Habían pasado ya seis meses desde
que los llevaron a prestar el servicio militar obligatorio. Todo era una mezcla
de calor pegajoso, órdenes gritadas y un desánimo que algunos querían disfrazar
de orgullo. No importaba qué gritaran los superiores; al final del día, seguían
siendo esos mismos estudiantes del Liceo de la Universidad de Nariño, los que
habían aprendido a protestar antes que a obedecer. Así que, cuando pidieron
voluntarios para un simulacro de control de orden público, los muchachos
alzaron la mano, silenciosos y en sintonía. No era para hacer el ridículo; era
para hacérselo hacer a ellos, los milicos.
Ese día, el grupo se dividió
entre los estudiantes y los antidisturbios. Los mandos permitieron a los chicos
organizar la protesta como quisieran: pancartas de cartulina, megáfono, las camisetas como capuchas y hasta
un par de pasacalles. Fue como volver a esas protestas en la calle, sólo que
ahora todos llevaban “el corte militar” y no el cabello largo de antes. Al
primer grito de “¡ABAJO LA ASQUEROSA BOTA MILITAR!”, los antidisturbios
avanzaron, con los escudos en alto, seguros de que esos “reclutas” se
acobardarían. Pero se toparon con algo más. La rabia contenida de los
estudiantes estalló como una bomba. Tres pasos, y ya estaban cuerpo a cuerpo,
sin miedo, lanzándose al frente, esquivando, gritando y devolviendo cada golpe.
Primero fue la madera, luego unas
llantas robadas de un taller y, encima, cualquier cosa que encontraran a mano:
cartones, tubos oxidados, basura. La montaña creció rápido bajo el impulso de
las manos que lanzaban todo sin parar.
Los gritos y el caos hicieron eco
por toda la base, y no pasó mucho antes de que los altos mandos se acercaran a
mirar. El comandante, con cara de piedra, trataba de disimular su descontento,
pero le ardían los ojos al ver a su gente siendo apaleada, sin poder hacer
nada. Al fondo, los superiores observaban en silencio, con una mezcla de
sorpresa y fastidio. La barricada frente al edificio administrativo, humeante y
desafiante, era un golpe más certero que cualquiera de los tropeles que ellos
habían hecho en Pasto.
El olor a gasolina ya flotaba en
el aire. Alguien sacó una botella de aguardiente y la llenó de inmediato; una
media sirvió de mecha para la molotov. Entonces vino el grito de batalla:
“¡Aguanten, aguanten!”, mientras el escuadrón antidisturbios avanzaba como un
enjambre de cascos y escudos relucientes. Cuando la orden de avanzar retumbó,
todos aferraron lo que tenían a mano, desde piedras hasta las ganas de
resistir. Los estudiantes respondieron con un rugido que llenó toda la base, o
mejor dicho, toda la brigada. Una lluvia de piedras, palos y cuanto había en el
patio culminó con un par de molotov lanzadas, una en la botella de aguardiente
y otra de Coca-Cola que se encontraron en el último momento. El caos era tal y
la respuesta inesperada de los estudiantes fue tan feroz que el escuadrón
antidisturbios corrió en desbandada, perseguidos por los jóvenes.
Desde el fondo, el ruido de las
llantas ardiendo se mezclaba con los gritos y las órdenes frenéticas de los
comandantes del escuadrón, que veían cómo esos muchachos, esos “pastusos
hijueputas”, los hacían quedar como un culo. En ese momento, la barricada ya no
era sólo un montón de basura y escombros; era un escudo contra todo lo que les
habían querido imponer.
Al final del día, los estudiantes
quedaron marcados, pero no de la manera que el ejército esperaba. La
inteligencia militar tendría que revisar el historial de cada uno de esos
“subversivos”, pero la orden de reentrenar al escuadrón era más que obvia, y
las sanciones para sus entrenadores debían ser ejemplares.
En la mente de los soldados quedó
grabado aquel día, cuando el Liceo de la Universidad de Nariño ganó algo más
que los primeros puestos en los exámenes del ICFES.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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