pero no te retengo.
Te deseo,
pero no te ato.
Te tomo,
pero no te poseo.
Te miro,
sin cerrarte.
Te toco,
sin borrar lo que fuiste.
Te escucho,
sin callarme.
Deshojando margaritas
aprendimos a no dejarle al azar
lo que el alma sabe,
a no pedirle permiso al silencio
para sentir,
a no hacer del deseo una rifa
ni del cuerpo una apuesta.
Cada pétalo caído
fue una mentira menos.
Una renuncia a la jaula,
una puerta abierta.
No viniste para que te escojan
como se escoge un vestido en la vitrina,
viniste a elegir.
Y si me eliges,
es porque sabes que en mi abrazo no hay clausura,
porque entiendes que mis cicatrices no son tuyas
pero no las niegas,
porque cuando me abro,
no entras para cerrar,
sino para quedarte con las ventanas abiertas.
Deshojando margaritas
entendimos que el amor no es limosna,
que el deseo no se debe,
que el cuerpo no espera ser aprobado.
Mi piel no es tierra prometida
ni campo abandonado.
Es selva que canta,
que ruge,
que huele a fruto y a hambre.
Es jardín sin cerca,
es templo sin dueño.
Y cuando me abres paso entre tus piernas,
no estoy conquistando,
estoy siendo convocado.
Porque en tu reino no hay princesas dormidas:
hay diosas de carne,
de sangre,
de risa y cicatriz,
diosas que arden
y deciden.
Así que guarda tus dudas.
Guarda tus “si te portas bien”.
Si me amas,
hazlo con el pulso firme
y el alma despierta.
Hazlo sin contar pétalos
ni cerrar bocas.
Y si un día no florezco,
no me pidas silencio:
ámame igual,
como se ama la tierra
cuando descansa.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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