martes, 1 de julio de 2025

JAIME BATEMAN CAYÓN: EL PROFETA DE LA DEMOCRACIA PASIONAL




Hay hombres cuya vida se escribe como un poema inconcluso, como un canto quebrado por la muerte antes del último verso. Jaime Alfonso Bateman Cayón, ese comandante caribe de voz ronca y verbo encendido, no fue un militante más de la historia colombiana. Fue un sacrílego del dogma y un apóstol de la ternura revolucionaria. Su figura está más cerca del realismo mágico que del dogma socialista. Un hombre que bailaba salsa en Cali, escribía con acento vallenato y pensaba con el corazón bolivariano alborotado.



En tiempos en que las ideologías eran capillas y las ortodoxias marxistas-leninistas pretendían ser manuales infalibles para el paraíso, Bateman se atrevió a leer el alma del pueblo más que los volúmenes europeos. No fue un renegado, sino un transgresor amoroso: quiso a Marx, pero sin miedo a Bolívar, abrazó la revolución, pero sin negar el pensamiento democrático que habitaba en su sangre, se alzó en armas, pero soñó con la paz. En él, como en los grandes profetas, vivía una contradicción fértil: ser guerrillero sin renunciar a la utopía de la democracia plena; ser insurrecto sin negarse a dar el corazón.



Bateman no fue un ideólogo frío, sino un sembrador de pasiones. “Trabajo con la absoluta certeza en la eficacia de la transmisión de la pasión”, dijo. En esas palabras hay más que una intuición política: hay una ideología del cambio. En ellas resuena la voz de los místicos que sabían que solo el amor moviliza lo profundo del ser humano. Para él, la revolución no era una estrategia militar ni una fórmula económica, era un acto de fe popular. Un acto de amor a una patria que había sido desmembrada por las élites y olvidada por decisión estratégica.



Por eso, frente al dogma marxista de la violencia como partera de la historia, Bateman respondió con una herejía hermosa: “solo cuando una ideología se vuelve apasionada, sentida como su propia carne, se transforma en fuerza real”. Esa pasión lo llevó a cuestionar la inercia armada, a tender puentes con la democracia radical y a proponer diálogos en lugar de trincheras. Supo, como los profetas bíblicos, que la historia puede cambiar de rumbo si hay quien se atreva a imaginar otra tierra prometida.



Él no le habló a la izquierda para halagarla, sino para sacudirla. Denunció el caos, la fragmentación, la repetición estéril del dogma y la incapacidad de muchos de sus contemporáneos para ver más allá de la ortodoxia. “Mientras no haya una unidad clara de proyectos políticos y militares entre las organizaciones armadas de este país, sencillamente estamos alargando este chico”, advertía, con una sabiduría que hoy duele por lo vigente. La burguesía, decía, sigue “mangoneando y engañando al pueblo”, no por su fuerza, sino por la ceguera de quienes deberían enfrentarse a ella con inteligencia colectiva y sentido histórico.



Pero Bateman no solo tenía lucidez política. Tenía alma. Y esa alma estaba arraigada en el pueblo, en su religiosidad, en su cultura, en su dolor. No se avergonzaba de decir que él y muchos miembros del M-19 eran católicos. No como consigna, sino como vivencia. Porque sabía que una revolución que le da la espalda a las raíces espirituales del pueblo está condenada a flotar sin tierra. Era un creyente en el sentido más humano y más político del término: creyente en que es posible otra Colombia, más justa, más bella, más viva.



En los años 80, Bateman intuyó la cercanía de la paz y también la de su muerte. No fue un mártir por vocación, sino un profeta por necesidad. Quiso que lo recordáramos como “el profeta de la paz”. Y así debe ser: un hombre que se adelantó a su tiempo, que rompió con los moldes del odio, que prefirió sembrar esperanza antes que perpetuar el fuego. Como los profetas del Antiguo Testamento, no predijo el futuro: lo encarnó. Se hizo posibilidad. Se hizo horizonte.



En él vivía el sueño no de una izquierda doctrinaria, sino de una izquierda que se vuelve pueblo. Una izquierda que canta, que ríe, que baila, que hace el amor, que ora con los abuelos y que defiende la vida como lo más sagrado. No un revolucionario de escritorio, sino un comandante de carne y hueso, de errores y aciertos, que creyó - como también lo creía Camilo Torres - que el verdadero poder está en el servicio, en la comunidad, en el amor que se hace justicia.



Hoy, releer a Bateman no es un acto nostálgico. Es un acto de resistencia espiritual. Porque Colombia sigue desgarrada, sigue buscando su paz verdadera, sigue necesitando profetas que anuncien, sin fusiles y sin dogmas, una democracia encarnada. No una democracia de élites, ni una paz de papel, sino una democracia real, vivida, apasionada. Como la que soñó Bateman. Como la que merece su pueblo.



Gracias, profeta. Gracias Comanche…

Que la paz sea contigo.

Y que tu palabra siga viva como semilla en el barro de esta tierra sembrada de dignidad y heroísmo popular.

Jorge Alberto Narváez Ceballos 



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