- ¡No jodás! ¿Una gata? ¿Una puta
gata? - dice el flaco Martí, entre risas y una botella de ron, en el bar de Las
Ramblas donde nos encontramos cada 12 de abril desde hace... ¿35 años?
Yo también me río, pero solo por
fuera. Por dentro, todavía tiemblo como aquella vez, en Cali, en el 85, cuando
Bruma nos salvó del infierno.
Lucía y yo éramos dos
guerrilleros urbanos con más nervios que munición. Nos movíamos por el centro
como peces en el agua: sin hacer olas, pero dejando rastros. Teníamos un
apartamento sobre la Sexta, cerca del Teatro Jorge Isaacs, entre vendedores de
libros usados y dealers de coca que no sabían que eran nuestros vecinos.
La revolución andaba mal. Muy
mal.
Fue por los días del Palacio. Ya
nos habían asustado dos veces en la esquina de la casa, y a Lucía le habían
tumbado la cédula en una redada en San Antonio.
Estábamos esperando que nos
callaran para siempre.
Por esa época - unos cuatro o cinco
meses antes- apareció la gata.
La gata que sabía de silencios.
Dentro de la caja había cinco
gaticos. Cuatro machos y una hembra. Cuando los encontramos, el parque no era
muy frecuentado y, además, era lunes por la tarde.
Nuestra intención no era
dejarlos, pero la ciudad nos estaba empujando hacia otra orilla.
A las seis de la tarde habíamos
puesto a cuatro gaticos en buenas manos: el Negro Pedro y sus hijas se llevaron
dos, y Martica nos ayudó a ubicar los otros dos en casas de amigos.
Quedaba ella.
Era tan pequeña que cabía en mi
mano.
Al principio, pensamos en dejarla
con nosotros solo esa noche.
Nos despertamos a las seis de la
mañana, descorrimos las cortinas y comprobamos de inmediato que dormía
plácidamente en medio de nuestras almohadas.
Verla así, dormida y pequeñita,
nos robó el alma.
Se despertó y empezó a lamerme la
cara, como si ya supiera cómo ganarse mi cariño.
La llamamos Bruma, porque
aparecía cuando menos la esperábamos, y porque su pelo era como neblina espesa
sobre la madrugada.
Dejamos pasar un mes sin apenas
darnos cuenta.
Bruma se quedó.
Aquella tarde era densa, como la
antesala del infierno. El calor bajó de una manera que no era explicable. No
llovía, pero el viento traía algo más que polvo: traía el olor del plomo y del
sudor de los tombos.
Bruma, en lugar de dormir como
solía después del almuerzo, daba vueltas por el suelo, con las patas delanteras
estiradas, como buscando algo que se le escapaba del alma.
Mordisqueaba el mantel. Luego el
marco de la ventana. Después, mi bota.
Hasta que se nos quedó mirando.
Y no fue cualquier mirada.
Fue una mirada que dijo:
“¡Hijueputas, muévanse!”
Saltó sobre la mochila de Lucía,
maulló como si llevara fuego en la garganta y salió corriendo hacia la puerta.
Ahí supimos.
Nos fuimos. Así, con la gata
metida en la mochila de Lucía, como si llevara una bomba en lugar de un animal.
A la vuelta de la cuadra, cuando
apenas nos habíamos tragado el miedo, vimos llegar los carros sin placas.
Tres. Cuatro.
Los hombres de civil, pero con
una cara de tiras ni la hijueputa.
Diez, quince, con armas largas e
ideas cortas.
No dijeron nada.
Solo rompieron.
Desde el otro lado de la calle,
con Bruma en el regazo, vimos la red cerrarse sobre la nada.
Y fue Lucía quien sintió primero
la lengua áspera de Bruma lamerle la mejilla, justo donde, horas antes, había
llorado porque sentía que algo iba a pasar.
Nos fuimos de Cali esa noche.
Bogotá. Quito. Caracas. Y al final, Barcelona.
Donde ahora Martí, este viejo
anarco bacán, no nos cree.
- ¡Una gata, hermano! ¡Una pinche
gata!
- No cualquier gata - dice Lucía,
levantando la copa de ron cubano con su sonrisa intacta- . Una gata caleña.
- Una gata que sabía de silencios
- digo yo.
La dejamos con unos compañeros en
Quito, aún la imagino, cuidando a otros.
Porque a veces, los gatos no son
gatos.
A veces son la revolución con
bigotes.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
No hay comentarios.:
Publicar un comentario