Aquel fue un día tan claro que
hasta los gallinazos se sentaron a mirar el cielo. Santo Domingo, un caserío
entre los pliegues más verdes del Cauca, amaneció con olor a café recalentado,
a tierra mojada y a esperanza recién colada. Era 1989 y el país, todavía
incrédulo, masticaba la tregua como quien prueba un bocado de algo demasiado
bueno para ser cierto.
A media mañana, llegaron los
visitantes: líderes comunitarios, sindicalistas, un obispo que olía a incienso
y tabaco, periodistas que preguntaban más de la cuenta y hasta un hombre que
juraba ser el nieto bastardo de Gaitán. Venían a ver con sus propios ojos si la
paz del M-19 era una farsa o un milagro. En el campamento, los rebeldes se
miraban entre sí con la inquietud de quien tiene invitados importantes y no ha
puesto la olla.
Fue entonces cuando Marcos
Chalitas, comandante con sombrero suaceño y alma de trapichero, se levantó de
su taburete, escupió hacia el costado donde no había nadie y dijo con voz que
parecía salida del mismo monte:
- ¡Hay que matar esa vaca!
La vaca, una res flaca y
resignada que respondía al nombre de La Consejera, llevaba años sobreviviendo en
la región hasta que la decisión del Comité Logístico de la guerrilla mando en
busca de comida para los invitados. Nosotros estábamos haciendo la ronda de la
Patrulla Militar, un grupo que se organizó para mantener la seguridad y el
orden interno del campamento, y de repente el capitán nos pasó el lazo de la
cual venia atada La Consejera.
Chalitas, que había aprendido a
despellejar bestias antes de aprender a leer, y reconoció de inmediato que
nosotros no teníamos ni idea de cómo preparar una res. Nos miró sonriendo y se
quitó la camisa, se colgó la peinilla como en sus años de niño caqueteño y la
miró a los ojos con una compasión que sólo los hombres que han visto morir a un
compañero en combate pueden entender.
-Perdónanos, Consejera -murmuró-,
pero hoy te necesitamos más muerta que viva.
La matanza fue un ritual
campesino, limpio y ceremonial. Mientras uno sostenía las patas, otro decía un
padrenuestro y Chalitas hundía el cuchillo con la destreza de quien siembra
maíz. Luego vinieron los cortes, el reparto, el fogón que parecía un pequeño
infierno y las manos tiznadas de todos: guerrilleros, amas de casa,
periodistas, curas.
Cuando el guiso estuvo listo,
Santo Domingo se convirtió en un país aparte: un país sin guerra. Se comió con
las manos, con la boca abierta, con ganas de olvidar. Hubo música, guarapo de
caña y carcajadas tan largas que los soldados en los cerros pensaron que la
radio se había vuelto loca.
Chalitas, sudoroso y sonriente,
servía platos como quien reparte consignas.
-La paz también se hace con
carne, carajo -decía-, y con arroz que no alcanza, pero lo hacemos alcanzar.
Esa noche, en la hamaca de nailon
que usaba para dormir bajo el cielo, Chalitas volvió a ser el niño del Caquetá
que cazaba con escopeta recortada y aprendía a sembrar donde nadie sembraba
nada. Su sombrero suaceño, hecho por las manos de mujeres que aún creen en las
palabras, descansaba a su lado como si también estuviera agotado de tanta
esperanza.
Los visitantes se fueron al
amanecer. Algunos convencidos, otros confundidos. Pero todos llevaban el sabor
de esa vaca, la historia de ese día, y el rostro de un comandante que sabía más
de comunidad que de teoría revolucionaria.
Pero lo más importante es que el
Comanche se había guardado para el desayuno la mejor de las presas: La cola
para hacerse un caldo levanta muertos.
Años después, en un día de esos
que me gusta cocinar para la familia, le conté a mi hijo, mientras le servía
sancocho:
-Este caldo me lo enseñó a hacer
Chalitas, el día en que mató una vaca para alimentar la paz.
Y mi hijo aún niño, sin saber
bien qué quería decir eso, comería en silencio. Porque hay cosas, como la
dignidad o la ternura, que se entienden mejor con el estómago lleno.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
Marco Antonio Chalitas "El constituyente Campesino"
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