lunes, 21 de abril de 2025

EL FUEGO QUE NO HACE RUIDO

(El amor que jamás murió porque nunca necesitó nacer del todo)

 

Nadie sabe con certeza cuándo comenzaron a amarse, ni si en verdad lo decidieron o si fue el destino - ese pájaro invisible que a veces canta sin que nadie sepa de dónde viene - quien los empujó uno contra el otro con la suavidad de las lluvias de noviembre.

 

Él tomaba café desde antes de que amaneciera y ella acomodaba la manta con el mismo cuidado con que las abuelas arropan a los nietos que ya se han ido. En aquella casa donde los relojes se atrasaban por nostalgia, la ternura respiraba bajito, como un gato viejo que aún sueña con cazar mariposas.

 

Nunca se regalaron flores, ni una sola. 

Ella, sin embargo, llegaba cada tarde con una piedrita lisa en el bolsillo, como si el camino la escogiera para depositar en sus manos la historia geológica del amor. Él las guardaba en una caja de madera junto a la cama, convencido de que en algún tiempo lejano, cuando la humanidad olvidara cómo se dice “te amo”, alguien abriría esa caja y sabría traducir el idioma mineral del afecto.

 

Hacían el amor como se reza frente al mar: con respeto, con asombro y con una lentitud que no era de este mundo. Cada caricia pasaba primero por la memoria, luego por el deseo, y finalmente llegaba al cuerpo como una promesa cumplida. Era un amor que no necesitaba desnudos: bastaba con el roce de las miradas para que el cuarto se llenara de resplandores tibios y el aire se espesara con el perfume de las estaciones.

 

Una noche de julio, mientras la lluvia bailaba en los tejados, ella le dijo sin mirarlo: 

- No me hables. 

Y él comprendió - como si lo hubiera leído en un libro sagrado escrito en lengua de abejas - que el silencio también es una forma de quedarse. Desde entonces, dejaron de hablarse con palabras y comenzaron a decirlo todo con gestos que solo ellos entendían: un parpadeo lento, un dedo sobre la sien, una cucharita olvidada en la taza.

 

Vivieron así durante años que pasaron como siglos y también como segundos. 

Nadie los fotografió. Nadie los escribió en las canciones. Pero cada noche, justo antes de dormirse, ella le rozaba el brazo con la yema del índice, apenas, como si afinara una cuerda invisible que los mantenía tocando el mismo sueño. Y él se dormía convencido de que así debía sentirse el mundo cuando gira bien: como un corazón que no hace ruido, pero sigue latiendo en secreto bajo la tierra.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos
Fabio Martínez https://www.facebook.com/photo/?fbid=992063528983003&set=a.988500816005941



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