jueves, 29 de mayo de 2025

ENTRE EL ALMA DEL JAGUAR Y LA CIUDAD


A Jorge no lo habían visitado los fantasmas de sus abuelos en sueños – todavía -, pero una tarde de octubre - lluviosa, como toda buena tarde en Pasto-  sintió que la ciudad le quedaba estrecha, como un saco que se encoge por no saberse lavar. Hacía meses que las luces de los semáforos le parecían advertencias del más allá, y los murmullos de la gente en la plaza de Nariño se le confundían con voces de otro mundo. Por eso, cuando un viejo amigo de universidad, medio chamán y medio loco, le habló del Yagé y de un Taita Siona que vivía más allá del fin del asfalto, en Buenavista, Municipio de Puerto Asís, no dudó en decir sí. Como si ya hubiera estado allá. Como si el camino lo hubiera estado llamando desde siempre y apenas ahora se animaba a responder.

 

“Quiero conocer ese estado alterado de la conciencia”, dijo, como si tuviera idea de lo que estaba diciendo.

 

Muy pocos se lo toman en serio, porque alrededor del Yagé, hay una verdadera leyenda, un relato espiritual, que provoca al ser oída por los ignorantes, la risa y la burla. Pero él, que ya había probado algunos rituales cuando estuvo en las montañas del Cauca y leído "Las enseñanzas de Don Juan: Una forma yaqui de conocimiento" de Carlos Castaneda, decidió cruzar la puerta hacia su comprensión, porque - según el amigo chamán-  “la puerta está abierta para quien quiera cruzarla, sea indígena o no”.

 

El viaje fue una odisea. Salió de Pasto al amanecer en una flota que olía a gasolina. Atravesó los abismos de la cordillera, se internó en la selva como quien entra a una vieja biblioteca donde los libros respiran, y terminó bajando de un camión de ganado en medio de un aguacero, frente a una choza de madera donde el tiempo parecía haberse detenido a fumar tabaco.

 

Allí lo esperaba el Taita Mayor Francisco Piaguaje.

 

No era alto, pero en sus ojos cabía el cielo entero. Lo miró como se mira a un animal extraviado. “¿Pasto?”, preguntó el Taita, y Jorge asintió. El taita murmuró algo en lengua Siona, le ofreció una taza de agua de panela y dijo: “El Yagé es un regalo de papito Dios para los indios y solo para los que los indios inviten, porque es un remedio”.

 

Esa noche, en Buenavista, cuando la luna se escondía entre ceibas milenarias, Jorge bebió la poción. Al principio supo a raíces amargas, como si estuviera tragando los siglos del planeta. Luego vino el vértigo. El cuerpo le temblaba como una antena en la tormenta. Y de pronto, como si un velo invisible se rasgara entre la razón y el misterio, empezó a ver.

 

No con los ojos, sino con el alma.

 

El cielo se volvió un río de colores. Las plantas le susurraban secretos. Los insectos le hablaban. Y en medio del delirio, se sintió enorme, vibrante: un felino, un jaguar. Caminó por la selva con la seguridad de los que saben a dónde van, y rugió con la furia de un trueno recién nacido. Su aliento era vapor de tierra mojada.

 

Entonces comprendió que el bejuco del Yagé contiene el alma del taita y del jaguar, y que ese rugido no era suyo, sino de la selva entera que lo habitaba por dentro.

 

En la madrugada, cuando el fuego ya casi era ceniza, Jorge vomitó su miedo, su tristeza, su arrogancia. El Taita le puso la mano sobre el hombro y dijo: “Dios es tan grande que solo la selva lo contiene”.

 

Al día siguiente, al ver el verde eterno del Putumayo, Jorge supo que ya no sería el mismo. Entre el cielo y la tierra hay más cosas de las que el hombre es capaz de imaginar, y ahora él lo sabía.

 

Regresó a Pasto con la mirada más suave, como si adentro llevara una antorcha encendida. Ya no discutía en los cafés, ni corría detrás de la noticia. Y solo hablaba del Yagé cuando la palabra valía más que el silencio.

 

Porque allí, en ese rincón entre Buenavista y el alma, había vivido lo mejor que le pudo pasar: una comunión con el alma, un viaje hacia sí mismo, un pacto secreto con lo salvaje.

 

Y aunque a veces, por las noches, le volvía el rugido al pecho, él lo dejaba salir despacio, como quien acaricia un recuerdo sagrado.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



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