Me dijiste
que te gustaba el rock.
Que hacías el amor
como si oyeras a Plant en voz baja
susurrándote al oído.
No respondí.
Te besé el hombro.
Eso bastó.
Para esa noche.
Después,
en la cocina,
el agua hervía
como si supiera algo.
Yo pensaba en tus muslos.
En la forma
en que los abriste
no para mí,
sino para la historia.
Led Zeppelin sonaba lejos,
en otro cuarto
o en la memoria de otro cuerpo.
No hay distorsión más precisa
que tu espalda arqueada.
Ni batería más terca
que el pulso que me dejaste
en el centro de la lengua.
¿Qué diría Robert
de todo esto?
Tal vez nada.
Tal vez solo subiría el volumen
hasta que tus gemidos
fueran parte de la canción.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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