miércoles, 16 de abril de 2025

EL HILO AZUL


El punto de cruz, hecho con hilo azul por su abuela en los calzoncillos blancos, fue lo que lo salvó del olvido. 

No del crimen. 

No del silencio. 

Del olvido. 

 

Carlos estuvo veintidós días desaparecido. Veintidós. Una cifra breve en el calendario, pero suficiente para hacer eterno el dolor de una madre que clava los ojos en la puerta como quien busca milagros en la madera. 

Digo poco tiempo porque, por lo general, los desaparecen para siempre, o los dejan en un lugar de fácil encuentro, como golpe de terror para quienes siguen vivos.

 

“Desaparecido.” 

Así lo nombró el poder, esa máquina de tragarse el alma y escupir miedo. 

Desaparecido como se evapora el rocío al sol, pero no por el sol, sino por la sombra. 

 

La tarde en que se lo llevaron, él bromeó. 

Dijo: “Que alguien le lleve un café a los tiras apostados al frente”, esos que, sin uniforme, vigilaban las ideas que no les cabían en la cabeza. 

Y luego fumó un cigarro con la lentitud de quien aún no sabe que ya está condenado. 

 

Ese día, el abrazo fue distinto. 

Más largo. Más cálido. 

Como si el cuerpo supiera lo que la mente no se atrevía a pensar. 

Como si el corazón - siempre más sabio - dijera su adiós en un idioma que solo después se entiende. 

 

Los días se pasaron como en cámara lenta. 

El primer día sin él fue un castigo sin nombre. 

El segundo, una herida que no paraba de supurar. 

El tercero, una libreta manchada de sangre. Una pared también manchada. 

 

Tomamos fotografías de prisa, como quien quiere atrapar la verdad antes de que los buitres del Estado la devoren. 

 

La última nota, para su madre: 

“Mamá, no creas que yo no me acuerdo de tu cumpleaños el próximo sábado.” 

Y un corazón. 

Y una carita feliz. 

 

En la oficina del coronel, el cinismo tenía traje planchado. 

Aseguró investigaciones exhaustivas, indagaciones de rigor. 

No sin antes insinuar que el señor García tenía “amistades peligrosas”, y preguntar - con la lengua envenenada - si ya habíamos investigado nosotros antes, para no saturar el aparato investigativo del Estado. 

 

Peligroso era decir lo que se pensaba. 

Peligroso era no tener miedo. 

Carlos, entonces, era eso: peligro. 

Peligro con nombre y apellido. 

 

A los cinco días, el barrio hizo misa. 

Cantaron canciones de la misa campesina nicaragüense, esas que a Carlos le hacían brillar los ojos. 

Y todos, incluso los más devotos, sabían que, si Cristo bajaba, también lo iban a desaparecer. 

 

El día quince llegó el cartel: 

“Carlos García. Desaparecido. Reclamado vivo. Porque vivo se lo llevaron.” 

 

Pero el Estado no entiende el idioma de los carteles, ni de las madres, ni de las canciones. 

Solo entiende el idioma del miedo y las balas. 

Martha nunca fue su novia. 

Pero lo amaba con esa rabia dulce que tienen las mujeres cuando saben que su amor no necesita papeles ni permisos. 

 

Marchó con su fotografía entre las manos, y cuando vinieron los antidisturbios, defendió ese retrato como quien defiende la memoria de los pueblos enteros. 

Salió golpeada. 

Salió empapada. 

Salió más fuerte. 

 

Cuando llamaron de la morgue, nosotros ya no llorábamos. 

Las lágrimas se habían convertido en rabia. 

Salimos con Martha, con Juan, y con el abogado Martínez, un muchacho recién egresado de la facultad de Derecho, que nos había acompañado durante los últimos meses y era muy cercano a Carlos. 

 

Carlos estaba ahí. 

Desfigurado. 

Tres balas en la cara. 

Los dedos machacados. 

 

Solo un cuerpo con calzoncillos blancos bordados con hilo azul por su abuela, y una cicatriz en la rodilla izquierda. 

 

La abuela los había cosido con amor, para que no se confundieran con los de su hermano Juan; sin saber que ese hilo sería la última hebra que lo atara a la vida, al recuerdo, a la última despedida. 

 

Así reconocimos a Carlos. 

No por el rostro, que ya no era suyo. 

No por los dedos, que ya no eran dedos. 

Sino por el hilo. 

Ese hilo azul que no pudieron desaparecer. 

 

Porque al final, eso es lo que somos: 

Hilos. 

Memoria tejida. 

Y, a veces, eso basta para que la verdad no se pierda. 

 

Porque no pudieron desaparecer el amor. 

Ni el abrazo. 

Ni la rabia que aún camina con carteles, con cantos, con la memoria que defendemos con uñas y con dientes. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

 


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