(al rayar el alba, para ella, el amor de mis amores)
No tengo grandes gestos. Solo
esta voz que tiembla cuando te nombra. No tengo escudos, solo palabras desnudas
que buscan tu sombra en mi pecho.
Rayaba el alba, y yo, apenas
envuelto en el calor de tu recuerdo, te pensé con la delicadeza de quien
acaricia un cristal que canta. Te amo con la torpeza de las cosas frágiles,
esas que se quiebran si se aprietan, pero también si se sueltan.
No vengo a pedirte nada. Solo
vengo a quedarme en el borde de tu día, como esa luz temblorosa que entra por
la ventana y no sabe si ya es mañana o aún es sueño.
Mi piel aún guarda la esperanza
de tus labios no dados. Mi boca aún aprende a nombrarte sin herirte.
Esta es mi elegía: no canto lo
que he perdido, canto lo que nunca he tenido y aun así me ha salvado.
Tú.
Tan tú,
tan lejana y tan mía,
como la brisa primera
que no se ve
pero nos eriza.
Déjame ser eso:
la fragilidad que no huye.
El hombre que ama
sin más fuerza que su ternura.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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