sábado, 24 de mayo de 2025

BRUMA, LA GATA CALEÑA

 

- ¡No jodás! ¿Una gata? ¿Una puta gata? - dice el flaco Martí, entre risas y una botella de ron, en el bar de Las Ramblas donde nos encontramos cada 12 de abril desde hace... ¿35 años?

 

Yo también me río, pero solo por fuera. Por dentro, todavía tiemblo como aquella vez, en Cali, en el 85, cuando Bruma nos salvó del infierno.

 

Lucía y yo éramos dos guerrilleros urbanos con más nervios que munición. Nos movíamos por el centro como peces en el agua: sin hacer olas, pero dejando rastros. Teníamos un apartamento sobre la Sexta, cerca del Teatro Jorge Isaacs, entre vendedores de libros usados y dealers de coca que no sabían que eran nuestros vecinos.

 

La revolución andaba mal. Muy mal.

Fue por los días del Palacio. Ya nos habían asustado dos veces en la esquina de la casa, y a Lucía le habían tumbado la cédula en una redada en San Antonio.

Estábamos esperando que nos callaran para siempre.

 

Por esa época - unos cuatro o cinco meses antes-  apareció la gata.

La gata que sabía de silencios.

 

Dentro de la caja había cinco gaticos. Cuatro machos y una hembra. Cuando los encontramos, el parque no era muy frecuentado y, además, era lunes por la tarde.

Nuestra intención no era dejarlos, pero la ciudad nos estaba empujando hacia otra orilla.

 

A las seis de la tarde habíamos puesto a cuatro gaticos en buenas manos: el Negro Pedro y sus hijas se llevaron dos, y Martica nos ayudó a ubicar los otros dos en casas de amigos.

Quedaba ella.

 

Era tan pequeña que cabía en mi mano.

Al principio, pensamos en dejarla con nosotros solo esa noche.

 

Nos despertamos a las seis de la mañana, descorrimos las cortinas y comprobamos de inmediato que dormía plácidamente en medio de nuestras almohadas.

Verla así, dormida y pequeñita, nos robó el alma.

Se despertó y empezó a lamerme la cara, como si ya supiera cómo ganarse mi cariño.

 

La llamamos Bruma, porque aparecía cuando menos la esperábamos, y porque su pelo era como neblina espesa sobre la madrugada.

Dejamos pasar un mes sin apenas darnos cuenta.

Bruma se quedó.

 

Aquella tarde era densa, como la antesala del infierno. El calor bajó de una manera que no era explicable. No llovía, pero el viento traía algo más que polvo: traía el olor del plomo y del sudor de los tombos.

 

Bruma, en lugar de dormir como solía después del almuerzo, daba vueltas por el suelo, con las patas delanteras estiradas, como buscando algo que se le escapaba del alma.

Mordisqueaba el mantel. Luego el marco de la ventana. Después, mi bota.

Hasta que se nos quedó mirando.

 

Y no fue cualquier mirada.

Fue una mirada que dijo: “¡Hijueputas, muévanse!”

 

Saltó sobre la mochila de Lucía, maulló como si llevara fuego en la garganta y salió corriendo hacia la puerta.

Ahí supimos.

 

Nos fuimos. Así, con la gata metida en la mochila de Lucía, como si llevara una bomba en lugar de un animal.

 

A la vuelta de la cuadra, cuando apenas nos habíamos tragado el miedo, vimos llegar los carros sin placas.

Tres. Cuatro.

Los hombres de civil, pero con una cara de tiras ni la hijueputa.

Diez, quince, con armas largas e ideas cortas.

No dijeron nada.

Solo rompieron.

 

Desde el otro lado de la calle, con Bruma en el regazo, vimos la red cerrarse sobre la nada.

Y fue Lucía quien sintió primero la lengua áspera de Bruma lamerle la mejilla, justo donde, horas antes, había llorado porque sentía que algo iba a pasar.

 

Nos fuimos de Cali esa noche. Bogotá. Quito. Caracas. Y al final, Barcelona.

Donde ahora Martí, este viejo anarco bacán, no nos cree.

 

- ¡Una gata, hermano! ¡Una pinche gata!

 

- No cualquier gata - dice Lucía, levantando la copa de ron cubano con su sonrisa intacta- .  Una gata caleña.

 

- Una gata que sabía de silencios - digo yo.

La dejamos con unos compañeros en Quito, aún la imagino, cuidando a otros.

 

Porque a veces, los gatos no son gatos.

A veces son la revolución con bigotes.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

 


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