En una casa de paredes
desconchadas por la humedad y el tiempo, perdida en algún barrio popular de
Bogotá, un hombre aguardaba. A pesar del sigilo que exigía la clandestinidad,
en aquel refugio no se respiraba miedo sino una forma pausada y profunda de
espera, como si el tiempo se hubiera detenido solo para que él leyera con
lentitud de monje ilustrador, las páginas amarillas de un cómic de Star Wars
que un amigo le había traído de México doblado en cuatro y que disfrutaba
tendido en el catre oyendo la emisora de salsa y comiendo a puñados una caja de
Corn Flakes.
Se llamaba Julián, pero sus
compañeros lo conocían como “El Negro”, y había ingresado al M-19 no por los
libros de Lenin ni por las proclamas de Fidel, sino por una vieja película
francesa que hablaba de libertad como quien habla de la lluvia. Era cinéfilo de
vocación, revolucionario por consecuencia, y fanático de Star Wars por
convicción religiosa.
Desde que vio por primera vez la
nave de la princesa Leia surcando las estrellas en 1977, supo que el fascismo
no era solamente un problema local, una plaga de generales bigotudos y
políticos clientelistas, sino una fuerza cósmica que se replicaba como un virus
en los sistemas nerviosos de las galaxias. Para él, la lucha clandestina no era
contra un gobierno específico, sino contra el Lado Oscuro, y cada operativo era
una escena más del eterno conflicto entre la tiranía y la luz.
En ese momento, recostado en un
catre desvencijado, leía las hazañas de dos Jedi antiguos que luchaban por
restaurar la paz en la Antigua República. Mientras el zumbido de los
servomotores retumbaba en su mente, y el sable de luz se abría paso en la
espesura del cómic, Julián sentía cómo la historia de la galaxia y la historia
de Colombia se entretejían como un solo telón de cine proyectado por una
voluntad más grande que él.
“Durante más de mil generaciones,
los Caballeros Jedi fueron los guardianes de la paz y la justicia…”, leyó en
voz baja, y sintió una punzada en el estómago, no de miedo sino de certeza. A
su lado, camuflado entre las páginas del cómic, estaba el comunicado que había
llegado esa mañana: una hoja mimeografiada con letras azules y firmes que
decía:
“PAZ A LAS FUERZAS ARMADAS, VIDA
A LA NACIÓN Y GUERRA A LA OLIGARQUÍA.”
Repitió la frase como si fuera un
mantra jedi. No era difícil imaginarse en el sistema alderoniano, con la
gravedad de la tierra jalándole el cuerpo hacia el deber. Si cerraba los ojos,
podía sentir el zumbido de un bláster al otro lado de la habitación, el
chirrido de los drones de vigilancia, el frío azul de un sable de luz que no
poseía, pero que intuía vibrando en sus manos.
Julián no había leído a Hegel,
pero entendía la dialéctica cuando un pueblo oprimido se alzaba. No había leído
a Trotsky, pero sabía de revoluciones que nacen en la periferia de los
imperios. Había leído, eso sí, a Kurosawa, y sabía que la épica no estaba
reservada para samuráis ni generales, sino para quienes esperaban con una
pistola al cinto y un cómic entre las manos, en casas de seguridad con olor a
sudor y sopa recalentada.
Afuera, la ciudad seguía su curso
de rutina y ruina. Pero adentro, en ese instante detenido, Julián sintió que el
verdadero cine no se proyectaba en las pantallas, sino en la piel estremecida
de los hombres que soñaban con justicia.
Entonces sonó el teléfono, un
solo timbrazo. El operativo estaba en marcha.
Guardó el cómic entre las tablas
del catre, enrolló el comunicado en el bolsillo de su chaqueta, y al cerrar la
puerta tras de sí, sintió que el mundo se abría como una galaxia en guerra.
Porque no era un combatiente más:
Era un Jedi criollo.
Un guerrillero de luz.
Un espectador de la historia que
había decidido meterse en la pantalla.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
Exelente, vigente y realización cinematográfica pendiente.
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