Me desperté en un cuarto blanco, blanquísimo, más blanco que la conciencia de un recién nacido -si es que eso aún existía -. El zumbido de los drones rasgaba el silencio como cuchillas invisibles. La luz me mordía los párpados y el aire sabía a algo sintético, como a mentira con sabor a menta.
Tenía 59 años. Medio siglo y algo
más. Y al parecer eso me convertía en un fósil, un estorbo, un desecho. Aún no
entendía bien qué había pasado. Recuerdo el temblor, las llamas, los gritos
pixelados en las pantallas. Recuerdo cerrar los ojos y desear que todo fuera un
mal guión de serie distópica. Pero no. Aquí estaba. Y aquí mandaban los menores
de 30.
Cuando, en una esquina, descubrí
una especie de cafetería sin café, llena de adolescentes jugando con pantallas
transparentes y riéndose de cosas que no tenían gracia, decidí asomarme, movido
por la vieja necesidad de oír a alguien decir algo con sentido. Grave error.
No me entusiasmó la bienvenida:
miradas que apuñalaban, risas contenidas como cuchillos listos para saltar. Me
senté sin que nadie me lo pidiera, como esos viejos que aún creen tener derecho
a estar en alguna parte.
A mi lado estaba sentada una
chica de unos veinte años, pelo azul eléctrico y ojos de holograma. Me miró
como se mira a un perro cojo en la autopista.
- ¿Y tú qué haces aquí? - me
soltó la pregunta, sin anestesia.
- Observar, escuchar, tal vez
entender.
Los individuos a mi alrededor me lanzaron
una mirada despectiva, como si mi presencia infectara el aire. Un tipo con
aspecto de influencer malvado tomó la palabra. Su voz era pastosa, plana, como
de algoritmo con exceso de ego.
- Para hablar de la historia,
primero hay que entender que ustedes, los mayores, la cagaron. Esto - dijo,
señalando la ciudad-fantasma afuera - es lo que quedó después del Gran Borrón.
Aquí mandamos los lúcidos, los sin arrugas. Los que todavía tenemos tiempo.
La explicación se alargó durante
una hora. Aburridísima. Solo hablaban de algoritmos, de rankings, de la
"pureza de la juventud" como si fuera un detergente. Cuando terminó,
todos aplaudieron como focas cibernéticas.
Al oír semejante barbaridad estuve
a punto de echarme a reír, pero me contuve. Uno aprende a callar con los años,
a guardar las balas para la batalla justa.
- ¿Cómo se te ocurre venir aquí a
criticar? - escupió la chica de ojos de neón, como si leyera mis pensamientos.
- No critico – dije -, sólo me
pregunto si no se están convirtiendo en aquello que tanto odiaban.
Error. Craso.
El aire se volvió espeso. Una voz
sin rostro tronó desde los parlantes: "no sales de ésta con vida". El
tipo del discurso asintió con una mueca de satisfacción. Me arrastraron por un
pasillo que olía a desinfectante y desesperanza.
No sé cómo salí de allí. Tal vez
alguien tuvo un arranque de piedad o fui parte de un experimento. Lo cierto es
que un mes después recibí una llamada. Una voz infantil, metálica:
- Tenemos curiosidad contigo.
Vuelve.
Colgué. Me reí. Esta vez no me
contuve. Y mientras la risa me arrastraba, entendí: no hay futuro sin memoria.
Y a veces, la vejez es la última forma de resistencia y las canas son otra
forma de revolución.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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