Estábamos hablando
de algo que ya no importa.
El clima,
la muerte de alguien que no conocíamos,
una película demasiado larga.
Y entonces sonó Pink Floyd.
No recuerdo la canción.
Solo el modo en que bajaste la mirada
como si alguien te tocara desde adentro.
Te fuiste a servir café.
Vi la curva exacta de tu espalda
al inclinarte.
El borde de la camiseta
se separó del pantalón.
Tu piel, tu sonrisa,
una frase de Gilmour.
La canción seguía.
Tus pasos volvían.
La taza en tu mano.
Tus dedos tan cerca
de los míos,
que respiré por reflejo.
Y entonces te toqué.
Todo eso sucedió en tres minutos.
Como un solo de guitarra
que nadie aplaude
porque todavía vibra en el aire.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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