A Jorge no lo habían visitado los
fantasmas de sus abuelos en sueños – todavía -, pero una tarde de octubre - lluviosa,
como toda buena tarde en Pasto- sintió
que la ciudad le quedaba estrecha, como un saco que se encoge por no saberse
lavar. Hacía meses que las luces de los semáforos le parecían advertencias del
más allá, y los murmullos de la gente en la plaza de Nariño se le confundían
con voces de otro mundo. Por eso, cuando un viejo amigo de universidad, medio
chamán y medio loco, le habló del Yagé y de un Taita Siona que vivía más allá
del fin del asfalto, en Buenavista, Municipio de Puerto Asís, no dudó en decir
sí. Como si ya hubiera estado allá. Como si el camino lo hubiera estado
llamando desde siempre y apenas ahora se animaba a responder.
“Quiero conocer ese estado
alterado de la conciencia”, dijo, como si tuviera idea de lo que estaba
diciendo.
Muy pocos se lo toman en serio, porque
alrededor del Yagé, hay una verdadera leyenda, un relato espiritual, que provoca
al ser oída por los ignorantes, la risa y la burla. Pero él, que ya había
probado algunos rituales cuando estuvo en las montañas del Cauca y leído "Las
enseñanzas de Don Juan: Una forma yaqui de conocimiento" de Carlos
Castaneda, decidió cruzar la puerta hacia su comprensión, porque - según el
amigo chamán- “la puerta está abierta
para quien quiera cruzarla, sea indígena o no”.
El viaje fue una odisea. Salió de
Pasto al amanecer en una flota que olía a gasolina. Atravesó los abismos de la
cordillera, se internó en la selva como quien entra a una vieja biblioteca
donde los libros respiran, y terminó bajando de un camión de ganado en medio de
un aguacero, frente a una choza de madera donde el tiempo parecía haberse
detenido a fumar tabaco.
Allí lo esperaba el Taita Mayor
Francisco Piaguaje.
No era alto, pero en sus ojos
cabía el cielo entero. Lo miró como se mira a un animal extraviado. “¿Pasto?”,
preguntó el Taita, y Jorge asintió. El taita murmuró algo en lengua Siona, le
ofreció una taza de agua de panela y dijo: “El Yagé es un regalo de papito Dios
para los indios y solo para los que los indios inviten, porque es un remedio”.
Esa noche, en Buenavista, cuando
la luna se escondía entre ceibas milenarias, Jorge bebió la poción. Al
principio supo a raíces amargas, como si estuviera tragando los siglos del
planeta. Luego vino el vértigo. El cuerpo le temblaba como una antena en la tormenta.
Y de pronto, como si un velo invisible se rasgara entre la razón y el misterio,
empezó a ver.
No con los ojos, sino con el
alma.
El cielo se volvió un río de colores.
Las plantas le susurraban secretos. Los insectos le hablaban. Y en medio del delirio,
se sintió enorme, vibrante: un felino, un jaguar. Caminó por la selva con la
seguridad de los que saben a dónde van, y rugió con la furia de un trueno
recién nacido. Su aliento era vapor de tierra mojada.
Entonces comprendió que el bejuco
del Yagé contiene el alma del taita y del jaguar, y que ese rugido no era suyo,
sino de la selva entera que lo habitaba por dentro.
En la madrugada, cuando el fuego
ya casi era ceniza, Jorge vomitó su miedo, su tristeza, su arrogancia. El Taita
le puso la mano sobre el hombro y dijo: “Dios es tan grande que solo la selva
lo contiene”.
Al día siguiente, al ver el verde
eterno del Putumayo, Jorge supo que ya no sería el mismo. Entre el cielo y la
tierra hay más cosas de las que el hombre es capaz de imaginar, y ahora él lo
sabía.
Regresó a Pasto con la mirada más
suave, como si adentro llevara una antorcha encendida. Ya no discutía en los
cafés, ni corría detrás de la noticia. Y solo hablaba del Yagé cuando la
palabra valía más que el silencio.
Porque allí, en ese rincón entre
Buenavista y el alma, había vivido lo mejor que le pudo pasar: una comunión con
el alma, un viaje hacia sí mismo, un pacto secreto con lo salvaje.
Y aunque a veces, por las noches,
le volvía el rugido al pecho, él lo dejaba salir despacio, como quien acaricia
un recuerdo sagrado.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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