(El amor que jamás murió porque nunca necesitó nacer del todo)
Nadie sabe con certeza cuándo
comenzaron a amarse, ni si en verdad lo decidieron o si fue el destino - ese
pájaro invisible que a veces canta sin que nadie sepa de dónde viene - quien
los empujó uno contra el otro con la suavidad de las lluvias de noviembre.
Él tomaba café desde antes de que
amaneciera y ella acomodaba la manta con el mismo cuidado con que las abuelas
arropan a los nietos que ya se han ido. En aquella casa donde los relojes se
atrasaban por nostalgia, la ternura respiraba bajito, como un gato viejo que
aún sueña con cazar mariposas.
Nunca se regalaron flores, ni una
sola.
Ella, sin embargo, llegaba cada
tarde con una piedrita lisa en el bolsillo, como si el camino la escogiera para
depositar en sus manos la historia geológica del amor. Él las guardaba en una
caja de madera junto a la cama, convencido de que en algún tiempo lejano,
cuando la humanidad olvidara cómo se dice “te amo”, alguien abriría esa caja y
sabría traducir el idioma mineral del afecto.
Hacían el amor como se reza
frente al mar: con respeto, con asombro y con una lentitud que no era de este
mundo. Cada caricia pasaba primero por la memoria, luego por el deseo, y
finalmente llegaba al cuerpo como una promesa cumplida. Era un amor que no
necesitaba desnudos: bastaba con el roce de las miradas para que el cuarto se
llenara de resplandores tibios y el aire se espesara con el perfume de las
estaciones.
Una noche de julio, mientras la
lluvia bailaba en los tejados, ella le dijo sin mirarlo:
- No me hables.
Y él comprendió - como si lo
hubiera leído en un libro sagrado escrito en lengua de abejas - que el silencio
también es una forma de quedarse. Desde entonces, dejaron de hablarse con
palabras y comenzaron a decirlo todo con gestos que solo ellos entendían: un
parpadeo lento, un dedo sobre la sien, una cucharita olvidada en la taza.
Vivieron así durante años que
pasaron como siglos y también como segundos.
Nadie los fotografió. Nadie los
escribió en las canciones. Pero cada noche, justo antes de dormirse, ella le
rozaba el brazo con la yema del índice, apenas, como si afinara una cuerda
invisible que los mantenía tocando el mismo sueño. Y él se dormía convencido de
que así debía sentirse el mundo cuando gira bien: como un corazón que no hace
ruido, pero sigue latiendo en secreto bajo la tierra.
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