Solía mirarlo como quien mira una
estrella fugaz a la hora equivocada: con el deseo apretado en el pecho y una
certeza sin argumentos; una intuición tan fuerte que parecía verdad, aunque no
se pueda explicar. Lo veía casi a diario, sin falta, a la misma hora en que el
sol bajaba la guardia y los gatos del barrio salían a ventilar sus mañas por
los tejados. Él pasaba frente al taller de costura con una mochila desteñida colgada
del hombro y la camisa arrugada como si la vida se la hubiera planchado con
desgano. Ella, sin levantar la vista de la labor - que en general eran faldas
para viudas o blusas de primeras comuniones -, no podía dejar de darse cuenta
de que el hombre parecía, como si fuera la luna, que no era de este mundo. O al
menos no del suyo, que al fin y al cabo era muy suyo y muy pequeño.
Vivía en dos cuartos que no eran
malos a pesar de que el techo tenía goteras y la estufa era un fósil rescatado
del Paleolítico. Decía a sus compañeras de costura que no entendía cómo se le
había metido semejante idea en la cabeza, pero que ahí estaba: un amor sin
argumento, sin historia, sin datos. Entraba de verlo desde lejos, como se entra
a un recuerdo ajeno, porque le daba “un no sé qué” ese misterio con patas
largas y barba de profeta callejero. Cerraba los ojos apenas lo dejaba de ver
como quien se entrega a un conjuro, como si sus párpados supieran algo que su
conciencia aún no.
Era indudable que se había
enamorado de él no por lo que era, sino por lo que no sabía que era. Se retaba
a sí misma cada noche, entre sábanas con olor a naftalina y sueños prestados, a
tenerlo algún día con ella: desnudo en cuerpo y alma, como Adán sin manzana ni
vergüenza. Lo amaría con la vehemencia de una lluvia sin pronóstico, hasta
sacarle el tuétano de los huesos, y solo entonces, cuando no quedara de él sino
el alma desvestida y el aliento en los rincones, podría saber quién demonios
era.
Las otras mujeres del taller, con
la lengua afilada de quien generalmente hace la vida imposible a quien no
entiende, le decían que eso no era amor sino obsesión, que estaba “muy sola y
muy loca”, y que en el futuro se guardarían de acogerla otra vez en sus
desvaríos y que, si terminaba llorando por un desconocido, era por su propia torpeza.
Pero ella sonreía, porque era demasiado extraño ese amor sin motivo, y en eso
precisamente radicaba su dulzura.
Una tarde nublada, en que el
mundo olía a café recalentado y a promesas de lluvia, lo siguió. No por
astucia, sino porque el corazón se le fue adelante. Él caminaba con una
lentitud de buey triste, como si cargara el pasado como un gran bulto. Lo
siguió por callejones, mercados, un cementerio donde nadie acompañaba a sus
muertos y una tienda donde compró un cuaderno sin rayas. Y entonces ocurrió: él
se detuvo, se volvió hacia ella sin sorpresa, como si supiera que venía desde
siempre, y le preguntó con una voz que olía a río:
¿Con qué sueñas?
Ella se quedó muda. No por
timidez, sino porque todas las respuestas posibles se le agolparon en la
garganta. Entonces lo besó. No en los labios, sino en el espacio invisible
entre sus nombres no dichos. Lo amó, como se aman las cosas sin forma: con
hambre, con miedo, con risa.
Y cuando lo tuvo desnudo - en
cuerpo, en alma y en poesía - supo que no sabría nunca quién era. Pero también
supo, por primera vez, que eso no importaba.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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