Hay días en que el cielo se
ensombrece y el horizonte se nubla,
y cada paso parece hundirse en el
barro espeso de la tierra,
esa tierra de sombras y ecos
donde el día es áspero y callado.
La tormenta, en su mofa, juega
entre las ramas,
burlándose de mis manos que van
vacías,
de los sueños que, como
piedras,
caen, se hunden, y vuelven a
levantarse en silencio.
El sendero se tuerce en su propio
misterio,
se cierra y se abre, como un río
fatigado
que insiste en sus curvas y en su
rumbo.
No es fácil, no, avanzar cuando
cada paso
clava una espina de distancia, un
peso de amargo recuerdo,
y cada palmo de tierra se
convierte en frontera, en desafío.
Pero en mí arde un fuego, fuego
antiguo y profundo,
no es rabia ni furia, sino el
murmullo secreto de un río,
el susurro verde que recorre el
bosque en la madrugada,
una fuerza que alza el pecho como
alza el viento las hojas.
Sé entonces que la lucha no es
solo con la tormenta,
sino también con las sombras que
la noche deja dentro,
esas sombras que a veces me
quieren inmóvil,
que se niegan a escuchar el canto
lejano del alba.
La lluvia cae, y yo, mojado de
presagios y sueños quebrados,
sigo andando, porque en el fondo
de esta tierra hay algo mío,
una raíz que resiste, un silencio
de fe que el mundo no comprende.
Sigo, aunque el viento se vuelva
grito y el horizonte se pierda.
Sigo con los ojos cerrados,
escuchando la música escondida,
porque sé que en cada piedra duerme
la enseñanza
de sostenerme, de no ser yo quien
se pierda en la niebla.
Así, en medio del viento que
quiere doblarme,
de las piedras que hieren y de
los caminos que me rompen,
me aferro al pulso de esta
tierra.
Y en el fondo, donde mi alma se asienta
en la espesura,
escucho un murmullo que me
llama,
un susurro que me dice, en voz de
hoja y río,
que soy yo quien decide cuándo
cesar esta danza.
Mientras viva, mientras la tierra
sostenga mi paso,
seguiré bajo la tormenta, donde
el viento se vuelve canto.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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