martes, 19 de noviembre de 2024

EL VIAJE AL PUTUMAYO

(Texto resultado del trabajo en red en la pandemia del COVID 19 mediante el uso de la técnica creativa colectiva de "cadáveres exquisitos")

 

El camino serpenteaba como un capricho de la tierra, una cicatriz abierta en el corazón de la selva. Mi padre y yo éramos dos figuras minúsculas arrastrando un cargamento de zapatos que pendían de nuestras espaldas como trofeos ajenos. Él, con esa elocuencia que lo hacía parecer un caudillo de mercaderes, comandaba nuestra marcha con un ademán firme y una voz que resonaba más allá del follaje: "No aflojes, mijo, que la selva no espera a nadie." 

 

La selva no era un simple paisaje, era un ser vivo, una criatura mítica que nos envolvía con su aliento húmedo y su manto de hojas. Cada amanecer era un espectáculo de luces y sonidos, donde las hojas murmuraban secretos de lluvias ancestrales y los pájaros esparcían arreboles en el cielo como si bordaran un lienzo. "Esta tierra es infinita, mijo," decía mi padre, su voz diluyéndose entre el rugido incesante del río. 

 

Había una magia primitiva en esos días. La aurora se desplegaba sobre nosotros como un presagio, y por un instante, el peso de las alforjas y el cansancio se desvanecían. Pero siempre regresaba, el peso, el sudor, el recuerdo de nuestra misión: llegar al pueblo donde los zapatos se convertirían en panes, en sonrisas, en una esperanza renovada para nuestra familia. 

 

En el camino, nos cruzábamos con rostros curtidos por el sol y el tiempo, hombres y mujeres que hablaban más con sus gestos que con palabras. Sus manos, ásperas pero gentiles, nos ofrecían agua, un plátano, o simplemente una sonrisa cargada de compasión. "Ellos entienden, mijo," decía mi padre al aceptar sus obsequios con la solemnidad de un pacto. "Saben que la vida es efímera, pero los gestos no." 

 

Sin embargo, la selva también tenía su lado sombrío. A veces, el aire se volvía pesado, lleno de murmullos que parecían surgir de las sombras mismas. Las ramas crujían donde no había nadie, y el eco de nuestros pasos se sentía demasiado cercano. "No temas, mijo," decía mi padre con un tono que intentaba ser firme. "La selva nos mide, nos pone a prueba. Solo se entrega a los que la enfrentan completos." 

 

El viaje fue largo, tan largo que el tiempo pareció perderse en el cauce del río. Pero llegamos. En el pueblo, los zapatos encontraron nuevos dueños, y mi padre sonrió con la satisfacción serena de quien ha cumplido un destino. Yo, en cambio, comprendí algo que entonces no pude nombrar: el viaje no era solo por los zapatos, sino por mí mismo, por lo que sería después de haber cruzado esa inmensidad indómita. 

 

Cuando dejamos el pueblo, la selva nos despidió con una calma inusual. Los colores ya no me intimidaban, y el río, que antes rugía como un monstruo, ahora cantaba como un amigo fiel. "¿Sabes algo, mijo?" me dijo mi padre mientras la espesura se quedaba atrás. "Esto no se trata de llegar, sino de aprender a volver. Y de lo que la selva nos deja en el corazón en ese camino." 

 

Seguimos caminando, dos figuras pequeñas en el horizonte, mientras la aurora, con su luz inconmensurable, nos daba la bienvenida una vez más.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos 



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