(Texto resultado del trabajo en red en la pandemia del COVID 19 mediante el uso de la técnica creativa colectiva de "cadáveres exquisitos")
El camino serpenteaba como un
capricho de la tierra, una cicatriz abierta en el corazón de la selva. Mi padre
y yo éramos dos figuras minúsculas arrastrando un cargamento de zapatos que
pendían de nuestras espaldas como trofeos ajenos. Él, con esa elocuencia que lo
hacía parecer un caudillo de mercaderes, comandaba nuestra marcha con un ademán
firme y una voz que resonaba más allá del follaje: "No aflojes, mijo, que
la selva no espera a nadie."
La selva no era un simple
paisaje, era un ser vivo, una criatura mítica que nos envolvía con su aliento
húmedo y su manto de hojas. Cada amanecer era un espectáculo de luces y
sonidos, donde las hojas murmuraban secretos de lluvias ancestrales y los
pájaros esparcían arreboles en el cielo como si bordaran un lienzo. "Esta
tierra es infinita, mijo," decía mi padre, su voz diluyéndose entre el
rugido incesante del río.
Había una magia primitiva en esos
días. La aurora se desplegaba sobre nosotros como un presagio, y por un
instante, el peso de las alforjas y el cansancio se desvanecían. Pero siempre
regresaba, el peso, el sudor, el recuerdo de nuestra misión: llegar al pueblo
donde los zapatos se convertirían en panes, en sonrisas, en una esperanza
renovada para nuestra familia.
En el camino, nos cruzábamos con
rostros curtidos por el sol y el tiempo, hombres y mujeres que hablaban más con
sus gestos que con palabras. Sus manos, ásperas pero gentiles, nos ofrecían
agua, un plátano, o simplemente una sonrisa cargada de compasión. "Ellos
entienden, mijo," decía mi padre al aceptar sus obsequios con la
solemnidad de un pacto. "Saben que la vida es efímera, pero los gestos
no."
Sin embargo, la selva también
tenía su lado sombrío. A veces, el aire se volvía pesado, lleno de murmullos
que parecían surgir de las sombras mismas. Las ramas crujían donde no había
nadie, y el eco de nuestros pasos se sentía demasiado cercano. "No temas,
mijo," decía mi padre con un tono que intentaba ser firme. "La selva
nos mide, nos pone a prueba. Solo se entrega a los que la enfrentan
completos."
El viaje fue largo, tan largo que
el tiempo pareció perderse en el cauce del río. Pero llegamos. En el pueblo,
los zapatos encontraron nuevos dueños, y mi padre sonrió con la satisfacción
serena de quien ha cumplido un destino. Yo, en cambio, comprendí algo que
entonces no pude nombrar: el viaje no era solo por los zapatos, sino por mí
mismo, por lo que sería después de haber cruzado esa inmensidad indómita.
Cuando dejamos el pueblo, la
selva nos despidió con una calma inusual. Los colores ya no me intimidaban, y
el río, que antes rugía como un monstruo, ahora cantaba como un amigo fiel.
"¿Sabes algo, mijo?" me dijo mi padre mientras la espesura se quedaba
atrás. "Esto no se trata de llegar, sino de aprender a volver. Y de lo que
la selva nos deja en el corazón en ese camino."
Seguimos caminando, dos figuras
pequeñas en el horizonte, mientras la aurora, con su luz inconmensurable, nos
daba la bienvenida una vez más.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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