Por las venas de Afranio Parra no
corría sangre, corría fuego. Y no era un fuego cualquiera. Era ese fuego
antiguo que nace en los abismos de la tierra, donde los jaguares aún custodian
los secretos del alma humana.
A veces, la historia tiene miedo
de ciertos hombres. Hombres que no caben en las estadísticas ni en los
manuales. Hombres como Afranio Parra Guzmán, el poeta, el guerrillero, el chamán,
el libertario. Lo llamaron comandante, pero él prefería ser llamado hermano.
Porque para Afranio, la política no era un tablero de ajedrez, sino un tejido
de afectos, un entramado de almas.
Decía que la política era el arte
de hacer amigos. ¿Quién se atreve a repetirlo hoy, en tiempos donde la política
es una feria de máscaras, donde los abrazos se venden y las promesas se
alquilan por horas? Afranio no. Afranio creía en otra cosa. Creía en la
política que nace del abrazo sincero, en la política que se construye con las
manos llenas de tierra y con el corazón limpio de codicia.
Lo dijo claro, sin rodeos, en su
carta a Vera Grave: la política sin afectos es un cascarón vacío. Y un cascarón
vacío no late, no vibra, no arde. La política necesita el calor de la piel, el
temblor de los sueños, la caricia del compromiso. No basta con entender la
injusticia; hay que dolerla. No basta con conocer la causa; hay que amarla.
Afranio hablaba de la “Atracción
Apasionada”, esa fuerza invisible que une a los hombres más allá de los
discursos, más allá de las consignas. Esa fuerza que empujó a los niños de
Siloé a defender a los suyos sin necesidad de leer manifiestos. Porque a veces
el corazón es más sabio que la cabeza.
Él sabía que la política sin
afectos fabrica monstruos. Lo sabía porque los había visto: los dictadores que
gobernaban con fusiles y cadenas, los oligarcas que convirtieron la política en
una maquinaria de trampas y de miedos. Afranio no quería eso. Él quería la
política de los que sueñan despiertos, la política de los que luchan no solo
por cambiar las leyes, sino por cambiar la forma en que nos miramos, en que nos
abrazamos, en que nos reconocemos humanos.
No quería héroes de piedra ni
dirigentes de hierro. Quería hombres que lloraran, que rieran, que se
enamoraran. Hombres que pudieran mirar a los ojos a sus compañeros y decirles:
"Te quiero, te creo, te acompaño".
Afranio fue guerrillero, sí, pero
sobre todo fue sembrador. Sembró afectos, sembró confianza, sembró utopías. No
hablaba de revolución con la boca llena de odio; hablaba de revolución con las
manos llenas de afecto. Soñaba con la Edad del Cuarzo, la Era de la
Transparencia, donde los hombres no necesitaran máscaras ni armaduras para
caminar por la vida.
Para él, la política era como el
agua: debía ser clara, debía ser compartida, debía ser fuente y no mercancía. Y
como buen chaman, sabía que las heridas del pueblo no se curan solo con leyes,
sino con canciones, con rituales, con ternura.
Afranio murió como vivió:
ardiendo. Pero sus palabras siguen caminando. Siguen colándose por las rendijas
de la historia, susurrando a quienes aún creen que la política puede ser un
acto de amor y no solo de poder.
A él, los libros oficiales tal
vez lo ignoren. Pero en las plazas, en los barrios, en los corazones de los que
aún se atreven a soñar, Afranio sigue siendo el hombre jaguar. Sigue siendo la
prueba viva de que la política, cuando se hace con afecto, puede ser la forma
más hermosa de la ternura colectiva.
Porque después de todo, como él
mismo decía, quien no sueña y no se aventura, nunca podrá ser libre. Y Afranio
soñó. Y se aventuró. Y fue libre.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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