No me acuerdo la fecha, pero sé con certeza que
era una noche de luna llena del mes de mayo.
Había salido de la ducha, sin lograr sofocar el
calor pegajoso que ni el ventilador de techo podía vencer. Abrí la ventana para
que entrara algo de viento, aunque en ese barrio viejo de casas encaramadas una
sobre otra, el viento era un lujo que no siempre llegaba.
Y entonces la vi en el edificio de enfrente.
La mujer del quinto piso.
Flaca, pero con el tipo de flacura que no se
gasta en el gimnasio, sino en las vueltas de la vida. Unos treinta y dos años,
con un kimono rojo lleno de flores negras que parecía tener vida propia.
Bailaba sola, descalza, como si no le importara que las ventanas estuvieran
abiertas, que la ciudad la viera. La salsa sonaba a todo volumen, de esa que a
uno lo saca del cuerpo sin pedir permiso. Primero la Fania, luego La Ponceña. Y
ella ahí, girando, sudando, feliz, como si en ese instante nadie la pudiera
tocar.
La miré, claro. Quince minutos o más, con la
cerveza en la mano y la camiseta empapada por el bochorno. Era como una escena
de película que nadie había filmado, de esas que uno no puede explicar, pero
tampoco olvidar.
A las doce, las campanas de la iglesia
rompieron el hechizo. Sonaron nítidas, limpias, como si quisieran contarle a
Dios lo que yo estaba viendo. Fue en ese preciso momento que ella me pilló.
Me miró.
Y sonrió, pero no con timidez. No. Sonrió con
descaro, con fuerza. Se asomó medio cuerpo por la ventana y gritó:
- ¿Tienes otra? Otra cerveza…
Y yo, imbécil, apenas tenía esa. Le hice el
gesto de que no, que solo esta, pero que si quería, se la llevaba.
Rió. Dios, cómo rió. Esa risa me llenó las
tripas, me sacudió los huesos.
- ¡Sube! - gritó de nuevo- . ¡Pero primero ve a
la tienda! Golpea fuerte que Don Iván está medio sordo. Y tráeme algo de comer,
¿sí?
Minutos después estaba en la tienda, comprando
un par de cervezas, una bolsa de chitos, dos empanadas frías. Subí por unas
escaleras endemoniadamente estrechas que parecían hechas para enanos o gatos.
En cada piso, una historia diferente: risas apagadas, un televisor viejo con
dibujos animados a todo volumen, una pareja discutiendo.
En el cuarto piso me esperaban sus llaves. Y en
el quinto, ella.
Dejé la puerta entreabierta. Sonaba “Amparo Arrebato”,
y la sala era un santuario del desorden hermoso: luces tenues, cojines tirados
en el suelo, una botella de ron sin tapa, dos ventiladores prendidos al mismo
tiempo. Y ella, esperándome, con el kimono medio abierto y la mirada llena de
esa cosa que uno no sabe si es hambre, deseo o ternura sin rumbo.
Ángel Canales comenzó a sonar con “Nostalgia”.
Entonces bailamos.
No me preguntes cómo bailamos, porque no fue
con pasos ni con estilo. Fue como si nuestros cuerpos se conocieran desde
antes. Ella olía a canela y a cigarro barato. Su escote era una trampa y una
promesa, y su piel, morena, brillaba como si fuera un espejo que le devolvía la
luz a la luna. Me susurró algo al oído cuando comenzó “Llora corazón”, y me
temblaron las piernas. Bailábamos como si el tiempo no existiera, como si
estuviéramos bailando sobre un abismo.
Y cuando sonó “Amada mía” de Cheo Feliciano, el
mundo se apagó un segundo. Ella me miró, seria por primera vez en la noche.
- Hace rato no bailaba con alguien que no
quisiera poseerme… sino quedarse.
No supe qué responder. Le acaricié la mejilla y
le dije al oído:
- Me quiero quedar.
Ella sonrió, pero no como antes. Esta vez fue
una sonrisa lenta, casi triste. Me besó, un beso largo, lleno de todos los
amores que no le habían durado. Y se aferró a mí como si de verdad creyera que
esta vez sí, que esta vez alguien se iba a quedar.
La luna seguía arriba, terca. La madrugada
comenzaba a gatear por las rendijas de la ventana. Afuera, el mundo seguía
girando.
Adentro, el tiempo se quedó quieto.
Y yo… yo todavía no me he ido.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
No hay comentarios.:
Publicar un comentario