miércoles, 23 de julio de 2025

LA MAÑANA SIGUIENTE


 

Nadie supo que ellos se habían amado desde siempre, tampoco supieron que se habían amado por fin. Lo supieron los geranios que esa noche no durmieron, lo supieron los gallos que cantaron antes del alba como si algo sagrado hubiese ocurrido, lo supo el sol, que empujó la brisa con más furia para abrir las cortinas del cuarto, y lo supo la cama vieja de hierro forjado, que crujió como una embarcación que por fin llegaba al puerto después de años errando por mares sin nombre.

 

Habían tardado una vida en llegar allí. Una vida con hijos y domingos, con amores esquivos y olvidos enredados en el tiempo, con esperas interrumpidas, de llamadas mudas, de cartas nunca enviadas, de reencuentros en esquinas donde los labios no se rozaban, pero las miradas se hundían, como cuchillos en la memoria. Se vieron muchas veces, sí, pero como se ve el relámpago antes del trueno: sabiendo que algo iba a suceder, tarde o temprano, aunque no se supiera cuándo ni dónde.

 

Esa noche sucedió. Sin aviso, sin ceremonia, sin otro dios que no fuera el cuerpo pidiendo ser cuerpo. No hablaron. No lo necesitaron. Se desnudaron como quien vuelve al origen, al idioma anterior a la gramática, al tiempo anterior al tiempo.

 

Él la miró sin palabras, con la vehemencia callada del hombre que ha esperado demasiado, y ella lo miró como quien ya sabía todo lo que iba a pasar y aun así no se defendía. Cuando sus cuerpos se encontraron, lo hicieron como se encuentran las cosas que ya se conocen: con la ternura salvaje del destino que por fin cumple su promesa.

 

La habitación, alquilada por una noche, se volvió mundo. En el espejo del baño, el vapor de sus cuerpos dibujó una niebla espesa donde solo cabían sus sombras. Ella se arqueó, y él supo que había cruzado todos los desiertos solo para llegar a esa espalda. El olor a ella - sal, yerba, sombra - lo envolvió como una certeza que no había querido pronunciar, pero que siempre lo sostuvo durante todos esos años de ausencia.

 

El amor ocurrió así, sin gramática, sin nombres, sin altar. Con el alfabeto de la piel, con el verbo entre los dedos, con el adentro palpitando contra el adentro. Como si el tiempo no existiera, o como si todos los relojes del universo se hubieran detenido para permitirles esa eternidad embriagadora.

 

No se lo dijeron. Ninguno. Ni un “te amo” ni un “por fin”. Solo se escucharon los cuerpos y el crujir de la cama, el jadeo contenido, la respiración salvaje que solo se tiene una vez en la vida. La verdad estaba allí, pegada a los muslos, resbalando por la boca, ardiendo bajo la lengua.

 

Amanecieron sin saber si era lunes o sábado, si estaban en la ciudad o en la memoria. Ella se levantó primero, con la desnudez intacta como una bandera recién izada. Fue hasta la cocina. El café burbujeó como una risa vieja, y él la observó desde la cama con la devoción con que se mira el sol después de una larga noche de naufragio.

 

La luz entró como una bendición tibia, y por un segundo, él creyó que se trataba de un milagro. Pero no: solo era el amor, ese amor salvaje que habían esperado, perdido y reencontrado tantas veces, y que al fin, sin palabras ni ceremonia, había decidido quedarse. Y quedarse para siempre.

 

Desde entonces, nadie supo por qué él dejó de escribir poemas tristes, ni por qué ella ya no lloraba en las despedidas. Nadie entendió por qué el volcán amanecía más calmo, ni por qué el gallo del vecino cantaba más temprano. Solo ellos sabían que al fin había sucedido. Y que la eternidad, cuando por fin se posa en la carne, no necesita ser anunciada.

 

Solo ser vivida.

Sin dios.

Sin gramática.

Solo con el verbo ardiendo bajo la lengua. Un verbo sin conjugación, pero que se dice, se hace, se encarna, cada mañana siguiente.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

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