Esa era la situación: tenía que
decidir entre quedarse en la casa, viendo cómo los muebles envejecían con ella,
o salir una vez más con el muchacho que nunca terminó de gustarle. Lo conocía
desde la época en que usaban uniformes escolares y comían perros calientes en
la esquina como si fueran festines imperiales. Ya entonces le fastidiaba la
rutina, la falta de sorpresa, la tibieza con la que él la miraba.
Era una mujer delgada, de mediana
edad, que llevaba en la piel las cicatrices dulces de las que han sido
apetecidas por su generación, por la siguiente y por más de un hombre maduro
que aún olía a tabaco y leía poesía en voz baja. Salía con él, sí, pero en el
fondo hubiera preferido quedarse a solas con la radio encendida y un vaso de
vino blanco entre los dedos.
Un día, harta de las mismas
calles y los mismos sabores, buscó una dirección por teléfono, ofrecían un
trabajo más bien tedioso. No sabía bien por qué lo hacía. Quizás por cansancio,
quizás por curiosidad, quizás porque su corazón - aunque roto, duro como una
piedra - aún recordaba cómo latía cuando tenía esperanza.
Una mañana, pasadas las ocho, lo
conoció en el ascensor del edificio donde trabajaba. Él había pasado la
cincuentena, usaba corte militar y una loción que olía a otoño con mar. No era
calvo, pero su coronilla empezaba a dudar, y siempre vestía como si esperara
una visita importante. Tenía una habitación en la sexta planta y la costumbre
de saludar con una voz tan firme que parecía ordenar que el mundo se detuviera
a escucharlo.
Al principio hablaban de
trivialidades: la humedad del clima, el ascensor que se demoraba, las noticias
absurdas del día. Pero conforme pasaban los días - y los encuentros, siempre
pasadas las ocho - las palabras se volvieron confesiones disfrazadas. Ella
hacía lo posible por coincidir con él en las gradas del edificio, y al verlo,
le sonreía con esa media luna que ya no podía ocultar.
Así fue durante semanas, meses
quizás. Hasta que una tarde-noche él apareció disfrazado de Capitán América,
barriga incluida. Ella soltó una risa como hacía años no le nacía, y bajó
luciendo un disfraz ajustado de Mujer Maravilla, con más deseo que pudor. Se
amaron casi de inmediato, sin cerrar del todo la puerta del apartamento, como
si la ciudad tuviera derecho a saber que todavía había milagros.
Desde entonces, a las ocho en
punto, ella se perfuma como si fuera al altar, y él, impecable como siempre, la
espera en el umbral con una flor silvestre entre los dedos. No es una flor de
jardín, ni de floristería. Es de esas que crecen solas, entre las piedras,
desafiando las tormentas.
Y nadie en el edificio recuerda
exactamente cuándo fue que empezaron. Solo saben que siguen. Que siguen como si
el tiempo les perteneciera. Como si el amor - el verdadero - solo necesitara un
ascensor, una risa, un diente de león y una hora precisa para no morir nunca.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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