En la casa pintada de cal, al fondo de la calle
de las buganvilias moradas, vivía ella, la más hermosa entre las muchachas del
pueblo y también la más triste. Desde hacía dos años, que fue cuando se
despidió de sí misma una tarde-noche sin decir adiós, vagaba las calles desde
su casa a la iglesia y desde la iglesia a su casa, como un alma sin sustancia,
como un rezo sin fe.
Los vecinos, que al principio se alarmaron por
sus llantos matinales, acabaron por resignarse. No era raro, si uno pasaba
junto a la ventana abierta, oírla llorar sin consuelo, mientras el agua hervía
sola en la cocina y los claveles en la repisa se marchitaban sin que nadie los
mirara.
Había sentido los pasos casi dormido, alguna
vez, su padre, don Jeremías, un jubilado de teléfonos que pasaba las horas en
su habitación del primer piso, sentado junto al ventanal, contemplando cómo la
tristeza de su hija se deslizaba en forma de hilera por el patio, como una
procesión silenciosa. De este modo, ella se mataba inútilmente, sufriendo por
algo que posiblemente ni siquiera iba a pasar, algo que ni siquiera podía
nombrar.
La última vez hasta se puso a llorar en plena
misa del domingo, sin motivo visible, rompiendo el sermón del padre Artemio con
un sollozo tan hondo que se creyó que la Virgen del altar también iba a llorar.
Su rostro amarillento parecía manifestar una enfermedad, pero era solo la falta
de sueño, la falta de alma, la falta de remedio. Ella misma lo decía, entre
susurros: ya no entiendo la situación en la que he caído. Una tristeza vaga,
profunda y permanente que sólo podía tener su origen en el hecho de estar viva
sin haber amado nunca.
- Sin duda no puedo evitarlo - le confesó una
vez a la hermana Laura, que le ofrecía agua de azahares y rosarios benditos -.
Es la melancolía la que me lleva y me trae.
Y así habría seguido, quizá por años o por
siglos, de no haber sido por aquel forastero que llegó sin que nadie lo
invitara, con un sombrero polvoriento y una sonrisa que parecía de otra época.
Nadie supo de dónde venía, ni siquiera él lo recordaba con claridad. Decía que
era caminante, que iba de pueblo en pueblo recolectando historias, aunque no
escribía nada. No tenía intenciones de quedarse, pero el mercado lo distrajo.
Fue allí, entre los canastos de yucas y los
ajíes colgantes, que lo vio por primera vez, recogiendo su mesa de ventas con
la lentitud habitual de quien espera que algo o alguien lo detenga. Él la miró
como quien encuentra una promesa, y ella lo miró como quien no sabe que sigue
viva.
Tuvieron solo tres encuentros. El primero, en
la plaza. El segundo, bajo el almendro frente a la iglesia, donde él le ofreció
una manzana sin decir palabra. Y el tercero, la noche del jueves, cuando la
luna pareció quedarse detenida sobre la casa de cal.
Esa noche los vecinos no escucharon más su
llanto, pero el alboroto del amor no dejó duda alguna de que algo había
cambiado. Las paredes retumbaban con un eco que no era de tristeza sino de
salvación. La melancolía, esa mujer huesuda que la acompañaba como una sombra,
fue expulsada de la casa con el primer gemido.
Y cuando el caminante se fue, al amanecer,
dejando solo una flor silvestre sobre la almohada, ella volvió a la vida. Regó
los claveles, cerró la ventana, cocinó pan dulce, y cuando pasó por la iglesia,
ya no rezó por consuelo, sino por gratitud.
Solo el amor, el carnal, el físico, puede curar
- dijo después, a quien quisiera escucharla -. Lo demás es espera.
Jeremías se hizo el sordo ante los arrebatos de
su hija, porque mil veces prefería oírla reír que llorar. No le importaban los
portazos, ni las carcajadas que subían como estampidas por la escalera, ni los
pasos descalzos a medianoche, ni siquiera el canto desafinado que ahora llenaba
la casa pintada de cal. Después de todo, era mejor el escándalo del amor que el
silencio funerario de la melancolía.
Y así, sentado en su silla de siempre, con la
ventana abierta al patio, el viejo telefonista jubilado alzó una taza de café
humeante y murmuró, sin dirigirse a nadie: “Al fin volvió la vida a esta casa.”
Y nadie volvió a oírla llorar.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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