Nadie supo que ellos se habían
amado desde siempre, tampoco supieron que se habían amado por fin. Lo supieron
los geranios que esa noche no durmieron, lo supieron los gallos que cantaron antes
del alba como si algo sagrado hubiese ocurrido, lo supo el sol, que empujó la
brisa con más furia para abrir las cortinas del cuarto, y lo supo la cama vieja
de hierro forjado, que crujió como una embarcación que por fin llegaba al
puerto después de años errando por mares sin nombre.
Habían tardado una vida en llegar
allí. Una vida con hijos y domingos, con amores esquivos y olvidos enredados en
el tiempo, con esperas interrumpidas, de llamadas mudas, de cartas nunca
enviadas, de reencuentros en esquinas donde los labios no se rozaban, pero las
miradas se hundían, como cuchillos en la memoria. Se vieron muchas veces, sí,
pero como se ve el relámpago antes del trueno: sabiendo que algo iba a suceder,
tarde o temprano, aunque no se supiera cuándo ni dónde.
Esa noche sucedió. Sin aviso, sin
ceremonia, sin otro dios que no fuera el cuerpo pidiendo ser cuerpo. No
hablaron. No lo necesitaron. Se desnudaron como quien vuelve al origen, al
idioma anterior a la gramática, al tiempo anterior al tiempo.
Él la miró sin palabras, con la
vehemencia callada del hombre que ha esperado demasiado, y ella lo miró como
quien ya sabía todo lo que iba a pasar y aun así no se defendía. Cuando sus
cuerpos se encontraron, lo hicieron como se encuentran las cosas que ya se conocen:
con la ternura salvaje del destino que por fin cumple su promesa.
La habitación, alquilada por una
noche, se volvió mundo. En el espejo del baño, el vapor de sus cuerpos dibujó
una niebla espesa donde solo cabían sus sombras. Ella se arqueó, y él supo que
había cruzado todos los desiertos solo para llegar a esa espalda. El olor a
ella - sal, yerba, sombra - lo envolvió como una certeza que no había querido
pronunciar, pero que siempre lo sostuvo durante todos esos años de ausencia.
El amor ocurrió así, sin
gramática, sin nombres, sin altar. Con el alfabeto de la piel, con el verbo
entre los dedos, con el adentro palpitando contra el adentro. Como si el tiempo
no existiera, o como si todos los relojes del universo se hubieran detenido
para permitirles esa eternidad embriagadora.
No se lo dijeron. Ninguno. Ni un
“te amo” ni un “por fin”. Solo se escucharon los cuerpos y el crujir de la
cama, el jadeo contenido, la respiración salvaje que solo se tiene una vez en
la vida. La verdad estaba allí, pegada a los muslos, resbalando por la boca,
ardiendo bajo la lengua.
Amanecieron sin saber si era
lunes o sábado, si estaban en la ciudad o en la memoria. Ella se levantó
primero, con la desnudez intacta como una bandera recién izada. Fue hasta la
cocina. El café burbujeó como una risa vieja, y él la observó desde la cama con
la devoción con que se mira el sol después de una larga noche de naufragio.
La luz entró como una bendición
tibia, y por un segundo, él creyó que se trataba de un milagro. Pero no: solo
era el amor, ese amor salvaje que habían esperado, perdido y reencontrado
tantas veces, y que al fin, sin palabras ni ceremonia, había decidido quedarse.
Y quedarse para siempre.
Desde entonces, nadie supo por
qué él dejó de escribir poemas tristes, ni por qué ella ya no lloraba en las
despedidas. Nadie entendió por qué el volcán amanecía más calmo, ni por qué el
gallo del vecino cantaba más temprano. Solo ellos sabían que al fin había
sucedido. Y que la eternidad, cuando por fin se posa en la carne, no necesita
ser anunciada.
Solo ser vivida.
Sin dios.
Sin gramática.
Solo con el verbo ardiendo bajo
la lengua. Un verbo sin conjugación, pero que se dice, se hace,
se encarna, cada mañana siguiente.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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