Amaneciste en mi cuerpo como si el tiempo tuviera el ritmo lento y ceremonial de quien unta pan recién horneado con mermelada de frambuesas aún tibia. Tus dedos, sagrados como hojas silenciosas mecidas por e viento, me recorrían sin prisa, desmigajando el alma que yo apenas lograba sostener entre los huesos.
El sol, perezoso, apenas
insinuaba su presencia tras los postigos de la ventana, pero tus manos ya
conspiraban en mi cintura como si el universo necesitara reorganizarse cada
domingo en la cartografía de mi piel. Dijiste “te quiero” con una voz hecha de
pan tostado y cielo limpio, y yo, huérfano de palabras, respondí mordiéndote el
silencio que escondías en la comisura de los labios.
Luego, entre el murmullo del
agua, mientras lavábamos los platos, tú llevabas mi camisa abierta, como quien
viste el recuerdo de una tormenta, y yo, que solo sabía mirar con hambre
antigua, dejé que mis ojos se perdieran en la geografía de tu pecho. Pensé
entonces, como si lo soñara un ángel exiliado: amarte es fácil cuando hasta el
agua entona canciones en tu nombre.
En lo simple estás,
himno tibio en mi saliva,
milagro que arde.
Sabor que no se va.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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