Te amo.
Como aman las tardes al crepúsculo en los pueblos donde el sol no se pone, sino que se desmaya lentamente en los brazos de la tierra.
Te amo con esa tibieza dudosa con la que se ama lo que arde sin mostrar la llama: sin saber si es la luz o la sombra la que quema por dentro, como queman los recuerdos que nunca ocurrieron, pero aún así duelen.
Ven.
No traigas maletas, ni mapas, ni promesas. Aquí no tengo certezas, pero sí esta ternura descalza que aprendió a caminar sobre brasas con tu nombre en la boca.
Una ternura que tiembla cuando tú, sin saberlo, dices mi nombre como lo dicen los fundadores de mundos, como si fueras la primera persona en nombrarme y el universo acabara de comenzar.
Soy tarde-noche.
No prometo sol, ni cielos despejados, ni mañanas limpias.
Pero si vienes, encontrarás el calor que queda en las paredes cuando el amor ha pasado por ellas, ese calor lento, callado, como el que guardan los muros de las casas que han visto abrazos que nadie se atrevió a contar.
Porque no soy un día radiante:
soy esa hora exacta en que el mundo duda entre seguir viviendo o quedarse dormido para siempre.
Y aun así, aquí estoy, ardiendo en silencio, esperándote.
No sé si eres recuerdo o deseo,
si llegaste o si te soñé.
Solo sé que hay un calor suave
cuando pienso en ti,
como si algo en mí
recordara tu piel
sin haberla tocado nunca.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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