Era una de esas tardes en las que
el sol parecía haberse quedado dormido en los aleros de las casonas coloniales,
rumiando la humedad de los siglos, cuando aquel hombre, a quien nadie había
invitado, se detuvo frente a la acuarela del fusilamiento. Nadie supo tampoco
de dónde había salido, pero allí estaba, parado frente a los cuadros de Agustín
Agualongo, en la galería improvisada de una casa que aún olía a cera y a misa
tempranera.
La casa misma parecía haberse
detenido en el tiempo: muros de adobe pisado, techos con vigas de madera
encaladas y un zaguán que rezumaba ecos de alpargatas antiguas. Las acuarelas
colgaban en silencio, como si respiraran. La primera mostraba al coronel aún
vestido de dignidad, con la camisa blanca inmaculada y la guerrera abotonada
hasta el cuello, como si supiera que la posteridad lo miraría con lupa. El
pintor, tal vez sin saberlo, había dejado entre las pinceladas un rastro tibio
de aliento que el hombre sintió en la nuca, como si el retrato exhalara vida.
El segundo cuadro, más crudo, más
injusto, mostraba el instante previo a los disparos del pelotón de
fusilamiento: Agualongo atado al poste, ya sin uniforme, con la camisa abierta
como una herida. Había en esa escena una dignidad más pura que cualquier
absolución. Los ojos pintados no miraban al cielo ni a sus verdugos, sino al
futuro.
El tercero era un lamento hecho
luz: el cadáver tendido en la plaza de Popayán, la sangre casi desdibujada por
el sol de la tarde, las flores de los balcones como testigos mudos. Un cuadro
donde todo parecía vivo, menos el hombre.
El visitante no dijo palabra. A
su lado, un joven encendía un cigarrillo, y él sintió la necesidad de pedirle
uno para calmar el ansia. Poco después, un cura bajito, de sotana reluciente y
voz de secreto, se acercó para murmurar que Agualongo murió sabiendo que lo
habían ascendido a brigadier general, y que, aun así, rechazó los ruegos de los
republicanos para que renunciara a su fidelidad al rey. Ni en público ni en
privado. El sacerdote juró - y hasta pareció hacerlo en latín - que lo habían
intentado todo, incluso con amenazas del infierno.
Fue entonces, y no antes, cuando
al hombre le cayó una sombra dentro del pecho. Una sombra caliente. Casi pudo
ver los pasos del pelotón, la muchedumbre sudando su miedo, los oficiales
ajustándose las charreteras con orgullo idiota. Se vio parado en la esquina
donde florecen los geranios, con los puños cerrados y los ojos aguijoneados por
una rabia vieja, una que no era suya, pero que lo habitaba como un huésped
clandestino. Y en ese instante, decidió que el mejor de los estandartes no era
una bandera, ni un himno, ni un discurso, sino la memoria de un hombre que
prefirió morir antes que inclinar la cabeza.
Nadie supo quién fue el primero
que habló de desenterrar a Agualongo. Tal vez fue en una reunión clandestina, o
en una esquina donde el aguardiente sabe a pólvora. Pero dos años después, el
día del onomástico de San Juan de Pasto, mientras los helicópteros sobrevolaban
la plaza de Nariño como gallinazos modernos, un grupo de jóvenes - entre ellos
aquel hombre silencioso - irrumpió en la iglesia de San Juan Bautista por los
restos del general. La ciudad celebraba, además, el nombramiento de un paisano
como ministro de Defensa, el cual había llegado con un contingente adicional de
policía y un piquete del Batallón Boyacá en cada esquina.
Y sacaron los huesos.
No para llevarlos a otra tumba,
sino para devolverlos a la memoria. Para que el pueblo - el mismo que había
sido obligado a olvidar su nombre - lo viera ahora en alto, como un estandarte
viviente. Y fue entonces que, como un eco desde los balcones, como un susurro
que nadie dijo, pero todos escucharon, volvió a sonar la frase que partió en
dos la historia de Pasto:
“De la tierra en que yo muera,
surgirá como una espiga, roja y negra, de la pólvora y la sangre, mi bandera.”
Allí se unió en la historia con
la frase de Jaime Bateman que unos meses antes de morir en un accidente aéreo
en las selvas del Darién, llamaba al pueblo a entender que el único camino que
nos dejaron era el de: la Rebeldía.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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