martes, 17 de junio de 2025

JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI: PENSAR DESDE EL PUEBLO PARA TRANSFORMAR EL MUNDO

 

José Carlos Mariátegui fue uno de los pensadores más originales y revolucionarios de América Latina. Desde el Perú, en las primeras décadas del siglo XX, este periodista, ensayista y socialista se atrevió a mirar la realidad con los ojos del pueblo y no con los lentes importados de Europa. Mariátegui no solo criticó las injusticias que vivían los trabajadores y los indígenas, sino que propuso caminos para construir una sociedad más justa, partiendo de la historia, la cultura y las luchas propias de América Latina. Hoy, casi cien años después, sus ideas siguen vivas y son una herramienta fundamental para entender y transformar el mundo en que vivimos.

 

I. La democracia no es para unos pocos

 

Para José Carlos Mariátegui, la democracia que nos vendieron en América Latina era puro cuento. Una máscara bonita que esconde la realidad: que los mismos de siempre sigan mandando.

Para Mariátegui, la democracia no era firmar papeles ni votar cada cuatro años. La verdadera democracia es la que nace del pueblo que se organiza, que se levanta y que se atreve a cambiar las cosas. No es un regalo que baja desde arriba. Es un derecho que se conquista luchando, codo a codo, en la calle, en la plaza, en el sindicato, en la tierra.

 

En su libro “Siete ensayos sobre la realidad peruana”, Mariátegui le sacó la careta a ese sistema que heredamos de los tiempos de la colonia. Decía que esa democracia era una mentira en un país donde los indígenas, los pobres, los campesinos, vivían como si no existieran. Por eso, Mariátegui no quería una democracia pintada de palabras, sino una democracia verdadera: donde el pueblo sea el dueño, donde la tierra sea de quien la trabaja, donde los que siempre estuvieron abajo puedan levantarse.

 

II. La democracia verdadera nace desde abajo

 

Mariátegui decía que la democracia verdadera no es agrandar las jaulas donde nos tienen encerrados. Es romperlas. Es construir otras formas de mandar y obedecer, donde el patrón ya no decida por todos. Es cambiar el juego, no solo las reglas.

 

La democracia radical es esa donde la gente del barrio, del campo, de la fábrica, del sindicato, del movimiento indígena o feminista, se junta, se organiza y toma las riendas. No es esperar que los de arriba hagan algo. Es hacer. Es hablar y decidir entre todos, sin jefes, sin amos. Es la política nacida en la calle y no en los palacios.

 

En esa democracia radical, la gente no es espectadora. Es protagonista. No aplaude desde la grada. Salta a la cancha.

 

III. Organizarse para no seguir obedeciendo

 

Mariátegui sabía que sin organización no hay pelea que valga. Las organizaciones de base —las que nacen en el barrio, en la vereda, en la parcela— son la raíz de la democracia verdadera. Es ahí donde el pueblo aprende a hablar, a reclamar, a no tener miedo.

 

Las organizaciones populares no son oficinas. Son los comités de vecinos, los grupos de mujeres, los sindicatos, los colectivos de jóvenes, las asambleas campesinas. Son esas reuniones donde la gente común decide qué hacer con su vida, con su trabajo, con su tierra. Ahí nadie manda desde arriba. Ahí todos deciden juntos.

 

Mariátegui no copiaba recetas de Europa. Él decía que la revolución debía tener sabor a nuestra tierra, color de nuestros pueblos, olor a campo mojado. Decía que había que construir un socialismo nuestro, con nuestras manos, con nuestras historias, con nuestras luchas.

 

IV. La lucha, la única forma de conquistar la democracia

 

La democracia de verdad no cae del cielo. Se arranca luchando. Mariátegui creía en la lucha directa: en las huelgas, en las tomas, en las marchas, en las manos que siembran y también en las que levantan la voz.

 

En la lucha, el pueblo no solo pelea: también aprende. Aprende que las injusticias no son naturales. Aprende a organizarse. Aprende a soñar con otra vida.

 

Para Mariátegui, la lucha no era solo pelear por pelear. Era el camino para cambiar las cosas de raíz. Para cambiar quién manda y quién obedece. Para que la tierra no tenga dueño, para que el trabajo no sea esclavitud.

 

El movimiento obrero, los sindicatos, los campesinos, los indígenas, las mujeres, los jóvenes: todos son parte de esta pelea. Porque Mariátegui no hablaba de una revolución de unos pocos. Hablaba de una revolución de todos.

 

V. Mariátegui sigue vivo

 

Hoy, casi cien años después, las palabras de Mariátegui siguen caminando por América Latina.

 

En un mundo donde las democracias son cada vez más un show para que los poderosos sigan mandando, la democracia radical es más necesaria que nunca. Hoy seguimos viendo cómo las grandes empresas mandan más que los presidentes. Cómo la policía golpea a quien protesta. Cómo los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres.

 

Los movimientos sociales de hoy —las mujeres que luchan, los pueblos que defienden la tierra, los jóvenes que gritan en las calles, los indígenas que protegen la selva— están, sin saberlo, caminando junto a Mariátegui.

 

Los gobiernos populares que intentaron cambiar las cosas nos enseñaron que sin organización desde abajo, todo lo que se gana se puede perder de un día para otro.

 

Mariátegui nos dejó claro: la democracia verdadera no se espera. Se construye, se pelea, se arranca, se defiende.

No es cosa de los de arriba - sin importar si son los patrones o los dirigentes -. Es cosa de todos.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

LA ORGANIZACIÓN Y LA MEMORIA


En los rincones donde la historia no llega, donde las noticias no pisan y donde el viento solo arrastra polvo y olvido, el pueblo duerme. Duerme con los ojos abiertos, sueña mientras trabaja, mientras viaja en buses atestados, mientras espera que la vida le alcance para algo más que sobrevivir.

 

Y cuando el pueblo duerme, otros sueñan por él. Sueñan banqueros, generales, presidentes bien peinados y abogansters de cuello rígido. Ellos sueñan un mundo ordenado para sus bolsillos y escriben las reglas en idiomas que el pueblo no entiende, pero obedece.

 

I. Los desorganizados no existen

 

Antonio Gramsci, un hombre que escribió en la sombra de una celda, lo sabía. Lo gritó con su pluma temblorosa:

“Los desorganizados no existen.”

Son masa sin forma, humo que el viento dispersa, voces que se apagan en la garganta.

El pueblo necesita encontrarse, saberse, sentirse. Porque el pueblo desorganizado es un archipiélago de soledades: cada isla, una derrota.

 

Los poderosos lo saben. Por eso prefieren al pueblo dormido, disperso, distraído en los espejismos de la televisión y los atajos del olvido.

Pero cuando el pueblo se organiza, se despierta. Y cuando se despierta, camina. Y cuando camina, puede cambiarlo todo.

 

II. La consulta es la voz que no se alquila

 

En las cumbres donde los trajes deciden por millones, algunos tiemblan cuando escuchan esta palabra: consulta.

Porque la consulta es la herejía de preguntar.

Es poner la voz en manos del que barre las calles, del que siembra papas, del que carga ladrillos, del que nunca fue consultado para nada.

 

La consulta es la grieta que rompe el muro de los elegidos.

Es la mesa donde se sientan los que siempre comieron las sobras.

Es el derecho a decir: Aquí estamos, existimos, y esto es lo que queremos.

 

No es solo un papel ni una urna. Es una escuela, un espejo, un tambor que llama a la fiesta de los que nunca fueron invitados.

Por eso le temen. Por eso la sabotean. Por eso la llaman peligrosa. Porque en ella el pueblo se mira y se reconoce.

 

III. Petro: el hereje de los palacios

 

Gustavo Petro, con todos sus errores y sus cicatrices, camina por el borde del mapa.

No es un santo ni un héroe sin manchas. Es un hombre terco, de esos que prefieren la tormenta al aplauso fácil.

 

Está en el lado incómodo de la historia:

Del lado de los que no caben en las fotos oficiales.

Del lado de los que no tienen club ni accionistas ni escoltas de cristal.

Del lado de los que se mojan bajo la lluvia mientras otros miran desde los balcones.

 

Los que siempre gobernaron escribieron la historia con tinta de miedo.

Pero Petro, con sus manos llenas de preguntas, intenta reescribirla con la letra temblorosa del pueblo.

 

Los poderosos lo llaman peligro.

El pueblo, a veces, lo llama esperanza.

 

IV. El fuego no se apaga

 

Organizar al pueblo es encender la mecha.

La consulta es la chispa que puede volverse incendio.

Y Petro, por ahora, es uno de los que sopla las brasas.

 

Nadie sabe cuánto durará la llama ni cuántas tormentas vendrán.

Pero los fuegos pequeños, cuando se encuentran, pueden alumbrar la noche más larga.

 

Gramsci lo susurra desde la cárcel del tiempo:

“El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claro oscuro, nacen los monstruos.” Monstruos como los que realizan marchas de zombis para corear amenazas de muerte y lamentos para regresar al régimen del odio.

 

Pero también, a veces, nacen los fuegos.

Y si el pueblo se organiza para arder, quizás ardan rápido y en todas partes, para que esta vez los monstruos no ganen de nuevo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



miércoles, 11 de junio de 2025

"RENUNCIAR A TODO, MENOS A LA VICTORIA"

 "Renunciar a todo, menos a la victoria." Buenaventura Durruty

 

Sobreviví a la guerra, a los sótanos húmedos de la persecución oficial, a las torpezas de nuestra propia causa, a los falsos profetas que con la voz llena de promesas nos llevaban de la mano hasta el abismo político después de jugarnos la vida por la paz. Sobreviví, sin saber bien por qué, ni para qué.

Había noches en que el silencio tenía el tamaño de una bala y las palabras olían a traición. Aprendí que los calendarios revolucionarios no siempre tienen domingos y que a veces la victoria es apenas sobrevivir al día siguiente. Pero esta noche, después de tantas marchas, de tantas huidas, de tantos nombres prohibidos y tantas banderas clandestinas, entendí por fin para qué había sobrevivido: para escuchar al Compañero Presidente contar la historia de Colombia como nadie se había atrevido a contarla.

No fue una alocución, fue un conjuro. No habló desde un podio, habló desde el tiempo. Nos nombró a todos: a Gaitán y a Gabriel Turbay, que soñaron una revolución de chaleco y corbata; al M-19, con sus errores y sus gestas, con sus poetas y sus fusiles; a la Chiqui, cuyo nombre pequeño cargó el peso de una patria imposible. Nos contó, como quien recuerda un amor perdido, que en este país las ideas no mueren, sólo se mudan de cuerpo.

Y ahora, cuando la patria se dibuja entre panes compartidos y banderas limpias, entre la libertad que sabe a café caliente y el desafío ineludible de elegir entre la vida y el odio, entre la esperanza y la corrupción, entendí que sobrevivir era esto: llegar hasta aquí, escuchar esa voz, y saber que el boleto de mi vida estaba pagado.

Porque a veces el precio de seguir respirando no es la cobardía ni el olvido: es la terquedad de seguir creyendo.

Así de sencillo. Así de complejo.

Además, les cuento que también soy libertario de los de Durruty…

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



viernes, 6 de junio de 2025

PALPITACIONES


(una mañana lluviosa que te nombra)

 

Llueve, como si el cielo tuviera también ganas locas de besarte. Y yo aquí, con el corazón en la mano, goteando tu nombre entre los dedos.

 

La nostalgia me sabe a café frío, a canción sin final, a piel que se recuerda sola en el hueco de tus ausencias. No es tristeza – no –, es otra cosa: es la ternura que se ha quedado sin abrigo, esperando en la puerta de tu boca.

 

Me dueles con esperanza. Me faltas con el afán de volver a tomarte de la mano. Eres esa lluvia que moja sin tocarme. Y aun así, te amo sin pausa. Te amo con esa perseverancia de las raíces que buscan agua bajo un suelo dormido.

 

No tengo certezas. Tengo esta urgencia húmeda que me late en la garganta cuando imagino tu beso posándose como lluvia mansa en la rendida geografía de mi boca.

 

Palpitaciones.

Eso soy hoy.

Un tambor de pecho,

un himno secreto,

un poema empapado

que sólo se seca

si tú lo lees

con los labios.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Galeras Pop


 

jueves, 5 de junio de 2025

ELEGÍA


(al rayar el alba, para ella, el amor de mis amores)

 

No tengo grandes gestos. Solo esta voz que tiembla cuando te nombra. No tengo escudos, solo palabras desnudas que buscan tu sombra en mi pecho.

 

Rayaba el alba, y yo, apenas envuelto en el calor de tu recuerdo, te pensé con la delicadeza de quien acaricia un cristal que canta. Te amo con la torpeza de las cosas frágiles, esas que se quiebran si se aprietan, pero también si se sueltan.

 

No vengo a pedirte nada. Solo vengo a quedarme en el borde de tu día, como esa luz temblorosa que entra por la ventana y no sabe si ya es mañana o aún es sueño.

 

Mi piel aún guarda la esperanza de tus labios no dados. Mi boca aún aprende a nombrarte sin herirte.

 

Esta es mi elegía: no canto lo que he perdido, canto lo que nunca he tenido y aun así me ha salvado.

 

Tú.

Tan tú,

tan lejana y tan mía,

como la brisa primera

que no se ve

pero nos eriza.

 

Déjame ser eso:

la fragilidad que no huye.

El hombre que ama

sin más fuerza que su ternura.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Volcán Galeras visto desde Berruecos
fotografía de Fabio Martínez
https://www.facebook.com/photo/?fbid=589245967933320&set=a.282500659939297 


martes, 3 de junio de 2025

TARDE-NOCHE



Te amo.

Como aman las tardes al crepúsculo en los pueblos donde el sol no se pone, sino que se desmaya lentamente en los brazos de la tierra.

Te amo con esa tibieza dudosa con la que se ama lo que arde sin mostrar la llama: sin saber si es la luz o la sombra la que quema por dentro, como queman los recuerdos que nunca ocurrieron, pero aún así duelen.



Ven.

No traigas maletas, ni mapas, ni promesas. Aquí no tengo certezas, pero sí esta ternura descalza que aprendió a caminar sobre brasas con tu nombre en la boca.

Una ternura que tiembla cuando tú, sin saberlo, dices mi nombre como lo dicen los fundadores de mundos, como si fueras la primera persona en nombrarme y el universo acabara de comenzar.



Soy tarde-noche.

No prometo sol, ni cielos despejados, ni mañanas limpias.

Pero si vienes, encontrarás el calor que queda en las paredes cuando el amor ha pasado por ellas, ese calor lento, callado, como el que guardan los muros de las casas que han visto abrazos que nadie se atrevió a contar.



Porque no soy un día radiante:

soy esa hora exacta en que el mundo duda entre seguir viviendo o quedarse dormido para siempre.

Y aun así, aquí estoy, ardiendo en silencio, esperándote.



No sé si eres recuerdo o deseo,

si llegaste o si te soñé.

Solo sé que hay un calor suave

cuando pienso en ti,

como si algo en mí

recordara tu piel

sin haberla tocado nunca.



Jorge Alberto Narváez Ceballos
Fotografía de Fabio Martínez 


 

 

lunes, 2 de junio de 2025

PAÍS POSIBLE




A veces pienso que, si el mundo fuera más justo, yo nacería cada mañana justo en el hueco de tu ombligo, ese rincón tibio donde el miedo no alcanza y todo late con un ritmo más humano.



Me quedaría ahí, silencioso, como se queda el sol detrás de una cortina esperando verte pasar en bata, oler tu café, ver cómo tu boca lo prueba, como si la vida cupiera en ese primer sorbo. Tus gestos simples - recogerte el cabello, buscar una taza, rascarte un poco la nuca - son pequeños milagros cotidianos, como si el amor no necesitara más que una mañana sin prisa y tus pasos descalzos sobre el suelo frío.



Yo te amo como se ama lo que no se quiere perder: no con urgencia, sino con la paciencia suave de quien ha encontrado, al fin, un sitio donde descansar el alma. Y si alguna vez olvidas dónde está tu norte, mira mis manos: te buscan sin mapa, te aprenden sin prisa, te escriben sin tinta.



Porque contigo, amor, he descubierto que hay cuerpos que son países y caricias que fundan ciudades. Y yo, sin pasaporte, crucé tu espalda y decidí quedarme.



Te amo,

con la quietud

de quien ha comprendido

que fundar un sueño

también puede ser

acariciar con el viento.



Jorge Alberto Narváez Ceballos

Tapiz de retazos


EL HIJO DE LOS OJOS RAZGADOS

 

En los años en que la patria fue capturada por el afán de muerte, cuando los muertos no tenían nombre y los asesinos cargaban el suyo sin vergüenza, el agente de la inteligencia militar Alan trabajaba bajo la superficie de la nación. Literalmente. Vivía entre los muros mohosos de un sótano donde los expedientes dormían amontonados como ataúdes sin cruz.

 

Durante treinta años fue un hombre sin rostro, una sombra obediente que firmaba papeles sin leerlos, sellaba órdenes sin comprenderlas, y acataba mandatos que venían del “olimpo”, donde moraban los generales. Era tan gris como el uniforme que colgaba siempre de una silla coja, y tan callado como los muertos que ayudaba a enterrar entre palabras.

 

Nadie supo nunca cuándo se volvió invisible. Ni él mismo supo cuándo dejó de mirar a su hijo.

 

Lo había dejado al cuidado de su madre, mujer valiente y vencida, que vendía lotería y aseaba casas ajenas mientras el país se caía en pedazos como una ruina mal disimulada. El muchacho creció entre ausencias, se curtió en los semáforos y se hizo hombre antes de ser joven, con esa tristeza prematura que sólo traen los que conocen la pobreza desde la cuna.

 

Una tarde sin fecha, mientras hojeaba con desgano los informes de rutina, Alan lo encontró. En una fotografía de periódico, manchada de sangre tinta y sospechas húmedas, se notaba a todas luces que había estado clavada con tachuela oxidada al tablero de operaciones. Lo reconoció por la mirada: unos ojos rasgados que parecían heredados de un jaguar - así era como apodaban a su abuelo indígena -. El pie de foto decía “abatido en combate”. El expediente lo llamaba “subversivo sin antecedentes”. La orden lo nombraba “objetivo neutralizado”.

 

Alan tembló como si de pronto lo hubieran llamado por su nombre verdadero.

 

Los periódicos del domingo hablaron de dos jóvenes muertos en un enfrentamiento, de un fusil en la mano derecha de un muchacho zurdo, de una chaqueta de uso privativo del ejército que parecía nueva. Pero nadie habló de los otros cinco: estudiantes del mismo colegio, del grupo de teatro, encontrados desmembrados en una finca confiscada y reconvertida en escuela de horror.

 

La orden del operativo de captura había salido del escritorio de Alan. La firmó como tantas otras, con la pluma temblorosa del que obedece sin entender. Quien la ordenó fue el coronel Esteban Cifuentes, conocido por saber brindar sin perder la puntería ni la lengua.

 

Al principio Alan creyó que fue un error, creyó en la confusión, en el azar. Luego supo la verdad. Los muchachos no habían muerto en combate. Fueron vendidos como ganado a un campo de entrenamiento paramilitar, donde un extranjero de acento hebreo enseñaba a torturar como se enseña una lengua muerta. Los dos que aparecieron como muertos habían intentado huir. Los otros cinco no tuvieron esa suerte: se los tragó la tierra después de que les arrancaron la voz con electricidad.

 

Esa noche Alan huyó con los documentos bajo el brazo y la culpa atragantada como una espina de pescado. Se refugió en una pensión frente al cementerio central, donde los muertos hablaban más claro que los vivos. Pasó semanas sin dormir, escuchando el lamento de los expedientes desde la mesa y el grito mudo de su hijo desde el fondo de los sueños.

 

Espió al coronel como había espiado tantas veces a los enemigos de la patria: midió sus pasos, su aliento, la hora exacta en que apagaba la luz, el temblor de sus dedos cuando abría la botella de whisky. Y una tarde de viento caliente, lo esperó en un parque sin niños ni palomas.

 

No habló. Disparó tres veces, con la precisión de quien ejecuta una sentencia divina. Una por cada bala que recibió su hijo.

 

La noticia apareció al día siguiente, diminuta, arrinconada entre el horóscopo y los deportes: “Ex agente asesina a coronel. Brote psicótico. Sin testigos. Se entregó voluntariamente.”

 

Lo encerraron en una celda sin ventanas, donde por primera vez en su vida tuvo un nombre completo.

 

Esa noche soñó que su hijo lo abrazaba. Que los otros muchachos recitaban versos desde una tarima hecha de madera, como en los festivales de colegio. Que una paloma blanca - una sola - le picoteaba el hombro izquierdo mientras le susurraba un secreto que no recordaba al despertar.

 

Y entonces lloró. Por él. Por su hijo. Por los cinco muchachos. Por los padres que aún los buscan. Por la patria que firma sus crímenes con mano firme y los borra con la otra. Lloró hasta vaciarse por dentro.

 

Y así, sin medallas, sin venganza, sin justicia, el agente Alan dejó de ser Alan y se convirtió en una historia más que nadie contará.

 

Porque en este país los crímenes se pudren en los archivos, los verdugos ascienden, y los muertos - los muertos del Estado - sólo descansan cuando los matan otra vez en los sueños.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

domingo, 1 de junio de 2025

PAN Y MERMELADA


Amaneciste en mi cuerpo como si el tiempo tuviera el ritmo lento y ceremonial de quien unta pan recién horneado con mermelada de frambuesas aún tibia. Tus dedos, sagrados como hojas silenciosas mecidas por e viento, me recorrían sin prisa, desmigajando el alma que yo apenas lograba sostener entre los huesos.

 

El sol, perezoso, apenas insinuaba su presencia tras los postigos de la ventana, pero tus manos ya conspiraban en mi cintura como si el universo necesitara reorganizarse cada domingo en la cartografía de mi piel. Dijiste “te quiero” con una voz hecha de pan tostado y cielo limpio, y yo, huérfano de palabras, respondí mordiéndote el silencio que escondías en la comisura de los labios.

 

Luego, entre el murmullo del agua, mientras lavábamos los platos, tú llevabas mi camisa abierta, como quien viste el recuerdo de una tormenta, y yo, que solo sabía mirar con hambre antigua, dejé que mis ojos se perdieran en la geografía de tu pecho. Pensé entonces, como si lo soñara un ángel exiliado: amarte es fácil cuando hasta el agua entona canciones en tu nombre.

 

En lo simple estás,

himno tibio en mi saliva,

milagro que arde.

Sabor que no se va.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos 



sábado, 31 de mayo de 2025

ERES MI BUENA MAÑANA


Eres el primer sol que se posa en mis párpados, la tibieza exacta con que despierta el mundo cuando no hay prisa. Abres mi cuerpo como si descorrieras las cortinas del día, y entras despacio, como el aroma del café recién colado, como esa fruta madura que se ofrece sin vergüenza ni misterio.

 

En tu pecho desayuno: una cucharada de ternura, una miga de voz ronca aún de sueño. Y me haces reír con la lengua, me haces cantar con la piel. Eres mi almuerzo servido sobre la mesa de tu ombligo, mi bocado favorito, la sazón que enciende mis entrañas, la sal que me recuerda que estoy vivo.

 

En la noche me llevas con la promesa de una luna que se desnuda solo para mí. En tu cama no hay horarios, solo un cuerpo que se hace abrigo y otro que se deshace entre suspiros. Eres la madrugada que nadie ve, el murmullo que arde lento mientras se apaga el mundo.

 

Y yo,

yo me quedo contigo,

haciéndote poema en la boca,

como si fueras mi aliento,

como si fueras la única forma

de decir amor sin decirlo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Paisaje con luna y con montaña


viernes, 30 de mayo de 2025

SIN DUDARLO UN SEGUNDO


Me acercaría a ti sin dudarlo un segundo. Como el fuego al aire que lo aviva, como el agua al cuerpo que la espera. No me detendría en los bordes de tu silencio, ni en las puertas que dejas entreabiertas por miedo. Entraría. Con los ojos cerrados. Con el alma descalza.

 

Te tocaría con palabras, primero. Con esas que tiemblan en la lengua cuando la noche cae y todo se reduce a dos respiraciones buscando el mismo latido. Luego vendrían mis manos, mis dedos como preguntas que no necesitan respuesta, que solo quieren saber cómo suena tu piel al decir mi nombre.

 

No me mires con duda. Yo te he amado en todas las versiones del tiempo. Te he amado en los cuerpos que no fueron tuyos, en las calles donde no caminaste, en los amaneceres que no compartimos. Te he amado con la certeza de quien se lanza desde lo alto porque sabe que volar es cuestión de fe.

 

Tú, ahí, tan tú.

Y yo, aquí, tan tuyo.

El mundo puede arder, perderse, callar.

Pero si me lo pidieras,

te seguiría hasta el fondo de la noche

sin dudarlo un segundo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



jueves, 29 de mayo de 2025

ENTRE EL ALMA DEL JAGUAR Y LA CIUDAD


A Jorge no lo habían visitado los fantasmas de sus abuelos en sueños – todavía -, pero una tarde de octubre - lluviosa, como toda buena tarde en Pasto-  sintió que la ciudad le quedaba estrecha, como un saco que se encoge por no saberse lavar. Hacía meses que las luces de los semáforos le parecían advertencias del más allá, y los murmullos de la gente en la plaza de Nariño se le confundían con voces de otro mundo. Por eso, cuando un viejo amigo de universidad, medio chamán y medio loco, le habló del Yagé y de un Taita Siona que vivía más allá del fin del asfalto, en Buenavista, Municipio de Puerto Asís, no dudó en decir sí. Como si ya hubiera estado allá. Como si el camino lo hubiera estado llamando desde siempre y apenas ahora se animaba a responder.

 

“Quiero conocer ese estado alterado de la conciencia”, dijo, como si tuviera idea de lo que estaba diciendo.

 

Muy pocos se lo toman en serio, porque alrededor del Yagé, hay una verdadera leyenda, un relato espiritual, que provoca al ser oída por los ignorantes, la risa y la burla. Pero él, que ya había probado algunos rituales cuando estuvo en las montañas del Cauca y leído "Las enseñanzas de Don Juan: Una forma yaqui de conocimiento" de Carlos Castaneda, decidió cruzar la puerta hacia su comprensión, porque - según el amigo chamán-  “la puerta está abierta para quien quiera cruzarla, sea indígena o no”.

 

El viaje fue una odisea. Salió de Pasto al amanecer en una flota que olía a gasolina. Atravesó los abismos de la cordillera, se internó en la selva como quien entra a una vieja biblioteca donde los libros respiran, y terminó bajando de un camión de ganado en medio de un aguacero, frente a una choza de madera donde el tiempo parecía haberse detenido a fumar tabaco.

 

Allí lo esperaba el Taita Mayor Francisco Piaguaje.

 

No era alto, pero en sus ojos cabía el cielo entero. Lo miró como se mira a un animal extraviado. “¿Pasto?”, preguntó el Taita, y Jorge asintió. El taita murmuró algo en lengua Siona, le ofreció una taza de agua de panela y dijo: “El Yagé es un regalo de papito Dios para los indios y solo para los que los indios inviten, porque es un remedio”.

 

Esa noche, en Buenavista, cuando la luna se escondía entre ceibas milenarias, Jorge bebió la poción. Al principio supo a raíces amargas, como si estuviera tragando los siglos del planeta. Luego vino el vértigo. El cuerpo le temblaba como una antena en la tormenta. Y de pronto, como si un velo invisible se rasgara entre la razón y el misterio, empezó a ver.

 

No con los ojos, sino con el alma.

 

El cielo se volvió un río de colores. Las plantas le susurraban secretos. Los insectos le hablaban. Y en medio del delirio, se sintió enorme, vibrante: un felino, un jaguar. Caminó por la selva con la seguridad de los que saben a dónde van, y rugió con la furia de un trueno recién nacido. Su aliento era vapor de tierra mojada.

 

Entonces comprendió que el bejuco del Yagé contiene el alma del taita y del jaguar, y que ese rugido no era suyo, sino de la selva entera que lo habitaba por dentro.

 

En la madrugada, cuando el fuego ya casi era ceniza, Jorge vomitó su miedo, su tristeza, su arrogancia. El Taita le puso la mano sobre el hombro y dijo: “Dios es tan grande que solo la selva lo contiene”.

 

Al día siguiente, al ver el verde eterno del Putumayo, Jorge supo que ya no sería el mismo. Entre el cielo y la tierra hay más cosas de las que el hombre es capaz de imaginar, y ahora él lo sabía.

 

Regresó a Pasto con la mirada más suave, como si adentro llevara una antorcha encendida. Ya no discutía en los cafés, ni corría detrás de la noticia. Y solo hablaba del Yagé cuando la palabra valía más que el silencio.

 

Porque allí, en ese rincón entre Buenavista y el alma, había vivido lo mejor que le pudo pasar: una comunión con el alma, un viaje hacia sí mismo, un pacto secreto con lo salvaje.

 

Y aunque a veces, por las noches, le volvía el rugido al pecho, él lo dejaba salir despacio, como quien acaricia un recuerdo sagrado.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



martes, 27 de mayo de 2025

EL REMEDIO DE LA MELANCOLÍA

 

En la casa pintada de cal, al fondo de la calle de las buganvilias moradas, vivía ella, la más hermosa entre las muchachas del pueblo y también la más triste. Desde hacía dos años, que fue cuando se despidió de sí misma una tarde-noche sin decir adiós, vagaba las calles desde su casa a la iglesia y desde la iglesia a su casa, como un alma sin sustancia, como un rezo sin fe.

 

Los vecinos, que al principio se alarmaron por sus llantos matinales, acabaron por resignarse. No era raro, si uno pasaba junto a la ventana abierta, oírla llorar sin consuelo, mientras el agua hervía sola en la cocina y los claveles en la repisa se marchitaban sin que nadie los mirara.

 

Había sentido los pasos casi dormido, alguna vez, su padre, don Jeremías, un jubilado de teléfonos que pasaba las horas en su habitación del primer piso, sentado junto al ventanal, contemplando cómo la tristeza de su hija se deslizaba en forma de hilera por el patio, como una procesión silenciosa. De este modo, ella se mataba inútilmente, sufriendo por algo que posiblemente ni siquiera iba a pasar, algo que ni siquiera podía nombrar.

 

La última vez hasta se puso a llorar en plena misa del domingo, sin motivo visible, rompiendo el sermón del padre Artemio con un sollozo tan hondo que se creyó que la Virgen del altar también iba a llorar. Su rostro amarillento parecía manifestar una enfermedad, pero era solo la falta de sueño, la falta de alma, la falta de remedio. Ella misma lo decía, entre susurros: ya no entiendo la situación en la que he caído. Una tristeza vaga, profunda y permanente que sólo podía tener su origen en el hecho de estar viva sin haber amado nunca.

 

- Sin duda no puedo evitarlo - le confesó una vez a la hermana Laura, que le ofrecía agua de azahares y rosarios benditos -. Es la melancolía la que me lleva y me trae.

 

Y así habría seguido, quizá por años o por siglos, de no haber sido por aquel forastero que llegó sin que nadie lo invitara, con un sombrero polvoriento y una sonrisa que parecía de otra época. Nadie supo de dónde venía, ni siquiera él lo recordaba con claridad. Decía que era caminante, que iba de pueblo en pueblo recolectando historias, aunque no escribía nada. No tenía intenciones de quedarse, pero el mercado lo distrajo.

 

Fue allí, entre los canastos de yucas y los ajíes colgantes, que lo vio por primera vez, recogiendo su mesa de ventas con la lentitud habitual de quien espera que algo o alguien lo detenga. Él la miró como quien encuentra una promesa, y ella lo miró como quien no sabe que sigue viva.

 

Tuvieron solo tres encuentros. El primero, en la plaza. El segundo, bajo el almendro frente a la iglesia, donde él le ofreció una manzana sin decir palabra. Y el tercero, la noche del jueves, cuando la luna pareció quedarse detenida sobre la casa de cal.

 

Esa noche los vecinos no escucharon más su llanto, pero el alboroto del amor no dejó duda alguna de que algo había cambiado. Las paredes retumbaban con un eco que no era de tristeza sino de salvación. La melancolía, esa mujer huesuda que la acompañaba como una sombra, fue expulsada de la casa con el primer gemido.

 

Y cuando el caminante se fue, al amanecer, dejando solo una flor silvestre sobre la almohada, ella volvió a la vida. Regó los claveles, cerró la ventana, cocinó pan dulce, y cuando pasó por la iglesia, ya no rezó por consuelo, sino por gratitud.

 

Solo el amor, el carnal, el físico, puede curar - dijo después, a quien quisiera escucharla -. Lo demás es espera.

 

Jeremías se hizo el sordo ante los arrebatos de su hija, porque mil veces prefería oírla reír que llorar. No le importaban los portazos, ni las carcajadas que subían como estampidas por la escalera, ni los pasos descalzos a medianoche, ni siquiera el canto desafinado que ahora llenaba la casa pintada de cal. Después de todo, era mejor el escándalo del amor que el silencio funerario de la melancolía.

Y así, sentado en su silla de siempre, con la ventana abierta al patio, el viejo telefonista jubilado alzó una taza de café humeante y murmuró, sin dirigirse a nadie: “Al fin volvió la vida a esta casa.”

 

Y nadie volvió a oírla llorar.        

 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

 


 

 

sábado, 24 de mayo de 2025

BRUMA, LA GATA CALEÑA

 

- ¡No jodás! ¿Una gata? ¿Una puta gata? - dice el flaco Martí, entre risas y una botella de ron, en el bar de Las Ramblas donde nos encontramos cada 12 de abril desde hace... ¿35 años?

 

Yo también me río, pero solo por fuera. Por dentro, todavía tiemblo como aquella vez, en Cali, en el 85, cuando Bruma nos salvó del infierno.

 

Lucía y yo éramos dos guerrilleros urbanos con más nervios que munición. Nos movíamos por el centro como peces en el agua: sin hacer olas, pero dejando rastros. Teníamos un apartamento sobre la Sexta, cerca del Teatro Jorge Isaacs, entre vendedores de libros usados y dealers de coca que no sabían que eran nuestros vecinos.

 

La revolución andaba mal. Muy mal.

Fue por los días del Palacio. Ya nos habían asustado dos veces en la esquina de la casa, y a Lucía le habían tumbado la cédula en una redada en San Antonio.

Estábamos esperando que nos callaran para siempre.

 

Por esa época - unos cuatro o cinco meses antes-  apareció la gata.

La gata que sabía de silencios.

 

Dentro de la caja había cinco gaticos. Cuatro machos y una hembra. Cuando los encontramos, el parque no era muy frecuentado y, además, era lunes por la tarde.

Nuestra intención no era dejarlos, pero la ciudad nos estaba empujando hacia otra orilla.

 

A las seis de la tarde habíamos puesto a cuatro gaticos en buenas manos: el Negro Pedro y sus hijas se llevaron dos, y Martica nos ayudó a ubicar los otros dos en casas de amigos.

Quedaba ella.

 

Era tan pequeña que cabía en mi mano.

Al principio, pensamos en dejarla con nosotros solo esa noche.

 

Nos despertamos a las seis de la mañana, descorrimos las cortinas y comprobamos de inmediato que dormía plácidamente en medio de nuestras almohadas.

Verla así, dormida y pequeñita, nos robó el alma.

Se despertó y empezó a lamerme la cara, como si ya supiera cómo ganarse mi cariño.

 

La llamamos Bruma, porque aparecía cuando menos la esperábamos, y porque su pelo era como neblina espesa sobre la madrugada.

Dejamos pasar un mes sin apenas darnos cuenta.

Bruma se quedó.

 

Aquella tarde era densa, como la antesala del infierno. El calor bajó de una manera que no era explicable. No llovía, pero el viento traía algo más que polvo: traía el olor del plomo y del sudor de los tombos.

 

Bruma, en lugar de dormir como solía después del almuerzo, daba vueltas por el suelo, con las patas delanteras estiradas, como buscando algo que se le escapaba del alma.

Mordisqueaba el mantel. Luego el marco de la ventana. Después, mi bota.

Hasta que se nos quedó mirando.

 

Y no fue cualquier mirada.

Fue una mirada que dijo: “¡Hijueputas, muévanse!”

 

Saltó sobre la mochila de Lucía, maulló como si llevara fuego en la garganta y salió corriendo hacia la puerta.

Ahí supimos.

 

Nos fuimos. Así, con la gata metida en la mochila de Lucía, como si llevara una bomba en lugar de un animal.

 

A la vuelta de la cuadra, cuando apenas nos habíamos tragado el miedo, vimos llegar los carros sin placas.

Tres. Cuatro.

Los hombres de civil, pero con una cara de tiras ni la hijueputa.

Diez, quince, con armas largas e ideas cortas.

No dijeron nada.

Solo rompieron.

 

Desde el otro lado de la calle, con Bruma en el regazo, vimos la red cerrarse sobre la nada.

Y fue Lucía quien sintió primero la lengua áspera de Bruma lamerle la mejilla, justo donde, horas antes, había llorado porque sentía que algo iba a pasar.

 

Nos fuimos de Cali esa noche. Bogotá. Quito. Caracas. Y al final, Barcelona.

Donde ahora Martí, este viejo anarco bacán, no nos cree.

 

- ¡Una gata, hermano! ¡Una pinche gata!

 

- No cualquier gata - dice Lucía, levantando la copa de ron cubano con su sonrisa intacta- .  Una gata caleña.

 

- Una gata que sabía de silencios - digo yo.

La dejamos con unos compañeros en Quito, aún la imagino, cuidando a otros.

 

Porque a veces, los gatos no son gatos.

A veces son la revolución con bigotes.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos