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sábado, 16 de noviembre de 2024

EL VIAJE DEL ASOMBRO


El silbido de mi padre marcaba el inicio del día. Era un sonido largo y claro que se mezclaba con el canto de los gallos y el crujir del fuego bajo el fogón de leña. Yo lo escuchaba aún con los ojos cerrados, intentando retrasar el momento de levantarme, pero sabía que, apenas asomara la cara por la puerta, en el comedor del hostal me tendrían listo un plato hondo con plátanos fritos y una taza de café recién colado, cuyo aroma parecía empujarme hacia la cocina como un embrujo. 

 

Nuestro día comenzaba en la carretera, con el sol que apenas acariciaba los cerros, y la maleta de mi padre rebotando en la parte trasera de la camioneta. Íbamos de pueblo en pueblo, siguiendo las líneas de electricidad que apenas empezaban a bordear las montañas de los guaicos de Nariño. En cada parada, mi padre desplegaba su tesoro: planchas, radios, licuadoras, neveras, enfriadores, cosas que, según él, harían la vida más fácil para todos. 

Pero no eran los electrodomésticos lo que vendía. Lo que mi padre ofrecía, con su voz de trueno y sus carcajadas que resonaban como cañonazos, era la promesa de un futuro luminoso. “¡Mire, doña Blanca! Con esta licuadora podrá hacer jugos como si tuviera el río en su cocina. Y vea este radio, don Esteban, que le traerá las noticias del mundo hasta su sala.” La gente lo miraba primero con desconfianza, pero pronto terminaban invitándolo a almorzar, como si fueran viejos amigos.

Pero la piedra angular de la oferta era el televisor, de tamaños variados y consolas de madera que iban muy bien en las salas de esas casas solariegas a las cuales nos hacían entrar sin temor y con mucha amabilidad, él llegaba con el televisor y lo instalaba, se subía al tejado o empotraba la guadua, pero al final siempre dejaba a todos contentos con su televisor funcionando y en muchos casos llegaban los vecinos a ver la caja mágica y eso era motivo para cerrar otra venta.   

 

Mientras él trabajaba su magia, yo me escabullía hacia los cañaduzales o subía las lomas con los otros niños, deslizándome en cartones hasta quedar cubierto de polvo. A veces, descubríamos un trapiche funcionando, y el olor dulce del guarapo llenaba el aire. Otras, nos metíamos al río, donde el agua fría nos devolvía el aliento que el calor del día nos robaba. 

 

Por la noche, ya agotados, mi padre y yo nos sentábamos a la luz de un bombillo colgante. Él encendía un cigarrillo, mientras me contaba sus historias. “Cuando trabajé en MALARIA, hijo, aprendí que la selva no perdona, pero también aprendí a quererla.” Sus ojos brillaban mientras hablaba del mar que tocó por primera vez en Tumaco o de aquella vez que estrechó la mano de Andrés Almarales en una convención de la ANAPO. 

 

Esos cuentos me transportaban a mundos que yo no conocía, pero que podía imaginar con claridad: la selva densa y verde como una tormenta, el mar infinito y ruidoso, los caminos polvorientos donde la vida se tejía entre risas y luchas. 

 

Al final del día, siempre venía el abrazo. Mi padre me estrechaba con fuerza, como si quisiera asegurarse de que yo entendiera algo más allá de sus palabras. Y yo lo entendía, aunque entonces no pudiera explicarlo: el amor por esta tierra no estaba en los caminos empolvados ni en las carcajadas de los vecinos, sino en la manera en que todo eso se unía en un único latido, el de mi padre y el mío, recorriendo juntos los pueblos recién electrificados de Nariño. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba


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