Un beso.
Y el aroma de café recién colado
subiendo como una ofrenda lenta
desde la tierra de mi pecho
hasta el altar de tu boca.
No me basta con la tibieza.
Quiero el amargor exacto
que deja en la lengua el deseo no satisfecho.
El vapor que se adhiere a la piel
cuando dos cuerpos aún no se han tocado,
pero ya se prometen guerra santa.
Un beso.
Pero que no sea saludo.
Ni clausura.
Ni punto medio.
Quiero un beso que muerda.
Que diga lo que tus palabras no se atreven.
Que hable el idioma de los incendios que se disimulan con
ternura.
El café canta en la cocina.
Tú en mi cuello.
Y yo te abro como se abre un libro prohibido
en la página más subrayada del pecado.
No soy tu desayuno.
Soy tu hambre.
Soy la gota que cae
cuando ya no queda paciencia.
La piel que sabe
que un beso puede ser más filosófico
que un tratado entero sobre el alma.
Dame ese beso.
Pero que tenga cuerpo,
que tenga herida,
que tenga café
y su brevedad impura.
No te necesito para vivir.
Pero te quiero como se quiere
el primer sorbo:
con los ojos entrecerrados,
y el alma de rodillas sin arrodillarse.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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