En los rincones donde la historia
no llega, donde las noticias no pisan y donde el viento solo arrastra polvo y
olvido, el pueblo duerme. Duerme con los ojos abiertos, sueña mientras trabaja,
mientras viaja en buses atestados, mientras espera que la vida le alcance para
algo más que sobrevivir.
Y cuando el pueblo duerme, otros
sueñan por él. Sueñan banqueros, generales, presidentes bien peinados y abogansters
de cuello rígido. Ellos sueñan un mundo ordenado para sus bolsillos y escriben
las reglas en idiomas que el pueblo no entiende, pero obedece.
I. Los desorganizados no existen
Antonio Gramsci, un hombre que
escribió en la sombra de una celda, lo sabía. Lo gritó con su pluma temblorosa:
“Los desorganizados no existen.”
Son masa sin forma, humo que el
viento dispersa, voces que se apagan en la garganta.
El pueblo necesita encontrarse,
saberse, sentirse. Porque el pueblo desorganizado es un archipiélago de
soledades: cada isla, una derrota.
Los poderosos lo saben. Por eso prefieren
al pueblo dormido, disperso, distraído en los espejismos de la televisión y los
atajos del olvido.
Pero cuando el pueblo se
organiza, se despierta. Y cuando se despierta, camina. Y cuando camina, puede
cambiarlo todo.
II. La consulta es la voz que no
se alquila
En las cumbres donde los trajes
deciden por millones, algunos tiemblan cuando escuchan esta palabra: consulta.
Porque la consulta es la herejía
de preguntar.
Es poner la voz en manos del que
barre las calles, del que siembra papas, del que carga ladrillos, del que nunca
fue consultado para nada.
La consulta es la grieta que rompe
el muro de los elegidos.
Es la mesa donde se sientan los
que siempre comieron las sobras.
Es el derecho a decir: Aquí
estamos, existimos, y esto es lo que queremos.
No es solo un papel ni una urna.
Es una escuela, un espejo, un tambor que llama a la fiesta de los que nunca
fueron invitados.
Por eso le temen. Por eso la
sabotean. Por eso la llaman peligrosa. Porque en ella el pueblo se mira y se
reconoce.
III. Petro: el hereje de los
palacios
Gustavo Petro, con todos sus
errores y sus cicatrices, camina por el borde del mapa.
No es un santo ni un héroe sin
manchas. Es un hombre terco, de esos que prefieren la tormenta al aplauso
fácil.
Está en el lado incómodo de la
historia:
Del lado de los que no caben en
las fotos oficiales.
Del lado de los que no tienen
club ni accionistas ni escoltas de cristal.
Del lado de los que se mojan bajo
la lluvia mientras otros miran desde los balcones.
Los que siempre gobernaron escribieron la historia con tinta
de miedo.
Pero Petro, con sus manos llenas de preguntas, intenta
reescribirla con la letra temblorosa del pueblo.
Los poderosos lo llaman peligro.
El pueblo, a veces, lo llama esperanza.
IV. El fuego no se apaga
Organizar al pueblo es encender la mecha.
La consulta es la chispa que
puede volverse incendio.
Y Petro, por ahora, es uno de los
que sopla las brasas.
Nadie sabe cuánto durará la llama
ni cuántas tormentas vendrán.
Pero los fuegos pequeños, cuando
se encuentran, pueden alumbrar la noche más larga.
Gramsci lo susurra desde la
cárcel del tiempo:
“El viejo mundo se muere. El
nuevo tarda en aparecer. Y en ese claro oscuro, nacen los monstruos.” Monstruos
como los que realizan marchas de zombis para corear amenazas de muerte y
lamentos para regresar al régimen del odio.
Pero también, a veces, nacen los fuegos.
Y si el pueblo se organiza para arder, quizás ardan rápido y
en todas partes, para que esta vez los monstruos no ganen de nuevo.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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