martes, 17 de junio de 2025

LA ORGANIZACIÓN Y LA MEMORIA


En los rincones donde la historia no llega, donde las noticias no pisan y donde el viento solo arrastra polvo y olvido, el pueblo duerme. Duerme con los ojos abiertos, sueña mientras trabaja, mientras viaja en buses atestados, mientras espera que la vida le alcance para algo más que sobrevivir.

 

Y cuando el pueblo duerme, otros sueñan por él. Sueñan banqueros, generales, presidentes bien peinados y abogansters de cuello rígido. Ellos sueñan un mundo ordenado para sus bolsillos y escriben las reglas en idiomas que el pueblo no entiende, pero obedece.

 

I. Los desorganizados no existen

 

Antonio Gramsci, un hombre que escribió en la sombra de una celda, lo sabía. Lo gritó con su pluma temblorosa:

“Los desorganizados no existen.”

Son masa sin forma, humo que el viento dispersa, voces que se apagan en la garganta.

El pueblo necesita encontrarse, saberse, sentirse. Porque el pueblo desorganizado es un archipiélago de soledades: cada isla, una derrota.

 

Los poderosos lo saben. Por eso prefieren al pueblo dormido, disperso, distraído en los espejismos de la televisión y los atajos del olvido.

Pero cuando el pueblo se organiza, se despierta. Y cuando se despierta, camina. Y cuando camina, puede cambiarlo todo.

 

II. La consulta es la voz que no se alquila

 

En las cumbres donde los trajes deciden por millones, algunos tiemblan cuando escuchan esta palabra: consulta.

Porque la consulta es la herejía de preguntar.

Es poner la voz en manos del que barre las calles, del que siembra papas, del que carga ladrillos, del que nunca fue consultado para nada.

 

La consulta es la grieta que rompe el muro de los elegidos.

Es la mesa donde se sientan los que siempre comieron las sobras.

Es el derecho a decir: Aquí estamos, existimos, y esto es lo que queremos.

 

No es solo un papel ni una urna. Es una escuela, un espejo, un tambor que llama a la fiesta de los que nunca fueron invitados.

Por eso le temen. Por eso la sabotean. Por eso la llaman peligrosa. Porque en ella el pueblo se mira y se reconoce.

 

III. Petro: el hereje de los palacios

 

Gustavo Petro, con todos sus errores y sus cicatrices, camina por el borde del mapa.

No es un santo ni un héroe sin manchas. Es un hombre terco, de esos que prefieren la tormenta al aplauso fácil.

 

Está en el lado incómodo de la historia:

Del lado de los que no caben en las fotos oficiales.

Del lado de los que no tienen club ni accionistas ni escoltas de cristal.

Del lado de los que se mojan bajo la lluvia mientras otros miran desde los balcones.

 

Los que siempre gobernaron escribieron la historia con tinta de miedo.

Pero Petro, con sus manos llenas de preguntas, intenta reescribirla con la letra temblorosa del pueblo.

 

Los poderosos lo llaman peligro.

El pueblo, a veces, lo llama esperanza.

 

IV. El fuego no se apaga

 

Organizar al pueblo es encender la mecha.

La consulta es la chispa que puede volverse incendio.

Y Petro, por ahora, es uno de los que sopla las brasas.

 

Nadie sabe cuánto durará la llama ni cuántas tormentas vendrán.

Pero los fuegos pequeños, cuando se encuentran, pueden alumbrar la noche más larga.

 

Gramsci lo susurra desde la cárcel del tiempo:

“El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claro oscuro, nacen los monstruos.” Monstruos como los que realizan marchas de zombis para corear amenazas de muerte y lamentos para regresar al régimen del odio.

 

Pero también, a veces, nacen los fuegos.

Y si el pueblo se organiza para arder, quizás ardan rápido y en todas partes, para que esta vez los monstruos no ganen de nuevo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



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