Vivía solo con mis cuatro gatos, que no eran exactamente míos, sino descendientes de un linaje felino que había aprendido a gobernar la casa mientras yo envejecía a su servicio. Había olvidado muchas cosas - el nombre de mi madre, el sabor de la miel, el miedo a la noche -, pero recordaba, como si me lo hubieran susurrado los ángeles, que la libertad no puede ser realizada más que en sociedad. Por eso, cada martes, me vestía como si aún trabajara y bajaba los escalones del mundo para sentarme en la misma mesa de la cafetería, al lado de la oficina que ahora solo existía en mi memoria.
Fue allí donde la vi por primera vez, como se ve una aparición en pleno día.
Ella tenía setenta años, aunque el tiempo parecía haberse enredado en su pelo sin lograr enredarla a ella. Caminaba con el paso indómito de quien ha leído a Emma Goldman, ha amado sin permiso y ha perdido más revoluciones que amores. Yo, en cambio, iba con los pies callados por la costumbre y los hombros vencidos por la historia.
La amé desde el primer día. No como se ama en los cuentos de juventud, sino como se ama cuando se ha perdido todo: con gratitud, con desesperación, con la certeza de que la vida, al fin, había valido la pena solo por conocerla.
“Sin disciplina, sin organización, sin humildad ante el esplendor del objetivo, solo divertiremos a nuestros enemigos y nunca alcanzaremos la victoria” - me dijo un día, citando a Bakunin como si hablara del desayuno.
Y así empezó lo inevitable.
Durante más de medio año planeamos nuestra última y más perfecta obra de amor: la muerte del “Matarife”. No por odio - el odio se le había secado a ella durante sus años en la cárcel, y a mí durante los noticieros -, sino porque si nuestras vidas no habían tenido una razón luminosa de ser, al menos que la muerte nos la diera. No sería una venganza, sería un poema.
Nuestros días, antes tan iguales como dos gotas de agua, se llenaron de números, rutas, metrónomos de seguridad y fórmulas químicas escritas entre poemas. Porque hasta entonces habíamos convertido en una rutina de nuestra vida sencilla la indignación. Era hora de elevarla al rango de obra maestra.
Ella me enamoraba cada día más. Aunque hace días ya me molestaba un poco su sectarismo. No puedo negarlo: ese anarquismo que la hacía impredecible y exacta, al mismo tiempo, era lo que me hacía temblar. Pero yo soy tan anarquista, que hasta el anarquismo me fastidia. Aun así, me transformaría inmediatamente en un instrumento de la voluntad de cambio que habíamos proclamado durante tantos años.
El día de la explosión, el sol amaneció como si también tuviera un plan. La avenida hervía de palomas, y el cielo tenía ese color de sábana vieja que precede a los milagros. Caminamos despacio. Ella llevaba el maletín. Yo, su corazón latiendo como un tambor dentro del mío.
Pedimos café en la cafetería de siempre. Las abejas se acercaron, impasibles, a libar la mermelada abandonada junto a las tostadas. Un niño se reía en la mesa de al lado. El reloj marcaba la hora sin saber que estaba a punto de volverse inútil. Entonces vimos llegar el carro con los más de cien escoltas y subimos al piso donde iba a dar su charla de odio.
- ¿Estás listo? —me preguntó, con la dulzura de quien está a punto de dar el primer beso.
- No.
- Perfecto - respondió.
Dejamos el maletín en el corredor contiguo, los escoltas no se percataron de dos viejos tomados de la mano, ella los vio a los ojos y sé que les sonrió.
Y apretó el interruptor.
La explosión fue tan perfecta que no hizo falta más poder. El edificio se derrumbó sobre sí mismo como una flor marchita. No hubo víctimas colaterales. Solo él. El Matarife y sus escoltas.
Y nosotros.
Pero no morimos. Al menos no del todo.
Nadie supo que esa misma madrugada habíamos dejado todo listo para escapar por una alcantarilla abierta desde hacía años, usada por gatos, vendedores de sueños y fugitivos del tiempo. Nadie imaginó que habíamos escrito panfletos con nuestras propias manos artríticas, y los habíamos distribuido en sobres perfumados por toda la ciudad, con frases como: “La libertad, la moralidad y la dignidad humana del individuo consisten precisamente en que haga el bien no porque esté forzado a hacerlo, sino porque libremente lo conciba, lo quiera y lo ame.” M.Bakunin o “La democracia no es solo un sistema político, es una forma de vida.” J. Prudon. Y "Así como la fuerza de un individuo no puede legítimamente atentar contra la persona, la libertad o la propiedad de otro individuo, por la misma razón la fuerza común no puede aplicarse legítimamente para destruir la persona, la libertad o la propiedad de individuos o de clases." F. Bastiat. Todas frimadas como “Amor y anarquía”.
Nos dimos por muertos. Y en cierto modo lo estábamos. Habíamos dejado atrás las identidades que cargaban la resignación y la derrota.
Huimos al mar. Allí, entre palmas y canciones de pescadores, aprendimos a vivir como niños sin apellido. Alla cocinábamos con flores. Yo contaba historias a los pájaros. Hicimos el amor como si el mundo nunca hubiera sido herido. La piel de sus manos, marcada por las décadas y los manifiestos, era la tierra prometida de mi vejez.
Cada tarde, sentados en la arena, ella repetía lo mismo:
- “Al buscar lo imposible el hombre siempre ha realizado y reconocido lo posible. Y aquellos que sabiamente se han limitado a lo que creían posible, jamás han dado un solo paso adelante.” De Mijaíl Bakunin.
Y yo la besaba.
Y la vida, por fin, tenía sentido. Uno desbordado. Uno sin paralelo.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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