Te lo dije sin mirar,
mientras te ponías los zapatos
y buscabas las llaves
como quien busca aire.
“Que tengas un bonito día”
sonó fácil,
como un saludo de rutina,
pero por dentro
era una forma discreta de pedirte
que vuelvas.
No era solo eso.
Era:
que pienses en mí
cuando pares por un café,
que te rías en medio del tráfico
recordando cómo te desabotoné la blusa
sin apurarme,
como si tuviera todo el tiempo del mundo
entre las manos.
Era:
que te toque el viento y te acuerdes
de cómo te toco yo,
sin aviso,
sin permiso,
como quien sabe el camino
aunque esté a oscuras.
“Que tengas un bonito día”
es lo que digo
cuando quiero decir
que te extraño antes de que te vayas,
que en tu cuello me dejaría vivir,
que ojalá este día no se te pase
sin pensar, al menos una vez,
en mi boca.
Pero tú solo sonreíste,
me diste un beso apurado,
y saliste.
Y ahí me quedé yo,
con el eco de tu perfume
y la frase,
dicha y no dicha,
palpitando todavía en la puerta.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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