Aquella noche, en la ciudad de los manglares quietos y los relojes descompuestos, habíamos terminado la jornada con más cansancio que gloria. Una convención de ideas insomnes y papeles inútiles. Volví al hotel con la fatiga adherida al cuerpo como una segunda piel. La llave de la habitación tenía el número 217, pero el conserje- un tipo escurridizo que parecía salido de una novela de piratas- me advirtió con un gesto torcido que habían unido habitaciones por error. No protesté. Estaba demasiado rendido para la burocracia.
Empujé la puerta con el codo,
cargado de informes y bostezos. Adentro, la luz era tenue, casi eucarística.
Entonces la vi.
Dormía en la cama de al lado como
una criatura del bosque, rendida al hechizo de las sábanas blancas. El cabello
revuelto sobre la almohada, los pies desnudos asomando apenas, como si huyeran
de un sueño. Al cerrar los ojos percibí el olor del viento, mezclado con el
perfume de su piel, que flotaba tibio, dulce, inevitable.
Ahí estaba la piel.
La pulpa, blanda, dulce y jugosa,
como fruta recién caída del árbol del Edén. Después del primer beso- sí, el que
aún no había dado pero ya sentía en los labios- una dulce sensación cruzó por
mi garganta. Me senté al filo de mi cama, sin saber si era fiebre o locura.
Ella se movió, apenas, murmuró algo. ¿Qué hora es?, preguntó con un hilo de
voz, como quien aún sueña.
- Son las cuatro de la mañana - le
dije, sin pensarlo dos veces.
Y entonces lo supe. Había cruzado
una frontera invisible. Ella, con el rostro alzado hacia mí, me miró con ojos
de selva húmeda. Me observaba con una expresión de ternura y descaro, como un
par de luceros en una noche sin luna.
Sobre sus rodillas, sus dedos
eran finos y suaves. Rozaron mi muñeca con una familiaridad de otras vidas.
Agarrado a la correa de mi conciencia, descubrí que la línea entre el deseo y
la nostalgia era más delgada que una hebra de su cabello.
Justo al empezar, como el flujo y
el reflujo de la marea, el deseo se hizo más profundo y acabó sofocando la
razón. Su boca subió, mis manos bajaron, la geografía de su cuerpo se desplegó
como un mapa que ya había recorrido en sueños.
- Vamos bien - susurró.
Como el rumor de la lluvia oído
largo tiempo atrás, una y otra vez, y otra vez más, y otra… su cuerpo y el mío
se fundieron en un ritmo antiguo, como de tambor en víspera de tormenta. Tuve
la sensación de haber visto aquella escena en el pasado, en algún otro lugar.
Un déjà vu carnal, un eco de otra existencia.
- Repite - le dije mirándola a la
cara.
Ella sacudió la cabeza, entre
risas y jadeos.
Y yo supe, en ese instante robado
al tiempo, que nada de aquello volvería a repetirse.
Porque algunos encuentros no son
destino, sino travesuras de la memoria. Y hay noches que se escriben solas, con
la tinta invisible del deseo y el pulso tembloroso de lo prohibido.
Jorge Alberto Narváez Ceballos