martes, 8 de abril de 2025

DIENTE DE LEÓN


Esa era la situación: tenía que decidir entre quedarse en la casa, viendo cómo los muebles envejecían con ella, o salir una vez más con el muchacho que nunca terminó de gustarle. Lo conocía desde la época en que usaban uniformes escolares y comían perros calientes en la esquina como si fueran festines imperiales. Ya entonces le fastidiaba la rutina, la falta de sorpresa, la tibieza con la que él la miraba. 

 

Era una mujer delgada, de mediana edad, que llevaba en la piel las cicatrices dulces de las que han sido apetecidas por su generación, por la siguiente y por más de un hombre maduro que aún olía a tabaco y leía poesía en voz baja. Salía con él, sí, pero en el fondo hubiera preferido quedarse a solas con la radio encendida y un vaso de vino blanco entre los dedos.

 

Un día, harta de las mismas calles y los mismos sabores, buscó una dirección por teléfono, ofrecían un trabajo más bien tedioso. No sabía bien por qué lo hacía. Quizás por cansancio, quizás por curiosidad, quizás porque su corazón - aunque roto, duro como una piedra - aún recordaba cómo latía cuando tenía esperanza. 

 

Una mañana, pasadas las ocho, lo conoció en el ascensor del edificio donde trabajaba. Él había pasado la cincuentena, usaba corte militar y una loción que olía a otoño con mar. No era calvo, pero su coronilla empezaba a dudar, y siempre vestía como si esperara una visita importante. Tenía una habitación en la sexta planta y la costumbre de saludar con una voz tan firme que parecía ordenar que el mundo se detuviera a escucharlo.

 

Al principio hablaban de trivialidades: la humedad del clima, el ascensor que se demoraba, las noticias absurdas del día. Pero conforme pasaban los días - y los encuentros, siempre pasadas las ocho - las palabras se volvieron confesiones disfrazadas. Ella hacía lo posible por coincidir con él en las gradas del edificio, y al verlo, le sonreía con esa media luna que ya no podía ocultar.

 

Así fue durante semanas, meses quizás. Hasta que una tarde-noche él apareció disfrazado de Capitán América, barriga incluida. Ella soltó una risa como hacía años no le nacía, y bajó luciendo un disfraz ajustado de Mujer Maravilla, con más deseo que pudor. Se amaron casi de inmediato, sin cerrar del todo la puerta del apartamento, como si la ciudad tuviera derecho a saber que todavía había milagros. 

 

Desde entonces, a las ocho en punto, ella se perfuma como si fuera al altar, y él, impecable como siempre, la espera en el umbral con una flor silvestre entre los dedos. No es una flor de jardín, ni de floristería. Es de esas que crecen solas, entre las piedras, desafiando las tormentas.

 

Y nadie en el edificio recuerda exactamente cuándo fue que empezaron. Solo saben que siguen. Que siguen como si el tiempo les perteneciera. Como si el amor - el verdadero - solo necesitara un ascensor, una risa, un diente de león y una hora precisa para no morir nunca.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

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