El aula del Liceo de la Universidad de Nariño
estaba abarrotada. Eran las siete de la noche y, aunque el rumor de los
profesores ausentes rondaba como un fantasma en los pasillos, nadie esperaba
interrupciones. Afuera, la noche pastusa era fría, como si el Galeras exhalara
una advertencia. Pero adentro, las pupilas de los estudiantes eran brasas a
punto de incendiarse.
En el centro del aula, un muchacho flaco, de
cabello desordenado y mirada de jaguar, se subió a la tarima improvisada: un
par de mesas amontonadas bajo la luz temblorosa de un bombillo. Vestía un buzo
azul desteñido y llevaba un cuaderno de tapas negras bajo el brazo. Era
Sebastián, el que siempre estaba al fondo de las clases, escribiendo cosas que
nadie entendía. Hasta esa noche.
Sebastián comenzó sin preámbulos.
-Compañeros -dijo, su voz cortando el murmullo
como una navaja-, hoy no venimos a hablar de notas, ni de la biblioteca, ni de
las huelgas que nos prometen pero nunca nos llevan a nada. Hoy venimos a hablar
de un sueño que se hace realidad.
Los murmullos se apagaron. Era como si el frío se
hubiera sentado a escuchar también.
-Hace años nos dijeron que Bolívar murió en Santa
Marta, derrotado, traicionado. Que su espada se oxidó junto con sus sueños.
Pero la espada sigue viva, compañeros. No está en los museos ni en los
billetes. Está en nuestras manos. Y no es una espada para adornar discursos de
políticos. Es una espada para luchar.
Algunos, los de las primeras filas, dejaron
escapar un suspiro. Otros, más al fondo, se miraron, inseguros. Sebastián,
imparable, continuó:
-Vengo a hablarles de la Democracia en armas, de
la democracia real, vengo a traerles el mensaje del M-19. El M-19 no es solo un
grupo armado. Es un grito. Es la memoria de Gaitán levantando su puño contra la
oligarquía liberal y conservadora, es el eco de Camilo Torres diciéndonos que
la revolución no es un poema ni un sermón, es la lucha de nuestros abuelos y
nuestros padres por una sociedad más justa, es el clamor de los cristianos primigenios,
los que acompañaron a Cristo mismo en su lucha por los más pobres. Es un acto
de amor por el pueblo. Por los que siempre hemos sido nada, los de los pupitres
rotos, de las botas gastadas, de los sueños aplazados.
La palabra revolución parecía tener peso. Sebastián hablaba con esa
intensidad que no admite dudas.
-No somos marxistas-leninistas, pero somos
revolucionarios. No somos peones de nadie, somos forjadores de nuestra historia.
Somos hijos de esta tierra, de estas montañas, de este frío que nos cala los
huesos. No queremos utopías importadas ni dictadores disfrazados de salvadores.
Queremos democracia. Pero una democracia nuestra, nacida del hambre y del
coraje.
El silencio en la sala era absoluto. Nadie miraba
el reloj. Los ojos de los asistentes estaban clavados en aquel muchacho que,
con su voz segura, parecía más un chamán invocando espíritus que un estudiante
dando un discurso.
Sebastián abrió su cuaderno y leyó un fragmento:
- “La espada de Bolívar pasa a nuestras manos. Ya
no es un mito, es nuestra arma. Y con ella, no descansaremos hasta lograr una
segunda independencia, esta vez total y definitiva”. La espada no es solo un símbolo,
es la manera en que le vamos a quitar al enemigo su poder y su manejo de la
historia, desde hoy somos hacedores de historia, de nuestra propia historia que
escribirán otros en otros momentos, porque ahora la tarea es hacerla.
Cerró el cuaderno. Su voz se quebró un poco al
final, pero no de miedo, sino de algo que a muchos allí les costaba nombrar:
esperanza.
Los aplausos no llegaron de inmediato. Fue más
bien un rugido, un tamborileo de pies en el piso, una especie de terremoto que
nacía desde los pupitres y se extendía hasta las paredes. Algunos se levantaron
y gritaron. Otros suspiraron en silencio.
Esa noche, para muchos cambió su vida. Afuera, la
luna se escondió tras las nubes, y el frío de Pasto se sentía más helado que
nunca. Pero dentro del Liceo, había algo que ardía como el fuego que ni la
noche, ni el miedo, ni el futuro podrían apagar.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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