Señora Bonita,
No se lo diga a nadie, pero
cuando usted no está, pienso con tanta claridad que hasta me da miedo. Y, sin
embargo, apenas me mira, me quiebro.
Hay algo en su boca que no es
solo boca: es un abismo dulce, y yo - lo confieso - quisiera caer ahí como
quien se entrega al milagro.
No sé si esto que siento es amor,
fiebre o delirio, pero cada vez que la imagino, algo dentro de mí arde y se
rompe al mismo tiempo.
La deseo, sí. Pero no como se
desea algo bonito. La deseo como se desea el agua cuando se ha caminado por el
desierto.
Quisiera tenerla aquí, pegada a
mí, respirándome en el cuello, diciéndome con el cuerpo todo eso que las
palabras no saben decir.
Pero también me asusta. Porque
usted me importa. Y cuando algo me importa, tiemblo.
Tengo miedo de que esto que arde
se vuelva ceniza sin siquiera haber tocado su piel; miedo de que la vida, en su
torpeza, nos desvíe antes de cruzarnos de verdad.
Y aun así, le escribo.
Porque usted me hace querer
apostar.
Porque su risa suena exactamente
como la felicidad que siempre imaginé.
No le pido nada.
Ni promesas ni certezas.
Solo que, si un día usted también
tiembla por mí, no calle.
Yo estaré aquí, con las manos
abiertas y la boca - mi única bandera - lista para rendirse en su abismo dulce.
Siempre suyo,
en pensamiento, deseo
y temblor.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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