En las colinas azules de San
Jacinto, donde el viento olía a café y leña encendida, vivía don Isidro
Montoya, el último liberal de sombrero blanco en un pueblo que había sido
tragado por el azul oscuro de los conservadores. Su casa, una finca de tejas
rotas y gallinas libres, quedaba al borde del camino que conducía al olvido.
Dicen que fue en la Semana Santa
de 1948 cuando el cielo se rajó como un costal viejo, y por esas grietas entró
el fuego. Jorge Eliécer Gaitán, el que muchos llamaban "el Caudillo de los
pobres", cayó a la una y cinco de la tarde frente al edificio Agustín
Nieto en pleno centro de Bogotá, y con él se desangró la esperanza. En San
Jacinto no hubo misa, ni procesión. En vez del Viacrucis, corrió la noticia
como un gallinazo: “¡Mataron a Gaitán!”
A los tres días llegaron los
“Pájaros”, hombres de camisa azul y machete en la cintura, traídos por el
alcalde conservador, quien hablaba con la voz de Dios y firmaba los decretos
con sangre seca. Entraban a las casas preguntando por las biblias liberales,
que nadie sabía si existían, y cuando no las encontraban, se llevaban al padre,
al hijo y al perro, por si acaso eran subversivos.
Don Isidro tenía un gallo llamado
Gaitán. Un animal altivo, que cantaba con rabia al amanecer. Cuando los “Pájaros”
lo oyeron, dijeron que eso era incitación al desorden y lo degollaron sobre la
pila del lavadero.
Desde entonces, don Isidro no
volvió a dormir. Al tercer día, bajó de la montaña su sobrino Rafael, con la
cara tiznada de humo y un revólver herencia de su padre, muerto en una
emboscada de los “Chulavitas”. Rafael venía de las guerrillas liberales del
Tolima, donde los hombres escribían sus ideas en la corteza de los árboles y
enterraban a sus muertos sin nombre.
- Tío, dijo, ya no hay Dios que
nos salve. Aquí solo queda monte o tumba.
En los años siguientes, la tierra
parió sangre. Las mujeres enterraban a sus hijos sin lágrimas, los curas
repartían hostias con la mano temblorosa y las estaciones del tren cargaban más
cadáveres que café. Los soldados de la policía política, vestidos de ley, pero
armados de odio, llegaban con listas. Si el apellido terminaba en
"ez", había sospecha. Si tenía acento en la voz o ideas en la cabeza,
ya era suficiente para colgarlo de un árbol.
A veces el cielo se ponía tan
rojo que los niños pensaban que era la segunda venida del demonio. Otros
juraban ver a Gaitán caminando entre los sembrados, recogiendo las almas de los
campesinos con su sombrero alado.
En 1953 llegó el general Rojas
Pinilla como una tromba de uniforme bien planchado. Trajo promesas de paz y
radios de pilas que repetían que la guerra había terminado. Pero en San
Jacinto, la guerra dormía como un tigre. Rafael bajó al pueblo con una bandera
blanca y lo devolvieron en pedazos.
En 1958, cuando se creó el Frente
Nacional, los periódicos celebraron el fin del mundo. Los jefes conservadores y
los jefes liberales se repartieron el país como quien reparte un animal muerto.
Pero nadie le explicó a las viudas ni a los huérfanos qué hacer con los
cuchillos heredados, ni a los perros con el olor de la pólvora impregnado en el
hocico.
Don Isidro murió en 1962, en su
hamaca, con el rostro vuelto al patio donde antes cantaba el gallo Gaitán.
Dicen que se fue en paz, aunque en su mano tenía un recorte viejo con la foto
del líder caído y en la otra, una bala marcada con una cruz envuelta en papel
periódico.
San Jacinto sobrevivió, pero
quedó hueco. La plaza mayor se llenó de estatuas sin nombre, las campanas de la
iglesia repicaban con miedo y los árboles crecieron torcidos, como si quisieran
evitar ver el suelo donde se derramó tanta sangre.
Hoy, los nietos de Rafael
escriben canciones tristes y los nietos de los Pájaros venden abonos o
loza esmaltada para los campesinos. Pero cada tanto, en las noches sin luna, un
gallo invisible canta en los patios vacíos. Y los ancianos, que aún saben la
historia, se persignan y murmuran:
- Fue la Violencia, mijo…
- La que vino sin preguntar y dicen que se
fue pero allí camina en el pueblo, como si nada.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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