sábado, 21 de junio de 2025

AFRANIO PARRA GUZMÁN: EL HOMBRE QUE TEJIÓ POLÍTICA CON AFECTOS

  

Por las venas de Afranio Parra no corría sangre, corría fuego. Y no era un fuego cualquiera. Era ese fuego antiguo que nace en los abismos de la tierra, donde los jaguares aún custodian los secretos del alma humana.

 

A veces, la historia tiene miedo de ciertos hombres. Hombres que no caben en las estadísticas ni en los manuales. Hombres como Afranio Parra Guzmán, el poeta, el guerrillero, el chamán, el libertario. Lo llamaron comandante, pero él prefería ser llamado hermano. Porque para Afranio, la política no era un tablero de ajedrez, sino un tejido de afectos, un entramado de almas.

 

Decía que la política era el arte de hacer amigos. ¿Quién se atreve a repetirlo hoy, en tiempos donde la política es una feria de máscaras, donde los abrazos se venden y las promesas se alquilan por horas? Afranio no. Afranio creía en otra cosa. Creía en la política que nace del abrazo sincero, en la política que se construye con las manos llenas de tierra y con el corazón limpio de codicia.

 

Lo dijo claro, sin rodeos, en su carta a Vera Grave: la política sin afectos es un cascarón vacío. Y un cascarón vacío no late, no vibra, no arde. La política necesita el calor de la piel, el temblor de los sueños, la caricia del compromiso. No basta con entender la injusticia; hay que dolerla. No basta con conocer la causa; hay que amarla.

 

Afranio hablaba de la “Atracción Apasionada”, esa fuerza invisible que une a los hombres más allá de los discursos, más allá de las consignas. Esa fuerza que empujó a los niños de Siloé a defender a los suyos sin necesidad de leer manifiestos. Porque a veces el corazón es más sabio que la cabeza.

 

Él sabía que la política sin afectos fabrica monstruos. Lo sabía porque los había visto: los dictadores que gobernaban con fusiles y cadenas, los oligarcas que convirtieron la política en una maquinaria de trampas y de miedos. Afranio no quería eso. Él quería la política de los que sueñan despiertos, la política de los que luchan no solo por cambiar las leyes, sino por cambiar la forma en que nos miramos, en que nos abrazamos, en que nos reconocemos humanos.

 

No quería héroes de piedra ni dirigentes de hierro. Quería hombres que lloraran, que rieran, que se enamoraran. Hombres que pudieran mirar a los ojos a sus compañeros y decirles: "Te quiero, te creo, te acompaño".

 

Afranio fue guerrillero, sí, pero sobre todo fue sembrador. Sembró afectos, sembró confianza, sembró utopías. No hablaba de revolución con la boca llena de odio; hablaba de revolución con las manos llenas de afecto. Soñaba con la Edad del Cuarzo, la Era de la Transparencia, donde los hombres no necesitaran máscaras ni armaduras para caminar por la vida.

 

Para él, la política era como el agua: debía ser clara, debía ser compartida, debía ser fuente y no mercancía. Y como buen chaman, sabía que las heridas del pueblo no se curan solo con leyes, sino con canciones, con rituales, con ternura.

 

Afranio murió como vivió: ardiendo. Pero sus palabras siguen caminando. Siguen colándose por las rendijas de la historia, susurrando a quienes aún creen que la política puede ser un acto de amor y no solo de poder.

 

A él, los libros oficiales tal vez lo ignoren. Pero en las plazas, en los barrios, en los corazones de los que aún se atreven a soñar, Afranio sigue siendo el hombre jaguar. Sigue siendo la prueba viva de que la política, cuando se hace con afecto, puede ser la forma más hermosa de la ternura colectiva.

 

Porque después de todo, como él mismo decía, quien no sueña y no se aventura, nunca podrá ser libre. Y Afranio soñó. Y se aventuró. Y fue libre.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



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