miércoles, 27 de noviembre de 2024

CHILINDRINES Y CHAMPÚS

 

 

El patio era nuestro mundo, y diciembre era el reino. Tierra mojada, el árbol de chilacuanes con pájaros cantando, el perfume de las flores que caían como si fueran luces hechas de miel. Pero lo mejor, lo mejor de todo, eran los chilindrines. Porque, quién puede cantar villancicos con las manos vacías? Nadie. Había que fabricar ruido, y para eso estaban las tapas de gaseosa. 

 

Primero, la cacería. Íbamos de tienda en tienda, inventándonos historias para que nos dieran las tapas: que eran para un experimento del colegio, que las coleccionábamos, que éramos huérfanos. Las mentiras sabían a gloria cuando conseguíamos suficientes para llenar los bolsillos. Luego venía el taller: martillo, clavos, mangos de palo viejo. Los aplastábamos en fila, cada uno como un pequeño sol, y cuando los girábamos en nuestras manos, brillaban como trofeos. 

 

Había risas, claro. La risa de diciembre tiene algo diferente, como si viniera de otro lado, más limpio, más lleno de promesas. Y mientras tanto, el olor. Champús espeso, dulce, perfumado de naranjo, cedrón, congona y arrayán, el aire pegajoso que te abrazaba desde la cocina. Buñuelos que flotaban en aceite hirviendo, redondos y perfectos como si el sol hubiera decidido bajar al patio. Y las empanadas. Crujientes, doradas, llenas de ese misterio que solo las manos de la abuela sabían guardar. 

 

Nosotros, niños, éramos los dueños de todo. Corríamos como locos, como pájaros escapados de una jaula, dejando nuestras voces rebotar contra las paredes. Nadie nos detenía porque diciembre era nuestra excusa para todo: para gritar, para saltar sobre los muebles, para soñar que esa noche nos traerían lo que queríamos, aunque nadie supiera bien qué era. 

 

La noche buena llegaba despacio, como un secreto que no querías contar pero tampoco podías guardar. El árbol de navidad brillaba, la estrella de arriba parecía mirarnos con la misma expectativa que nosotros teníamos en el pecho. Era como si todo estuviera esperando que pasara algo, algo grande. 

 

Y ahí, en el calor del patio, en el crujir de las empanadas, en el brillo de los chilindrines y en las risas que llenaban la casa, lo entendías: no eran los regalos, ni las luces, ni siquiera la estrella en el árbol. Era ese momento, esa magia rara que hacía que el mundo fuera tan grande como el patio y tan dulce como el champús. Esa magia que te hacía sentir que diciembre era tuyo, solo tuyo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos


 

 

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