En los años en que la patria fue
capturada por el afán de muerte, cuando los muertos no tenían nombre y los
asesinos cargaban el suyo sin vergüenza, el agente de la inteligencia militar Alan
trabajaba bajo la superficie de la nación. Literalmente. Vivía entre los muros
mohosos de un sótano donde los expedientes dormían amontonados como ataúdes sin
cruz.
Durante treinta años fue un
hombre sin rostro, una sombra obediente que firmaba papeles sin leerlos,
sellaba órdenes sin comprenderlas, y acataba mandatos que venían del “olimpo”,
donde moraban los generales. Era tan gris como el uniforme que colgaba siempre
de una silla coja, y tan callado como los muertos que ayudaba a enterrar entre
palabras.
Nadie supo nunca cuándo se volvió
invisible. Ni él mismo supo cuándo dejó de mirar a su hijo.
Lo había dejado al cuidado de su
madre, mujer valiente y vencida, que vendía lotería y aseaba casas ajenas
mientras el país se caía en pedazos como una ruina mal disimulada. El muchacho
creció entre ausencias, se curtió en los semáforos y se hizo hombre antes de
ser joven, con esa tristeza prematura que sólo traen los que conocen la pobreza
desde la cuna.
Una tarde sin fecha, mientras
hojeaba con desgano los informes de rutina, Alan lo encontró. En una fotografía
de periódico, manchada de sangre tinta y sospechas húmedas, se notaba a todas
luces que había estado clavada con tachuela oxidada al tablero de operaciones.
Lo reconoció por la mirada: unos ojos rasgados que parecían heredados de un
jaguar - así era como apodaban a su abuelo indígena -. El pie de foto decía
“abatido en combate”. El expediente lo llamaba “subversivo sin antecedentes”.
La orden lo nombraba “objetivo neutralizado”.
Alan tembló como si de pronto lo
hubieran llamado por su nombre verdadero.
Los periódicos del domingo
hablaron de dos jóvenes muertos en un enfrentamiento, de un fusil en la mano
derecha de un muchacho zurdo, de una chaqueta de uso privativo del ejército que
parecía nueva. Pero nadie habló de los otros cinco: estudiantes del mismo
colegio, del grupo de teatro, encontrados desmembrados en una finca confiscada
y reconvertida en escuela de horror.
La orden del operativo de captura había salido
del escritorio de Alan. La firmó como tantas otras, con la pluma temblorosa del
que obedece sin entender. Quien la ordenó fue el coronel Esteban Cifuentes,
conocido por saber brindar sin perder la puntería ni la lengua.
Al principio Alan creyó que fue
un error, creyó en la confusión, en el azar. Luego supo la verdad. Los
muchachos no habían muerto en combate. Fueron vendidos como ganado a un campo
de entrenamiento paramilitar, donde un extranjero de acento hebreo enseñaba a
torturar como se enseña una lengua muerta. Los dos que aparecieron como muertos
habían intentado huir. Los otros cinco no tuvieron esa suerte: se los tragó la tierra
después de que les arrancaron la voz con electricidad.
Esa noche Alan huyó con los
documentos bajo el brazo y la culpa atragantada como una espina de pescado. Se
refugió en una pensión frente al cementerio central, donde los muertos hablaban
más claro que los vivos. Pasó semanas sin dormir, escuchando el lamento de los
expedientes desde la mesa y el grito mudo de su hijo desde el fondo de los
sueños.
Espió al coronel como había
espiado tantas veces a los enemigos de la patria: midió sus pasos, su aliento,
la hora exacta en que apagaba la luz, el temblor de sus dedos cuando abría la
botella de whisky. Y una tarde de viento caliente, lo esperó en un parque sin
niños ni palomas.
No habló. Disparó tres veces, con
la precisión de quien ejecuta una sentencia divina. Una por cada bala que
recibió su hijo.
La noticia apareció al día
siguiente, diminuta, arrinconada entre el horóscopo y los deportes: “Ex agente
asesina a coronel. Brote psicótico. Sin testigos. Se entregó voluntariamente.”
Lo encerraron en una celda sin
ventanas, donde por primera vez en su vida tuvo un nombre completo.
Esa noche soñó que su hijo lo
abrazaba. Que los otros muchachos recitaban versos desde una tarima hecha de
madera, como en los festivales de colegio. Que una paloma blanca - una sola -
le picoteaba el hombro izquierdo mientras le susurraba un secreto que no
recordaba al despertar.
Y entonces lloró. Por él. Por su
hijo. Por los cinco muchachos. Por los padres que aún los buscan. Por la patria
que firma sus crímenes con mano firme y los borra con la otra. Lloró hasta
vaciarse por dentro.
Y así, sin medallas, sin
venganza, sin justicia, el agente Alan dejó de ser Alan y se convirtió en una
historia más que nadie contará.
Porque en este país los crímenes
se pudren en los archivos, los verdugos ascienden, y los muertos - los muertos del
Estado - sólo descansan cuando los matan otra vez en los sueños.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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