martes, 15 de abril de 2025

EL HOMBRE QUE AMABA A LA DISTANCIA



Durante más de medio siglo, el hombre vivió pendiente. No del pan, ni del reloj, ni de las malas noticias que llegaban por la radio. Vivía pendiente de ella, la que nunca llegó, la que se le había metido en el alma con la obstinación de una espina invisible.



No sabía su rostro presente, pero su cuerpo la recordaba como el incienso recuerda al fuego antes de consumirse. La olía en el sudor del mediodía, en el moho de las cartas no enviadas, en el leve estremecimiento que dejaban los pájaros al romper el silencio. Él la soñaba con el tacto: dedos sobre un vacío tibio, un estremecimiento que se le instalaba en los huesos como un recuerdo anterior al nacimiento.



Ella ya no tenía nombre, al menos no uno que él pudiera pronunciar sin que le doliera el pecho. Su ausencia era un templo, uno sin vitrales ni santos, donde cada noche entraba descalzo, y ofrecía su soledad como una flor que se niega a florecer por miedo a marchitarse al instante. Lloraba. Sí. Pero no de tristeza. Lloraba porque el amor, cuando no se entrega, fermenta dentro del pecho hasta desbordarlo como una marea lunática.



Él no quería poseerla –decía-, quería comulgarla. Dejar que su aliento -que ya no volvía- lo cubriera como una brisa consagrada. Que lo transformara sin tocarlo. Como el vino que tiembla en los labios del que aún cree.



La gente lo creía loco. En el pueblo, que todavía no conocía la internet, pero tenía dos estaciones de radio, lo llamaban “el novio de nadie”. Pero él respondía con una sonrisa salpicada de paciencia: “La luna tampoco toca el agua, y sin embargo la estremece”.



Escribía oraciones sin papel, sobre las paredes de su casa y sobre los muros invisibles del aire. Caminaba como si ella estuviera a punto de doblar la esquina del tiempo. La esperaba como se espera a los milagros: sin certeza, pero con la mesa servida.



Un día, como todos los que pasaron, murió. No de tristeza. Murió adorando. Murió con los labios cerrados y el alma tan abierta que la vecina de al lado juró haber visto salir una paloma blanca de su boca.



Le dieron sepultura sin epitafio. Solo un verso, garabateado por un vecino en un trozo de madera, de una de las cartas no enviadas:

“Tú, mi lejanía encarnada, mi cuerpo prometido que aún no me roza. Amén.”



Ahí podría haber terminado la historia. Pero no.



Cincuenta y tres días después de su entierro, llegó al pueblo una mujer con los pies hinchados, los ojos de lluvia y una carta arrugada entre las manos. Nadie sabía su nombre. Nadie supo de dónde venía. Solo preguntó, con voz temblorosa, dónde vivía “el hombre que escribía oraciones con el cuerpo”.



Cuando le contaron que ya estaba bajo tierra, no lloró. Tampoco habló. Solo pidió dormir una noche en su antigua casa. A la mañana siguiente, se había ido. No por el camino del pueblo. No por la carretera. Nadie la vio salir. Pero en la tumba del hombre, sobre la tierra todavía fresca, encontraron una flor abierta. Una que nunca había crecido en esos lares.



Dicen que, desde entonces, cada vez que alguien le reza en silencio, al pie de su tumba; esa flor vuelve a abrirse. Y el aire se llena, por un instante, del aroma tibio del incienso antes de arder.



Jorge Alberto Narváez Ceballos


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