El punto de cruz, hecho con hilo
azul por su abuela en los calzoncillos blancos, fue lo que lo salvó del
olvido.
No del crimen.
No del silencio.
Del olvido.
Carlos estuvo veintidós días
desaparecido. Veintidós. Una cifra breve en el calendario, pero suficiente para
hacer eterno el dolor de una madre que clava los ojos en la puerta como quien
busca milagros en la madera.
Digo poco tiempo porque, por lo
general, los desaparecen para siempre, o los dejan en un lugar de fácil
encuentro, como golpe de terror para quienes siguen vivos.
“Desaparecido.”
Así lo nombró el poder, esa
máquina de tragarse el alma y escupir miedo.
Desaparecido como se evapora el
rocío al sol, pero no por el sol, sino por la sombra.
La tarde en que se lo llevaron,
él bromeó.
Dijo: “Que alguien le lleve un
café a los tiras apostados al frente”, esos que, sin uniforme, vigilaban las
ideas que no les cabían en la cabeza.
Y luego fumó un cigarro con la
lentitud de quien aún no sabe que ya está condenado.
Ese día, el abrazo fue
distinto.
Más largo. Más cálido.
Como si el cuerpo supiera lo que
la mente no se atrevía a pensar.
Como si el corazón - siempre más
sabio - dijera su adiós en un idioma que solo después se entiende.
Los días se pasaron como en
cámara lenta.
El primer día sin él fue un
castigo sin nombre.
El segundo, una herida que no
paraba de supurar.
El tercero, una libreta manchada
de sangre. Una pared también manchada.
Tomamos fotografías de prisa,
como quien quiere atrapar la verdad antes de que los buitres del Estado la
devoren.
La última nota, para su
madre:
“Mamá, no creas que yo no me
acuerdo de tu cumpleaños el próximo sábado.”
Y un corazón.
Y una carita feliz.
En la oficina del coronel, el
cinismo tenía traje planchado.
Aseguró investigaciones
exhaustivas, indagaciones de rigor.
No sin antes insinuar que el
señor García tenía “amistades peligrosas”, y preguntar - con la lengua envenenada
- si ya habíamos investigado nosotros antes, para no saturar el aparato
investigativo del Estado.
Peligroso era decir lo que se
pensaba.
Peligroso era no tener
miedo.
Carlos, entonces, era eso:
peligro.
Peligro con nombre y
apellido.
A los cinco días, el barrio hizo
misa.
Cantaron canciones de la misa
campesina nicaragüense, esas que a Carlos le hacían brillar los ojos.
Y todos, incluso los más devotos,
sabían que, si Cristo bajaba, también lo iban a desaparecer.
El día quince llegó el
cartel:
“Carlos García. Desaparecido.
Reclamado vivo. Porque vivo se lo llevaron.”
Pero el Estado no entiende el
idioma de los carteles, ni de las madres, ni de las canciones.
Solo entiende el idioma del miedo
y las balas.
Martha nunca fue su novia.
Pero lo amaba con esa rabia dulce
que tienen las mujeres cuando saben que su amor no necesita papeles ni
permisos.
Marchó con su fotografía entre
las manos, y cuando vinieron los antidisturbios, defendió ese retrato como
quien defiende la memoria de los pueblos enteros.
Salió golpeada.
Salió empapada.
Salió más fuerte.
Cuando llamaron de la morgue,
nosotros ya no llorábamos.
Las lágrimas se habían convertido
en rabia.
Salimos con Martha, con Juan, y
con el abogado Martínez, un muchacho recién egresado de la facultad de Derecho,
que nos había acompañado durante los últimos meses y era muy cercano a
Carlos.
Carlos estaba ahí.
Desfigurado.
Tres balas en la cara.
Los dedos machacados.
Solo un cuerpo con calzoncillos
blancos bordados con hilo azul por su abuela, y una cicatriz en la rodilla
izquierda.
La abuela los había cosido con
amor, para que no se confundieran con los de su hermano Juan; sin saber que ese
hilo sería la última hebra que lo atara a la vida, al recuerdo, a la última
despedida.
Así reconocimos a Carlos.
No por el rostro, que ya no era
suyo.
No por los dedos, que ya no eran
dedos.
Sino por el hilo.
Ese hilo azul que no pudieron
desaparecer.
Porque al final, eso es lo que
somos:
Hilos.
Memoria tejida.
Y, a veces, eso basta para que la
verdad no se pierda.
Porque no pudieron desaparecer el
amor.
Ni el abrazo.
Ni la rabia que aún camina con
carteles, con cantos, con la memoria que defendemos con uñas y con
dientes.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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