Te amo por claridad, por sombra,
por el destello cierto entre las nubes o por la lánguida luz de la noche sin
estrellas. Te toco en corredores de ventanas pequeñas, donde la luz cae a
trozos, como lluvia o como pedazos de granizo que nadie osa tocar.
Te discuto con el olvido en cada
grieta del día; te arrastro en el vaho que empaña la boca del río. Te salvo del
abismo, de la noche sin luna, de la tarde sin canciones de pájaros o de la
lluvia sin nostalgias.
Te desarmo con dedos que no rozan,
te dibujo con polvo de ramas quebradas, te nombro con palabras hechas de menta
y sed.
No quiero atraparte, tampoco
dejar que te vayas sin pena ni gloria. Quiero ser la grieta por donde entras,
la hendija de tiempo sin vernos, de pasiones inventadas, de abrazos apagados
cuando nos llega el sueño.
Mira la niebla: cómo aprende a
desnudar los montes sin hacer preguntas.
Mira el musgo: cómo crece donde
nadie mira, suave y temblando.
Así te deseo: como se desea el
agua antes de la sed, como se buscan las constelaciones debajo de los párpados,
pensándote cerca, así estés lejos.
Toda esta mañana te he inventado
sobre la piel del mundo. Te borro para volverte a crear, te rehago y te dibujo
en mi mente, te pierdo y te vuelvo a encontrar en una esquina de algún lugar
donde comíamos un chocolate y nos contábamos historias sin que importara el
tiempo.
Eres el pretexto perfecto entre
la lumbre y la ceniza, entre la historia y el cuento. Y entonces te sigo
buscando, en la curva del viento, en la gota que cae y no se rompe, en el
destello donde el relámpago olvidó su raíz.
Te amo. Te amé antes de saber tu
nombre. Te amaré cuando ya no queden nombres, sólo rumor, sólo preguntas, sólo
esta fiebre callada que, aun en la muerte, me incendiará los huesos.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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