El silbido de mi padre marcaba el
inicio del día. Era un sonido largo y claro que se mezclaba con el canto de los
gallos y el crujir del fuego bajo el fogón de leña. Yo lo escuchaba aún con los
ojos cerrados, intentando retrasar el momento de levantarme, pero sabía que,
apenas asomara la cara por la puerta, en el comedor del hostal me tendrían
listo un plato hondo con plátanos fritos y una taza de café recién colado, cuyo
aroma parecía empujarme hacia la cocina como un embrujo.
Nuestro día comenzaba en la
carretera, con el sol que apenas acariciaba los cerros, y la maleta de mi padre
rebotando en la parte trasera de la camioneta. Íbamos de pueblo en pueblo,
siguiendo las líneas de electricidad que apenas empezaban a bordear las
montañas de los guaicos de Nariño. En cada parada, mi padre desplegaba su
tesoro: planchas, radios, licuadoras, neveras, enfriadores, cosas que, según
él, harían la vida más fácil para todos.
Pero no eran los
electrodomésticos lo que vendía. Lo que mi padre ofrecía, con su voz de trueno
y sus carcajadas que resonaban como cañonazos, era la promesa de un futuro
luminoso. “¡Mire, doña Blanca! Con esta licuadora podrá hacer jugos como si
tuviera el río en su cocina. Y vea este radio, don Esteban, que le traerá las
noticias del mundo hasta su sala.” La gente lo miraba primero con desconfianza,
pero pronto terminaban invitándolo a almorzar, como si fueran viejos amigos.
Pero la piedra angular de la
oferta era el televisor, de tamaños variados y consolas de madera que iban muy
bien en las salas de esas casas solariegas a las cuales nos hacían entrar sin
temor y con mucha amabilidad, él llegaba con el televisor y lo instalaba, se
subía al tejado o empotraba la guadua, pero al final siempre dejaba a todos
contentos con su televisor funcionando y en muchos casos llegaban los vecinos a
ver la caja mágica y eso era motivo para cerrar otra venta.
Mientras él trabajaba su magia,
yo me escabullía hacia los cañaduzales o subía las lomas con los otros niños,
deslizándome en cartones hasta quedar cubierto de polvo. A veces, descubríamos
un trapiche funcionando, y el olor dulce del guarapo llenaba el aire. Otras,
nos metíamos al río, donde el agua fría nos devolvía el aliento que el calor
del día nos robaba.
Por la noche, ya agotados, mi
padre y yo nos sentábamos a la luz de un bombillo colgante. Él encendía un
cigarrillo, mientras me contaba sus historias. “Cuando trabajé en MALARIA,
hijo, aprendí que la selva no perdona, pero también aprendí a quererla.” Sus
ojos brillaban mientras hablaba del mar que tocó por primera vez en Tumaco o de
aquella vez que estrechó la mano de Andrés Almarales en una convención de la
ANAPO.
Esos cuentos me transportaban a
mundos que yo no conocía, pero que podía imaginar con claridad: la selva densa
y verde como una tormenta, el mar infinito y ruidoso, los caminos polvorientos
donde la vida se tejía entre risas y luchas.
Al final del día, siempre venía
el abrazo. Mi padre me estrechaba con fuerza, como si quisiera asegurarse de
que yo entendiera algo más allá de sus palabras. Y yo lo entendía, aunque
entonces no pudiera explicarlo: el amor por esta tierra no estaba en los
caminos empolvados ni en las carcajadas de los vecinos, sino en la manera en
que todo eso se unía en un único latido, el de mi padre y el mío, recorriendo
juntos los pueblos recién electrificados de Nariño.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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