Eres el primer sol que se posa en mis párpados, la tibieza exacta con que despierta el mundo cuando no hay prisa. Abres mi cuerpo como si descorrieras las cortinas del día, y entras despacio, como el aroma del café recién colado, como esa fruta madura que se ofrece sin vergüenza ni misterio.
En tu pecho desayuno: una
cucharada de ternura, una miga de voz ronca aún de sueño. Y me haces reír con
la lengua, me haces cantar con la piel. Eres mi almuerzo servido sobre la mesa
de tu ombligo, mi bocado favorito, la sazón que enciende mis entrañas, la sal
que me recuerda que estoy vivo.
En la noche me llevas con la
promesa de una luna que se desnuda solo para mí. En tu cama no hay horarios, solo
un cuerpo que se hace abrigo y otro que se deshace entre suspiros. Eres la
madrugada que nadie ve, el murmullo que arde lento mientras se apaga el mundo.
Y yo,
yo me quedo contigo,
haciéndote poema en la boca,
como si fueras mi aliento,
como si fueras la única forma
de decir amor sin decirlo.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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