Esa noche
el volcán gritó tan fuerte
que hasta las estrellas
cerraron los ojos.
Yo salí corriendo descalzo,
con el corazón en los talones
y mi niño dormido
en los brazos que tiemblan,
pero no sueltan.
¡Corra compadre!
¡Que la tierra se puso brava!
Decía mi vecino con su voz de trueno,
mientras las casas lloraban
y el suelo se sacudía
como cuando los niños
patalean por un susto.
Mi niño…
ay, mi niño no lloraba.
Me miraba quietico,
con esos ojos redondos
como lunas chiquitas
que lo saben todo,
pero se quedan calladas.
Le canté bajito,
como me cantaban a mí
cuando la tierra temblaba
debajo de mis pies:
Duérmete negrito,
que papá te abraza,
aunque tiemble el cielo,
no se cae la casa.
Y mientras el volcán seguía haciendo pucheros
y la gente corría con el alma en las manos,
yo entendí,
así, sin palabras,
que el amor
puede volverse escudo,
puede volverse estrella,
puede volverse todo,
cuando lleva a su hijo
pegadito al pecho.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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