Señora bonita,
El amor humano - ese que huele a
la tierra después de la lluvia, a raíz expuesta, a sábanas húmedas de selva- no pide llaves ni ruega entrada. Viene con el
viento caliente del mediodía, ardiendo. Viene con la fiebre de los frutos que
maduran rápido, sin permiso ni tiempo, y se pudren si no se comen a tiempo.
Es un dios antiguo, de barro y
trueno, que exige sacrificios a plena luz, con los ojos abiertos y la carne
temblando de memoria.
Nos desvestimos como quien inicia
un ritual en un santuario en llamas: sabiendo que el alma puede arder, pero
igual entramos, sin más defensa que el deseo. Y en ese fuego donde sus dedos
trazan caminos sobre mi pecho, yo me abro como flor de páramo al sol breve: le
entrego mi cuello, mi vientre, mi lengua - mi miedo entero- como una hostia rojiza, aún palpitante, que
solo conoce un credo: el goce.
Su espalda es mi vía de tierra
roja.
Sus gemidos, mi salmo
nocturno.
En usted me pierdo como río entre
helechos.
En cada encuentro, el cuerpo se
va muriendo, se va volviendo aire y raíz. Y cuando el deseo se quiebra en sus
bordes, cuando no hay más carne que pueda clamar, entonces ocurre: la pequeña
muerte, el estremecimiento, la última campanada.
Morimos. Sí. Como se muere el sol
tras la montaña, dejando el cielo encendido. Y justo ahí, cuando todo es
temblor y el mundo es solo respiro, llega el milagro.
Renacemos.
Con el sudor como agua bendita y
la risa como única misa.
No hay cielo más alto que el de su
pecho al dormirse.
No hay resurrección más cierta
que el abrazo tras la tormenta.
Nos miramos, deshechos y
completos, como dos hojas caídas que aún tiemblan por el viento.
Sabemos que mañana volverá el
fuego, que otra vez nos alzará la fiebre.
Porque este amor no se
aprende:
Se siembra.
Se sangra.
Se consuma.
Y vuelve.
Suyo para siempre.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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