martes, 27 de mayo de 2025

EL REMEDIO DE LA MELANCOLÍA

 

En la casa pintada de cal, al fondo de la calle de las buganvilias moradas, vivía ella, la más hermosa entre las muchachas del pueblo y también la más triste. Desde hacía dos años, que fue cuando se despidió de sí misma una tarde-noche sin decir adiós, vagaba las calles desde su casa a la iglesia y desde la iglesia a su casa, como un alma sin sustancia, como un rezo sin fe.

 

Los vecinos, que al principio se alarmaron por sus llantos matinales, acabaron por resignarse. No era raro, si uno pasaba junto a la ventana abierta, oírla llorar sin consuelo, mientras el agua hervía sola en la cocina y los claveles en la repisa se marchitaban sin que nadie los mirara.

 

Había sentido los pasos casi dormido, alguna vez, su padre, don Jeremías, un jubilado de teléfonos que pasaba las horas en su habitación del primer piso, sentado junto al ventanal, contemplando cómo la tristeza de su hija se deslizaba en forma de hilera por el patio, como una procesión silenciosa. De este modo, ella se mataba inútilmente, sufriendo por algo que posiblemente ni siquiera iba a pasar, algo que ni siquiera podía nombrar.

 

La última vez hasta se puso a llorar en plena misa del domingo, sin motivo visible, rompiendo el sermón del padre Artemio con un sollozo tan hondo que se creyó que la Virgen del altar también iba a llorar. Su rostro amarillento parecía manifestar una enfermedad, pero era solo la falta de sueño, la falta de alma, la falta de remedio. Ella misma lo decía, entre susurros: ya no entiendo la situación en la que he caído. Una tristeza vaga, profunda y permanente que sólo podía tener su origen en el hecho de estar viva sin haber amado nunca.

 

- Sin duda no puedo evitarlo - le confesó una vez a la hermana Laura, que le ofrecía agua de azahares y rosarios benditos -. Es la melancolía la que me lleva y me trae.

 

Y así habría seguido, quizá por años o por siglos, de no haber sido por aquel forastero que llegó sin que nadie lo invitara, con un sombrero polvoriento y una sonrisa que parecía de otra época. Nadie supo de dónde venía, ni siquiera él lo recordaba con claridad. Decía que era caminante, que iba de pueblo en pueblo recolectando historias, aunque no escribía nada. No tenía intenciones de quedarse, pero el mercado lo distrajo.

 

Fue allí, entre los canastos de yucas y los ajíes colgantes, que lo vio por primera vez, recogiendo su mesa de ventas con la lentitud habitual de quien espera que algo o alguien lo detenga. Él la miró como quien encuentra una promesa, y ella lo miró como quien no sabe que sigue viva.

 

Tuvieron solo tres encuentros. El primero, en la plaza. El segundo, bajo el almendro frente a la iglesia, donde él le ofreció una manzana sin decir palabra. Y el tercero, la noche del jueves, cuando la luna pareció quedarse detenida sobre la casa de cal.

 

Esa noche los vecinos no escucharon más su llanto, pero el alboroto del amor no dejó duda alguna de que algo había cambiado. Las paredes retumbaban con un eco que no era de tristeza sino de salvación. La melancolía, esa mujer huesuda que la acompañaba como una sombra, fue expulsada de la casa con el primer gemido.

 

Y cuando el caminante se fue, al amanecer, dejando solo una flor silvestre sobre la almohada, ella volvió a la vida. Regó los claveles, cerró la ventana, cocinó pan dulce, y cuando pasó por la iglesia, ya no rezó por consuelo, sino por gratitud.

 

Solo el amor, el carnal, el físico, puede curar - dijo después, a quien quisiera escucharla -. Lo demás es espera.

 

Jeremías se hizo el sordo ante los arrebatos de su hija, porque mil veces prefería oírla reír que llorar. No le importaban los portazos, ni las carcajadas que subían como estampidas por la escalera, ni los pasos descalzos a medianoche, ni siquiera el canto desafinado que ahora llenaba la casa pintada de cal. Después de todo, era mejor el escándalo del amor que el silencio funerario de la melancolía.

Y así, sentado en su silla de siempre, con la ventana abierta al patio, el viejo telefonista jubilado alzó una taza de café humeante y murmuró, sin dirigirse a nadie: “Al fin volvió la vida a esta casa.”

 

Y nadie volvió a oírla llorar.        

 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

 


 

 

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