonos o loza esmaltada para los campesinos. Pero cada tanto, en las noches sin luna, un gallo invisible canta en los patios vacíos. Y los ancianos, que aún saben la historia, se persignan y murmuran:

 

- Fue la Violencia, mijo…

- La que vino sin preguntar y dicen que se fue pero allí camina en el pueblo, como si nada.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Violencia 
Obra de Fernando Botero
tomada de las redes



viernes, 4 de julio de 2025

NI MÁS NI MENOS


No quiero promesas.

Ni eternidades.

Ni llamas que se apaguen

después del espectáculo.

 

Solo quiero tu espalda

al alcance de mis dedos.

El hueco donde apoyas la cabeza

cuando te rindes al sueño.

Tu voz sin explicaciones

cuando dices mi nombre.

 

Ni más ni menos.

Solo eso:

que me busques sin buscarme,

que me toques como si ya me conocieras,

como si el cuerpo hablara un idioma

que tú también aprendiste

a fuerza de ternura.

 

No quiero ser tu todo.

Quiero ser tu ahora.

Tu pausa.

El lugar donde el mundo se detiene

por un momento

para respirar.

 

Ni más ni menos.

Tu piel.

Mi piel.

Y eso que pasa

cuando nada más hace falta.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



  

miércoles, 2 de julio de 2025

CAMINO


Voy dejando partes de mí en este camino,

porque nací para andar, no para quedarme quieto.

Guardo tierra en los zapatos,

como quien guarda patria;

sol en la piel,

como quien lleva luz para repartir;

miradas en la espalda

que no pesan: empujan.

 

Mis bolsillos están llenos

de pedacitos de tiempo rebelde,

de chispas que cayeron del cielo

cuando el universo decidió incendiarse de esperanza.

 

Guardo trozos de árboles caídos,

no por rendidos,

sino por sabios:

por dejar semilla en vez de sombra.

 

Guardo también

el polvo de los mundos que quisieron callarnos,

pero no pudieron.

El viento me ayuda a cargarlo.

 

Camino, sí.

Con el peso de la historia

y la alegría del mañana.

Camino, porque mis pasos abren caminos,

porque mi voz nombra lo que otros callaron.

 

Y canto.

Canto lo que vi,

canto lo que viene.

Y en cada esquina dejo

una sonrisa,

un sueño,

una consigna,

y el recuerdo tuyo,

que no es nostalgia:

es fuerza.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

martes, 1 de julio de 2025

JAIME BATEMAN CAYÓN: EL PROFETA DE LA DEMOCRACIA PASIONAL




Hay hombres cuya vida se escribe como un poema inconcluso, como un canto quebrado por la muerte antes del último verso. Jaime Alfonso Bateman Cayón, ese comandante caribe de voz ronca y verbo encendido, no fue un militante más de la historia colombiana. Fue un sacrílego del dogma y un apóstol de la ternura revolucionaria. Su figura está más cerca del realismo mágico que del dogma socialista. Un hombre que bailaba salsa en Cali, escribía con acento vallenato y pensaba con el corazón bolivariano alborotado.



En tiempos en que las ideologías eran capillas y las ortodoxias marxistas-leninistas pretendían ser manuales infalibles para el paraíso, Bateman se atrevió a leer el alma del pueblo más que los volúmenes europeos. No fue un renegado, sino un transgresor amoroso: quiso a Marx, pero sin miedo a Bolívar, abrazó la revolución, pero sin negar el pensamiento democrático que habitaba en su sangre, se alzó en armas, pero soñó con la paz. En él, como en los grandes profetas, vivía una contradicción fértil: ser guerrillero sin renunciar a la utopía de la democracia plena; ser insurrecto sin negarse a dar el corazón.



Bateman no fue un ideólogo frío, sino un sembrador de pasiones. “Trabajo con la absoluta certeza en la eficacia de la transmisión de la pasión”, dijo. En esas palabras hay más que una intuición política: hay una ideología del cambio. En ellas resuena la voz de los místicos que sabían que solo el amor moviliza lo profundo del ser humano. Para él, la revolución no era una estrategia militar ni una fórmula económica, era un acto de fe popular. Un acto de amor a una patria que había sido desmembrada por las élites y olvidada por decisión estratégica.



Por eso, frente al dogma marxista de la violencia como partera de la historia, Bateman respondió con una herejía hermosa: “solo cuando una ideología se vuelve apasionada, sentida como su propia carne, se transforma en fuerza real”. Esa pasión lo llevó a cuestionar la inercia armada, a tender puentes con la democracia radical y a proponer diálogos en lugar de trincheras. Supo, como los profetas bíblicos, que la historia puede cambiar de rumbo si hay quien se atreva a imaginar otra tierra prometida.



Él no le habló a la izquierda para halagarla, sino para sacudirla. Denunció el caos, la fragmentación, la repetición estéril del dogma y la incapacidad de muchos de sus contemporáneos para ver más allá de la ortodoxia. “Mientras no haya una unidad clara de proyectos políticos y militares entre las organizaciones armadas de este país, sencillamente estamos alargando este chico”, advertía, con una sabiduría que hoy duele por lo vigente. La burguesía, decía, sigue “mangoneando y engañando al pueblo”, no por su fuerza, sino por la ceguera de quienes deberían enfrentarse a ella con inteligencia colectiva y sentido histórico.



Pero Bateman no solo tenía lucidez política. Tenía alma. Y esa alma estaba arraigada en el pueblo, en su religiosidad, en su cultura, en su dolor. No se avergonzaba de decir que él y muchos miembros del M-19 eran católicos. No como consigna, sino como vivencia. Porque sabía que una revolución que le da la espalda a las raíces espirituales del pueblo está condenada a flotar sin tierra. Era un creyente en el sentido más humano y más político del término: creyente en que es posible otra Colombia, más justa, más bella, más viva.



En los años 80, Bateman intuyó la cercanía de la paz y también la de su muerte. No fue un mártir por vocación, sino un profeta por necesidad. Quiso que lo recordáramos como “el profeta de la paz”. Y así debe ser: un hombre que se adelantó a su tiempo, que rompió con los moldes del odio, que prefirió sembrar esperanza antes que perpetuar el fuego. Como los profetas del Antiguo Testamento, no predijo el futuro: lo encarnó. Se hizo posibilidad. Se hizo horizonte.



En él vivía el sueño no de una izquierda doctrinaria, sino de una izquierda que se vuelve pueblo. Una izquierda que canta, que ríe, que baila, que hace el amor, que ora con los abuelos y que defiende la vida como lo más sagrado. No un revolucionario de escritorio, sino un comandante de carne y hueso, de errores y aciertos, que creyó - como también lo creía Camilo Torres - que el verdadero poder está en el servicio, en la comunidad, en el amor que se hace justicia.



Hoy, releer a Bateman no es un acto nostálgico. Es un acto de resistencia espiritual. Porque Colombia sigue desgarrada, sigue buscando su paz verdadera, sigue necesitando profetas que anuncien, sin fusiles y sin dogmas, una democracia encarnada. No una democracia de élites, ni una paz de papel, sino una democracia real, vivida, apasionada. Como la que soñó Bateman. Como la que merece su pueblo.



Gracias, profeta. Gracias Comanche…

Que la paz sea contigo.

Y que tu palabra siga viva como semilla en el barro de esta tierra sembrada de dignidad y heroísmo popular.

Jorge Alberto Narváez Ceballos