martes, 15 de abril de 2025

¿LA LLAMO O NO LA LLAMO?


Ahí está la foto, clavada como un alfiler oxidado en el cajón izquierdo del escritorio, entre boletas de cine viejas, cigarrillos sueltos y la entrada arrugada de ese concierto donde casi la beso. La miro y me mira, con esos ojos almendrados que no dan tregua. Y yo, tan cobarde como siempre, juego a no extrañarla. Pero me extraño yo sin ella.


Suena en mi cabeza ese tango “¿Quién tiene tu amor?”, Alfredito de Angelis y el vozarrón de Juan Carlos Godoy, rompiendo la madrugada como lo hacía mi abuelo en Cali, allá en San Nicolás, mientras cosía pantalones como quien arma sueños de dril para sobrevivir. Tarareaba mientras le metía el hilo a la aguja y cuando le pegaba los botones, ¡pum! entonaba el estribillo como si estuviera en un cabaret de Buenos Aires, con el alma al borde del derrumbe. Ese tango era su manera de decir que la vida todavía valía la pena, aunque la fábrica lo tuviera jodido.


Tengo un pañuelo de ella. Maquillado, sucio, perfumado. Un rastro. Una evidencia. Ese trapo me lanza directo a Los Faroles, ese bar en Manizales que huele a aguardiente y a viernes eterno, donde vi bailar a una pareja de sombras una milonga asesina: “Tu Pañuelo” de Juan D’Arienzo con la voz de Héctor Maure que te deja la piel en carne viva. Mi tío abuelo Pacho, ese loco hermoso, cuando se empinaba el tercer copetín, se creía bailarín de arrabal, y giraba como trompo viejo con olor a nostalgia. Yo lo veía y juraba que algún día, bailando así, la iba a conquistar.


En la foto ella me mira, me mira y la recuerdo, como recuerdo a mi abuela. La abuela cantaba esa canción “Ocúltame esos ojos” de Antonio Tormo a todo volumen, mientras encendía la hornilla de carbón a las cinco de la mañana. En esa casa todos despertábamos con el dolor dulce de un tango y el olor a café con panela y pan con mantequilla.


Y en la foto, ella sonriendo, con esa boca que era promesa, incendio y fruta madura al mismo tiempo. La abuela decía que eso era tener “boca de pecado”. La boca de ella… ¡ay, Dios! verla me da sed, sed de esas que solo se apagan con un beso largo, largo como domingo sin ella.


¿La llamo? No sé. Me tiembla la voz, el alma, la ciudad entera. Pero hay algo que me ruge en las tripas, una alarma que me dice que si no la llamo la pierdo, que si no le hablo me muero un poquito más esta noche.


Y entonces, como quien se lanza desde un edificio con el corazón entre las manos, pienso en Gardel cantando “La noche que me quieras” ... y en que, tal vez, solo tal vez, si marco su número, no me hundo del todo.


Jorge Alberto Narváez Ceballos



No hay comentarios.:

Publicar un comentario