Fue en una noche después de un
aguacero, perfumada por el delirio y el azar, cuando la encontré. Ella no
llegaba ni se iba, simplemente estaba, simplemente era. Había estado ahí desde
siempre, agazapada en un rincón del tiempo, esperando que yo abriera los ojos
con la fuerza de un deseo ya viejo, un sueño soñado desde siempre. No hubo
presentación, ni saludo. Ni siquiera un temblor del aire. La reconocí como se
reconocen los ojos en los espejos: sin sorpresa, pero con la certeza de que
nada volvería a ser igual.
La amé en silencio la primera
vez. No con el cuerpo, sino con la nostalgia de todos los minutos en que no fui
suyo. La vi pasar junto a mí y no la toqué, pero su aroma - ese olor de fruta
recién caída del árbol del Edén - se quedó pegado a mi garganta como una
palabra que no quiere morirse. Su boca era un presagio. Una profecía escrita en
la lengua que los hombres inventaron para alabar a dioses que ya no existen.
Supe, sin dudar, que esa boca no mentía, que venía a abrirme, a cortarme, a
beberme como si yo fuera un manantial sagrado.
Las noches que siguieron no
pertenecen a este mundo. Están fuera del tiempo, hechas de otra sustancia. Ella
llegaba sin aviso, con la luz en los dedos y el caos en la espalda. Su boca de
fruta madura se posaba sobre mí con la devoción de los herejes: sin pedir
permiso, sin pedir perdón. Me tomaba. Me ofrecía. Y yo, con los ojos cerrados,
era su altar y su víctima.
No decíamos palabra. Las palabras
eran estorbo, trapo sucio sobre una mesa de ofrendas. Todo hablaba por
nosotros: el crujir de la madera, el sudor que cantaba letanías antiguas, el
gemido que nos paría de nuevo cada noche. Su piel - temblor de tierra
agradecida por la lluvia - me cubría como una plegaria, y en ella yo aprendí lo
que es morir de amor sin dejar de respirar.
La amé como se ama lo profano:
con los dientes, con los dedos, con la espalda rota. La amé hasta que la carne
dijo basta, y aún entonces, la deseé. Porque su boca no era boca, era umbral.
Porque su piel no era piel, era mapa. Porque su cuerpo no era cuerpo, era campo
sembrado y yo, semilla feliz, condenado a perderme y a florecer.
Ahora la invoco con cada aliento,
con cada página que no escribo por estar recordándola. No le pido que regrese.
Solo que no se olvide de mí cuando las noches sean otras y otros los cuerpos.
Que guarde, como un secreto compartido, esta súplica de vida que le dejé
sembrada entre las piernas:
No preguntas.
Y yo tampoco respondo.
Solo caes, fruta madura,
en la boca que ya te sabe.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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