jueves, 22 de mayo de 2025

EL PADAWAM DEL EME


En una casa de paredes desconchadas por la humedad y el tiempo, perdida en algún barrio popular de Bogotá, un hombre aguardaba. A pesar del sigilo que exigía la clandestinidad, en aquel refugio no se respiraba miedo sino una forma pausada y profunda de espera, como si el tiempo se hubiera detenido solo para que él leyera con lentitud de monje ilustrador, las páginas amarillas de un cómic de Star Wars que un amigo le había traído de México doblado en cuatro y que disfrutaba tendido en el catre oyendo la emisora de salsa y comiendo a puñados una caja de Corn Flakes.

 

Se llamaba Julián, pero sus compañeros lo conocían como “El Negro”, y había ingresado al M-19 no por los libros de Lenin ni por las proclamas de Fidel, sino por una vieja película francesa que hablaba de libertad como quien habla de la lluvia. Era cinéfilo de vocación, revolucionario por consecuencia, y fanático de Star Wars por convicción religiosa.

 

Desde que vio por primera vez la nave de la princesa Leia surcando las estrellas en 1977, supo que el fascismo no era solamente un problema local, una plaga de generales bigotudos y políticos clientelistas, sino una fuerza cósmica que se replicaba como un virus en los sistemas nerviosos de las galaxias. Para él, la lucha clandestina no era contra un gobierno específico, sino contra el Lado Oscuro, y cada operativo era una escena más del eterno conflicto entre la tiranía y la luz.

 

En ese momento, recostado en un catre desvencijado, leía las hazañas de dos Jedi antiguos que luchaban por restaurar la paz en la Antigua República. Mientras el zumbido de los servomotores retumbaba en su mente, y el sable de luz se abría paso en la espesura del cómic, Julián sentía cómo la historia de la galaxia y la historia de Colombia se entretejían como un solo telón de cine proyectado por una voluntad más grande que él.

 

“Durante más de mil generaciones, los Caballeros Jedi fueron los guardianes de la paz y la justicia…”, leyó en voz baja, y sintió una punzada en el estómago, no de miedo sino de certeza. A su lado, camuflado entre las páginas del cómic, estaba el comunicado que había llegado esa mañana: una hoja mimeografiada con letras azules y firmes que decía:

 

“PAZ A LAS FUERZAS ARMADAS, VIDA A LA NACIÓN Y GUERRA A LA OLIGARQUÍA.”

 

Repitió la frase como si fuera un mantra jedi. No era difícil imaginarse en el sistema alderoniano, con la gravedad de la tierra jalándole el cuerpo hacia el deber. Si cerraba los ojos, podía sentir el zumbido de un bláster al otro lado de la habitación, el chirrido de los drones de vigilancia, el frío azul de un sable de luz que no poseía, pero que intuía vibrando en sus manos.

 

Julián no había leído a Hegel, pero entendía la dialéctica cuando un pueblo oprimido se alzaba. No había leído a Trotsky, pero sabía de revoluciones que nacen en la periferia de los imperios. Había leído, eso sí, a Kurosawa, y sabía que la épica no estaba reservada para samuráis ni generales, sino para quienes esperaban con una pistola al cinto y un cómic entre las manos, en casas de seguridad con olor a sudor y sopa recalentada.

 

Afuera, la ciudad seguía su curso de rutina y ruina. Pero adentro, en ese instante detenido, Julián sintió que el verdadero cine no se proyectaba en las pantallas, sino en la piel estremecida de los hombres que soñaban con justicia.

 

Entonces sonó el teléfono, un solo timbrazo. El operativo estaba en marcha.

 

Guardó el cómic entre las tablas del catre, enrolló el comunicado en el bolsillo de su chaqueta, y al cerrar la puerta tras de sí, sintió que el mundo se abría como una galaxia en guerra. Porque no era un combatiente más:

Era un Jedi criollo.

Un guerrillero de luz.

Un espectador de la historia que había decidido meterse en la pantalla.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

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