Montañas del Cauca 1985.
En aquel rincón olvidado de la
cordillera, la llegada de los muchachos del EME fue como una llamarada
encendida en plena noche. La montaña, que había sido testigo mudo de guerrillas
y ejércitos, se estremeció con cada paso de aquellos hombres y mujeres que descendían
desde las alturas, sus miradas endurecidas por el verde infinito de la selva,
la humedad eterna del llano y el frio que cala los huesos en los paramaos; tenían
los ojos siempre alertas, siempre fugaces. Cada uno llevaba, además de su
fusil, un grito ahogado y una esperanza bien clavada en el pecho; la de una
Colombia libre y soberana donde el pan de todos los días no sea la muerte y la
corrupción que siempre ofreció la oligarquía apátrida y enemiga del pueblo.
Cuentan que Pizarro iba adelante,
con la cabeza erguida, el rostro curtido de caminos que ni el mismo Bolívar
habría imaginado. La gente del pueblo, que aún recordaba las historias de los
ejércitos libertadores, comenzó a murmurar entre sí. Algunos decían que los
muchachos traían la fuerza de los antiguos libertadores; otros murmuraban que
sus ojos de fuego eran el presagio de un cambio que nadie se atrevía a
imaginar. Así, en medio de miradas de admiración y cuidado, surgía algo que
hacía años estaba olvidado en aquellos rincones del alma: la ilusión de algo
nuevo.
Apenas llegaron a la plaza, los
campesinos se arremolinaron en torno a ellos. Los más viejos buscaban en
Pizarro la fuerza cautivadora del Comandante Quintín Lame o la fiereza de Guadalupe
Salcedo, esperando reconocer en su sombra algo de aquellos antiguos héroes. En
cambio, encontraron un hombre que no necesitaba más que su propia mirada para
transmitir la convicción de un mundo distinto, uno sin injusticia ni hambre.
“De pie, Colombia” dijo Pizarro,
y la gente sintió el eco de esas palabras retumbando en sus entrañas como un
grito de guerra, una súplica y una promesa a la vez.
Aquella noche, los hombres y
mujeres del EME, que habían dejado parte de su juventud en los caminos,
compartieron con los pobladores sus historias, como quien comparte un pan
sagrado. Los viejos, encorvados por los años y las cosechas, volvían a
enderezarse, mientras las madres veían en esos jóvenes la promesa de un mundo
donde sus hijos pudieran crecer sin el peso de las cadenas en sus hombros. Y
mientras la luna se alzaba sobre las montañas, todos sabían, en lo más profundo
de sus corazones, que aquella llegada no era un simple encuentro. Era el inicio
de algo que iba más allá de ellos, un rugido ancestral que venía a reclamar un
país, una vida y una esperanza, como si Bolívar mismo hubiese regresado para
guiar sus pasos.
La madrugada los encontró de pie, con los rostros alumbrados por la claridad del amanecer. Y en ese preciso momento, comprendieron que aquel pedazo de montaña, olvidado y solitario, se había convertido, aunque solo fuera por un instante, en el corazón palpitante de una Colombia que aún tenía fe en sus propios sueños.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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