No sabíamos que era el último
pero el cuerpo ya lo intuía.
Tus labios tardaron más.
No por amor,
sino por el vértigo.
Tu boca tenía algo de viento.
Algo de flauta rota.
Algo que quería quedarse
y a la vez irse
como la voz de Ian Anderson
atravesando la tarde.
La habitación estaba en silencio
pero en el fondo,
muy al fondo,
sonaba Locomotive Breath
y tú apretabas mis dedos
como si pudieras aferrarte al presente
con solo ese gesto.
Yo pensé en decirte algo.
No lo hice.
Nunca lo hago.
Preferí tu clavícula,
la línea exacta donde termina el cuello
y empieza la tristeza.
El beso duró
lo que dura el primer acorde del solo,
cuando la canción todavía promete.
Después saliste.
Ni un portazo.
Solo aire.
Y en el fondo
seguía Jethro Tull,
como si la música supiera
que alguien
acaba de irse
sin dejar de quedarse.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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